Rossella Di Leo
* Este artículo forma parte de un texto más largo en el que la autora hace primero una indagación sobre el origen de la asimetría sexual centrándose en cuatro aspectos: las formas asumidas por la asimetría sexual, la cultura organizada en torno a las nociones superior/inferior, la universalidad del fenómeno y las elaboraciones culturales por parte de la antropología y el etnocentrismo, y, por último, las teorías sobre el origen de la asimetría sexual [1].La segunda parte del texto abreviada es la que conforma este artículo y se basa en la cuestión del poder/dominación masculina.
La denominada antropología libertaria fue la corriente que empezó a investigar el poder como categoría absoluta, haciéndolo emerger del inconsciente cultural en el que se incrustaba, dejando clara su presencia, siempre subya-cente pero determinante para etiquetar el espacio ideo-lógico en el que se desenvuelve la indagación cognitiva.
Nos referimos especialmente a la obra pionera del antropólogo francés Pierre Clastres y a la del ecólogo estadounidense Murray Bookchin. Aun estando todavía lejos de una visión completa y definitiva, sobre todo con respecto al problema de la asimetría sexual, sus ideas han allanado el camino de un análisis lúcidamente libertario de la evolución humana.
La primera dificultad teórica con la que se ha medido la antropología de inspiración libertaria ha sido la necesidad de despejar el terreno de esa visión etnocéntrica tan querida por la cultura occidental que, al proyectar sobre otras sociedades la propia estructura social jerárquica, la eleva a único modelo de sociedad existente y existida. Salir del espacio ideológico del dominio para entender las otras sociedades es el imperativo categórico que ha caracterizado el enfoque metodológico diferente de la antropología libertaria.
Lidiar con la cuestión del poder era un paso obligado si se quería llegar lo más cerca posible de una explicación de la asimetría sexual. Las diferencias sexuales han asumido valores asimétricos en una cultura no igualitaria como la de la sociedad jerárquica y debido a una visión metodológica afectada por el etnocentrismo, esta sociedad, esta cultura y esta asimetría se han convertido en realidades universales.
Es sobre todo en la obra de Clastres donde esta visión sesgada está sometida a una crítica demoledora, que a su vez abre las puertas a un universo desconocido, las sociedades sin dominio. La ausencia de una estructura política formal, organizada y jerárquica había relegado hasta ahora las sociedades primitivas al limbo de las sociedades apolíticas, a un estadio primitivo de la evolución humana, evolución concebida como inevitablemente orientada a la aparición del Estado, símbolo de la madurez política de la especie humana, del nacimiento de la «civilización».
En oposición a esta arrogante concepción evolucionis-ta, Clastres niega el apoliticismo de la sociedad primitiva, demostrando que se trata, por el contrario, de una diferente concepción política. Mientras que, en realidad, las sociedades estatistas «presentan todas ellas la dimensión demediada desconocida para las otras», en las sociedades sin Estado «el poder no está separado de la sociedad» [2]. El poder político, lejos de estar ausente, más bien escapa de la lógica de la coerción propia de la sociedad demediada y recae en manos de la totalidad del cuerpo social.
Se deriva de este análisis de la sociedad primitiva una nueva figura política, paradójicamente denominada por Clastres el «jefe sin poder», es decir, un jefe que no manda, cuya palabra no tiene fuerza de ley. Si el cuerpo social es el ámbito del poder real, en él debemos ver el ámbito del poder virtual. Sin apropiárselo, él personifica el poder social en cuanto controlado por el conjunto de la sociedad, consciente del peligro inherente al dominio y la mediación que logra de ella. El afán de prestigio que mueve al jefe sin poder es mantenido a raya por la sociedad mediante una serie de obligaciones, principalmente una generosidad cercana al autoexpolio económico, que representa la «deuda» que el jefe sin poder ha contraído con la sociedad a causa de su especial función. Por lo tanto, el significado político de esta nueva figura no puede comprenderse recurriendo a la categoría de «dominio», sino más bien a la de «prestigio social», idea a la que volveremos más tarde.
Aplicando esta fundamental distinción conceptual a las sociedades históricas y a las sociedades primitivas identificadas por Clastres, podemos definir las primeras como sociedades del dominio, en las que una parte del cuerpo social se ha asegurado el monopolio del poder, es decir, de la función reguladora social, expropiando a la otra parte y demediando la sociedad. Y podemos definir las segundas, para mejor, como sociedades de la igualdad, en las que el poder está difundido por todo el cuerpo social, que se plantea indiviso. Las unas, sociedades jerárquicas informadas por la relación orden/obedien-cia; las otras, sociedades igualitarias informadas por la relación de reciprocidad.
Una vez definidas estas sociedades como igualitarias, subyace implícitamente que la asimetría sexual que se manifiesta de forma continua, «universal», en las socie-dades del dominio, no es por tanto una característica cul-tural propia de la sociedad igualitaria. Según Bookchin, además, en estas sociedades que él define como orgánicas «no existen conceptos como “igualdad” y “libertad”. Están implícitos en su visión del mundo. Mejor aún, (...) estas nociones faltan por completo» [3]. Existe el concep-to de diversidad, pero no se ordena a lo largo de un eje vertical como en la sociedad jerárquica. Aunque ambas sociedades, las del dominio y las de la igualdad, cumplen con la acción humana por excelencia, en palabras de Mead, «revestir de significados la desnudez de la vida», unas adjudican los valores colocándolos a lo largo de líneas jerárquicas; las otras, en cambio, evalúan a todos y a todas las cosas de acuerdo con su unicidad.
Gracias a la reflexión de Bookchin la visión fragmentaria de las sociedades de la igualdad se sitúa en un sistema orgánico y comprensible que posibilita una primera representación global de esas sociedades. En especial, precisamente con respecto a la relación hombre/mujer, lo que estaba implícito en Clastres en Bookchin deviene argumentado y estructurado.
La imagen de sociedad igualitaria de Bookchin (situada por él históricamente en la época de transición desde la concepción nómada de la vida, típica de los grupos de cazadores-recolectores, hasta la sedentaria de las comunidades dedicadas a la horticultura) es la de una sociedad unida por el pacto de sangre de los lazos naturales que se basa en la igualdad absoluta entre individuos, sexos y categorías de edad; en el usufructo y el principio de reciprocidad; en el rechazo de las relaciones sociales basadas en la coerción; y en el «mínimo irreducible», es decir, el derecho de todo individuo a recibir de la comunidad lo que le permita sobrevivir, cualquiera que sea su aportación a la vida y la riqueza comunitaria. Una sociedad que a la concepción de Homo Economicus propia de nuestra cultura opone el ideal de Homo Collectivus. «Casa» y «mundo» coinciden en la visión de la sociedad orgánica, carente de la fatal brecha entre esfera pública y esfera privada cuya aparición marcará el final de la comunidad una e indivisa. Los dos sexos se presentan soberanos, autónomos e independientes en sus respecti-vas esferas de competencia, establecidas de acuerdo con la fundamental división sexual del trabajo social; división funcional que adquiere un carácter de complementariedad económica exenta de significados positivos o negativos, ya que se adjudica a ambos sexos un papel esencial para la supervivencia de la comunidad.
Fisuras en la sociedad igualitaria que abrieron paso a la sociedad del dominio
Si se han realizado progresos considerables para explicar cómo se ha impuesto el principio jerárquico, o sea, para describir los fenómenos que han marcado el paso de la sociedad igualitaria a la del dominio, estamos aún lejos de dar una respuesta satisfactoria a por qué se ha generado el dominio. Alentador en este sentido es lo que afirma Bertolo de modo incompleto, quien supone que:«(...) el dominio se ha presentado en un momento dado del acontecer humano como ‘mutación cultural’ [...], es decir, en nuestro caso como una innovación cultural que en determinadas condiciones se ha revelado ventajosa para los grupos sociales que la adoptaban en términos de supervivencia, por ejemplo para una mayor eficacia militar, por lo que acababa por imponerse como modelo, por conquista o por imitación defensiva» [4].
Una mutación cultural que invadirá y condicionará lentamente la psicología, el lenguaje, el propio inconsciente del género humano, reformándolos de acuerdo con su principio de desigualdad. Todo papel, comportamiento, persona o cosa adquirirán un valor que decidirá su ubicación en la escala jerárquica. Paradójicamente, es en el seno de la sociedad igualitaria donde debemos mirar para rastrear los orígenes del proceso de transformación social que llevará en última estancia a la afirmación del dominio.
Se pueden identificar al menos cuatro fenómenos que en el curso de los milenios abren nuevas fisuras en la unidad-totalidad de la sociedad igualitaria y logran finalmente resquebrajarla. Todos forman parte del extenso y tormentoso proceso de diferenciación social de la comunidad primigenia una e indivisa de la que surge al final el concepto de individuo opuesto al de colectividad. Un proceso que no lleva necesariamente a la sociedad de la desigualdad, pero que al cruzarse, pongamos por caso, con la «mutación cultural» casual representada por el principio organizativo jerárquico desemboca en la sociedad del dominio que todavía hoy nos caracteriza.
El primer fenómeno es de tipo económico. Debido al aumento demográfico y al incremento de la capacidad productiva se crea la posibilidad de diferentes bienes entre los miembros de la comunidad. El peligro inherente en esta acumulación individual de riqueza es muy claro para la sociedad igualitaria, que busca impedirla conscientemente mediante la práctica del usufructo y del obsequio y el principio de reciprocidad.
Un segundo fenómeno es la progresiva rigidez de los papeles sociales. Basados en el sexo, la edad y el linaje, definen la responsabilidad individual hacia la comunidad y forman parte de la división fundamental del trabajo social que parece caracterizar todas las sociedades humanas. Los orígenes de esta división son inciertos, pero claramente deriva de la exigencia de organizar racionalmente la vida y el trabajo comunitarios. Sin embargo, en todas las culturas la perpetuación durante eras históricas de una misma división de papeles acaba por fijar a los dos sexos en las respectivas esferas de competencia. Así se desencadena un proceso de diferenciación entre ambas que se institucionaliza y se transmite mediante una socialización diversa.
Un tercer fenómeno es la emergencia de una esfera pública distinta de la doméstica. La esfera pública no se forma por partenogénesis, sino por escisión de la esfera que solo ahora podemos definir como doméstica. Como ya hemos dicho, en la sociedad igualitaria coinciden «casa» y «mundo», la sociedad es indivisa; con el desarrollo del proceso de diferenciación esta unidad se parte en dos ámbitos que van alejándose lentamente hasta alcanzar el antagonismo y el desequilibrio que caracterizan a ambas esferas en la sociedad del dominio. Así la «casa» se convierte en el ámbito privado de incumbencia femenina, en ámbito de la naturaleza, de la inmanencia, de lo insustancial; por el contrario, el «mundo» se convierte en el ámbito público de incumbencia masculina, en ámbito de la cultura, de la trascendencia, de lo sustancial.
La escisión de lo público y de lo privado es un proceso que debe ser atentamente estudiado si se quiere dar respuesta a ciertas preguntas cruciales sobre el origen de la asimetría sexual que permanecen de momento sin solución.
El último de los cuatro fenómenos que contribuyen a establecer el proceso de diferenciación social está relacionado con el prestigio social, que expresa bien el deseo de individualidad que está en la base del proceso de diferenciación. Como ha señalado Clastres, se trata de una categoría que, confundida a menudo con la de dominio, impide la comprensión de las sociedades que se desenvuelven fuera de esta lógica.
Se puede definir el prestigio como una valoración distinta y superior atribuida por la sociedad a determinados individuos o determinados roles. Como tal es un «bien posicional», o sea, un privilegio en sí mismo, no conectado sin embargo en la sociedad primitiva y salvaje con otros privilegios sociales (económicos, políticos...). El prestigio individual está ligado a capacidades específicas o dotes personales, mientras que el prestigio de rol conlleva la posesión de las habilidades vinculadas al propio rol. El rasgo principal que permite distinguir con seguridad el dominio del prestigio social es la relación orden/obediencia que informa al primero, pero es ajeno al segundo. Por lo que una asimetría de rol que, siendo informal, implique la relación orden/obediencia pertenece al espacio ideológico del dominio, mientras que toda asimetría de rol que, siendo formal, no implique la relación orden/obediencia pertenece en cambio al espacio ideológico del prestigio social.
Refiriéndonos a la mencionada propuesta definitoria de Bertolo, podríamos decir también que el prestigio individual, que se ejerce mediante relaciones personales, se incluye en la categoría de influencia, pero el prestigio ligado al rol, que se ejerce mediante relaciones funcionales, se incluye en la categoría de autoridad. Aun siendo diferentes e interactuando de manera diferente con el cuerpo social, el prestigio individual y el de rol son dos momentos sucesivos del mismo proceso de individualización. Sin embargo, mientras el primero, que precede en el tiempo al segundo, no implica la fragmentación del orden social igualitario, el otro, que no comporta la absorción y desaparición del prestigio individual, se presenta como su superación, logrando desplazar el prestigio de la persona a la función e institucionalizando de ese modo la diferencia.
La asimetría sexual
Una vez definido a grandes líneas el concepto de prestigio social, veamos cómo se presenta este respecto al problema de la asimetría sexual. Por muy convincente y aceptable que sea la imagen de sociedad igualitaria aquí descrita, hay un elemento en el que es preciso centrar la atención y que necesita de una mayor profundización: cuando el prestigio individual se transforma en prestigio de rol, esos roles se convierten todos en masculinos. Se perfilan entonces dos hipótesis contrapuestas que deben ser examinadas cuidadosamente: o la exclusión de la mujer de estos roles implica por esa misma razón la existencia del dominio, o bien la asimetría sexual se estructura ya en la sociedad de la igualdad y precede a la consolidación del dominio.
De un análisis de la sociedad igualitaria resulta evidente que con el paso del tiempo la mujer va perdiendo prestigio social, mientras el hombre, al contrario, lo va conquistando de forma paralela. De la sociedad una e indivisa en la que el prestigio estaba repartido equitativamente entre todos los miembros de la comunidad, pero en la que la cultura era de signo predominantemente femenino, se llega a una sociedad diferenciada con una cultura de signo principalmente masculino. Si originariamente los primeros grupos que se «inventan» una posición prestigiosa, como las categorías de edad más alta o los chamanes, están compuestos indistintamente por hombres y mujeres, con el tiempo el elemento femenino tiende a desaparecer.
No existe un corte limpio en este proceso de lenta marginación de la mujer, sin embargo, principalmente en las sociedades anteriores a la del dominio, las mujeres desaparecen de los roles que están más valorados. Las figuras sociales que se asientan, el jefe sin poder, el chamán y el guerrero, son de hecho todas masculinas y cuando comience a asentarse la cultura jerárquica la mujer se encontrará excluida ya de esos roles que se apoderarán del poder político, del poder mágico-religioso y del poder militar.
En tanto el prestigio es sobre todo individual los hombres y las mujeres disfrutan de él indistintamente, pero cuando resulta asociado al papel y se formaliza el reparto sexual se vuelve masculino. No obstante, si se acepta la diferencia principal que distingue el dominio del prestigio, es decir, la presencia o la ausencia de la relación orden/obediencia, hay que admitir que no es esta la clase de relación social que dirige las relaciones entre sexos. Es evidente por otra parte que no nos hallamos frente a una situación de perfecta igualdad. Así pues, la segunda hipótesis parece más verosímil. Volviendo una vez más a las definiciones de Bertolo [5], en las socieda-des sin dominio se dan asimetrías sociales de autoridad que no pueden ser asimiladas a la categoría de dominio, pero que asimismo niegan la igualdad social. Y nos parece que la asimetría de autoridad hombre/mujer es de esta clase.
No creemos que la asimetría sexual tenga un único origen, sino que sus fuentes son complejas y ramificadas. La reflexión tiene que dirigirse a la búsqueda de estas numerosas fuentes, su descubrimiento contribuirá sobre todo a dibujar un mapa todavía hoy incompleto: el mapa de la génesis del dominio.
Notas:
[1] Quien esté interesado en la lectura completa del texto puede hacerlo en la web de la revista Libre Pensamiento (http://librepensamiento.org/archivos/4786). Este texto se publicó originalmente con el título «Le fonti del Nilo», revista Volontà, año 37 (1983), nº3 pp. 17-53. Se trataba de una contribución al seminario “El poder y su negación” celebrado en Suiza en julio de 1983.
[2] P. Clastres, Archeologia della violenza e altri scritti di antropologia politica, La Salamandra, Milano, 1982. Hay traducción española de Luciano Padilla López, Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, FCE, Buenos Aires, 2004, p. 3.
[3] M. Bookchin, The Ecology of Freedom, Cheshire Books, Palo lto, CA, 1982, p. 44. Hay traducción española, La ecología de la libertad, Editorial Nossa y Jara, Madre Tierra y Colectivo Los Arenalejos, 1999.
[4] A. Bertolo, «Potere, autorità, dominio: una proposta di definizione», en Volontà, n.º 2, abril-junio, 1983, p. 77. Hay traducción al español a cargo de Heloísa Castellanos en http://periodicoellibertario.blogspot.com/2016/11/poder-autoridad-dominio-una-propuesta.html
[5] A. Bertolo, «Potere, autorità, dominio, p. 66
[Publicado originalmente en la revista Libre Pensamiento # 103, Madrid, verano 2020. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/LP-N%C2%BA-103_WEBl.pdf.]
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