Amedeo Bertolo (1941-2016)
[Nota previa de El Libertario: Como un modesto homenaje al recien fallecido anarquista italiano, reproducimos este ensayo de su autoría.]
En el curso de mis estudios sobre la tecnoburocracia, sobre la autogestión y sobre la utopía (1) se me presentó el problema de una definición del poder. En cada oportunidad daba una definición más o menos explícita, funcional dentro del contexto de esa reflexión en particular: se trataba siempre de definiciones parciales y provisorias cuyo alcance estaba limitado por la exigencia de evitar malentendidos en un discurso centrado sobre otros temas. Sin embargo, el problema de fondo seguía abierto, cada vez más abierto a medida que la reflexión progresaba en amplitud y profundidad (o, al menos, cuando estaba convencido de que esto era así). El hecho es que se trataba, y se trata, si no de desatar, al menos de precisar claramente un nudo conceptual extremadamente complejo – y no sólo sencillamente de ponerse de acuerdo sobre las palabras –, un nudo central dentro del pensamiento anarquista. Paradójicamente, el anarquismo – que puede ser considerado como la crítica más radical de la dominación explicitada hasta el momento, crítica teórica y crítica práctica – no ha producido una teoría del poder más articulada y sutil que las apologías de la dominación.
[Nota previa de El Libertario: Como un modesto homenaje al recien fallecido anarquista italiano, reproducimos este ensayo de su autoría.]
En el curso de mis estudios sobre la tecnoburocracia, sobre la autogestión y sobre la utopía (1) se me presentó el problema de una definición del poder. En cada oportunidad daba una definición más o menos explícita, funcional dentro del contexto de esa reflexión en particular: se trataba siempre de definiciones parciales y provisorias cuyo alcance estaba limitado por la exigencia de evitar malentendidos en un discurso centrado sobre otros temas. Sin embargo, el problema de fondo seguía abierto, cada vez más abierto a medida que la reflexión progresaba en amplitud y profundidad (o, al menos, cuando estaba convencido de que esto era así). El hecho es que se trataba, y se trata, si no de desatar, al menos de precisar claramente un nudo conceptual extremadamente complejo – y no sólo sencillamente de ponerse de acuerdo sobre las palabras –, un nudo central dentro del pensamiento anarquista. Paradójicamente, el anarquismo – que puede ser considerado como la crítica más radical de la dominación explicitada hasta el momento, crítica teórica y crítica práctica – no ha producido una teoría del poder más articulada y sutil que las apologías de la dominación.
Las geniales intuiciones sobre el poder que tuvieron los “padres” del anarquismo no fueron seguidas por una reflexión adecuada a la importancia de las mismas. Intuiciones aún hoy fecundas, por cierto – nuestro, mi anarquismo está enteramente construido en torno de ellas –, pero que desde el punto de vista científico no sobrepasaron el estado de intuiciones y que cien años después corren el serio peligro (uso un eufemismo transparente por “amor a la causa”) de esclerotizarse en fórmulas estereotipadas, en creencias, en tabúes, perdiendo gran parte de su utilidad como hipótesis fundamentales de trabajo para la interpretación y la transformación de la realidad. Las intuiciones se esclerotizan y la relativa falta de precisión terminológica y conceptual, inevitable y tal vez necesaria en los primeros desarrollos de la reflexión, se convierten en obstáculo para el progreso del pensamiento y de la acción, fuente de injustificables “ortodoxias” y, por lo tanto, de injustificables “herejías”, de inmovilismo tradicional y de tonterías “innovadoras”, de discusiones semánticas y de impotencia social. Puede servir de consuelo a los anarquistas el saber que ni siquiera la ciencia oficial ha aportado mucha claridad en este último siglo sobre este conjunto de “cosas” (relaciones, comportamientos, estructuras sociales...) que están encasilladas como poder (o como autoridad o como dominio).
Aunque el poder es no sólo un elemento central de la crítica anarquista a lo que existe sino también elemento indiscutiblemente central de todo sistema de pensamiento sociológico y político (2), el concepto de poder es actualmente uno de los más controvertidos, pero al mismo tiempo uno de los menos debatidos, categoría casi excluida del campo de aplicación de aquella sutileza analítica que enorgullece a las academias. Si los análisis del poder son sofisticados, lo son más en el sentido negativo de falsificación que en el positivo de refinamiento. Como es fácil verificar aun con una rápida lectura de alguna literatura sobre el tema, no sólo existe una discreta confusión terminológica (un caso ejemplar es el de Weber cuyo término Herrschaft ha sido traducido al italiano ya sea como poder ya como autoridad), sino también una gran imprecisión conceptual. Además, en cuanto a la interpretación-justificación de las funciones y de la génesis del poder, las academias no parecen haber ido más allá que Hobbes o Locke, e incluso que Platón o Aristóteles.
El consuelo es escaso. En primer lugar, porque la ciencia dominante puede muy bien permitirse el lujo de ser poco convincente en el plano puramente lógico, porque tiene para sí la fuerza de las cosas, es decir, de lo existente, y del imaginario inconsciente que por debajo de él lo estructura y es estructurado por él. En segundo lugar, una cierta confusión le es funcional, porque precisamente hace difícil, si no imposible, la identificación teórica y la destrucción práctica de la dominación social. Por el contrario, el pensamiento anarquista debe alcanzar la mayor claridad posible, si quiere, como es el caso, ser una ciencia subversiva, o sea, un instrumento para conocer y comprender y subvertir lo existente.
El presente escrito – a la vez modesta y ambiciosamente – propone algunas definiciones que según el autor podrían hacer no sólo más enriquecedor el debate entre los anarquistas, sino también menos ardua la confrontación entre anarquistas y no anarquistas, que de otro modo corre el riesgo de seguir siendo un diálogo de sordos. Está claro que el trabajo de definición está dirigido no tanto a los términos cuanto a los conceptos que están detrás de los términos y a los contenidos que están detrás de los conceptos. Me explico. El signo gráfico (y vocal) “casa” puede señalar el concepto “abrigo artificial”, pero detrás de este concepto los contenidos pueden variar desde la cabaña hasta el rascacielos. En este trabajo, sin embargo, me limitaré a una definición en grandes categorías de contenidos (y de conceptos) útiles para una primera y provisoria respuesta a la pregunta siguiente: detrás de lo que lleva la etiqueta de poder, ¿cuánto hay de funciones sociales universales y cuánto de funciones propias a una relación de dominación?
La costumbre, no sólo académica, es comenzar un discurso de definiciones semánticas con: 1) un punto de vista etimológico y/o 2) un punto de vista histórico. En el caso específico ambos nos serán de escasa utilidad. La etimología de los tres términos de que nos vamos a ocupar es demasiado lejana en el tiempo para ser algo más que arqueología lingüística y además dos de los tres vocablos tienen un significado originario muy semejante (3). En cuanto al uso histórico de dichos términos se puede observar una tal polivalencia y una recíproca intercambiabilidad en el tiempo que hacen el análisis irrelevante para nuestros fines (4).
Bastante sintéticamente, todo lo que podemos sacar en conclusión sobre el origen y el empleo en el transcurso del tiempo – en contextos socioeconómicos diferentes de las palabras-clave de esta reflexión –, es que, si imaginamos un espectro de significados que va de un polo positivo a un polo negativo, con referencia a los valores (anarquistas, pero no únicamente) de libertad e igualdad, el término autoridad se sitúa más bien en un punto medio de neutralidad, gracias a su peculiar polisemia que le permite variar el uso entre el “poder hacer” y el “poder hacer hacer”.
Para nuestros fines, es de escasa utilidad el examen del uso de los tres términos por parte de los anarquistas (con toda seguridad es más útil un examen de los conceptos y de los contenidos que ellos engloban). Ya sea en los textos “clásicos” o en los contemporáneos, en las reflexiones o en la propaganda, poder/autoridad/dominación son utilizados como sinónimos (o sea, con un contenido negativo). Es verdad que una cierta diversificación, más o menos explícita, entre autoridad y poder es probablemente identificable. Pero no es unívoca. Por ejemplo, para Proudhon el poder es una fuerza colectiva, mientras que la autoridad es alienación, apropiación monopólica de esa fuerza colectiva (5) (pero también usa el término “poder político” para definir esta expropiación de potencia social). Para Proudhon, entonces, autoridad sería un término negativo mientras que poder sería o podría ser un término neutro. Por el contrario Bakunin reconoce una autoridad “neutral” (6). Más aún, desde los clásicos hasta los contemporáneos Giovanni Baldelli atribuye un significado decisivamente positivo a la palabra “autoridad” (7) que él emplea en el sentido de influencia moral e intelectual.
Un poco (aunque no mucho) más significativo es el examen del uso actual de los tres términos, ya sea en el lenguaje común, ya en el lenguaje científico. En el lenguaje común, ambos adjetivos, “autorevole” (autorizado, influyente) y “autoritario”, señalan el uso, positivo, o negativo, del sustantivo “autoridad” del cual derivan, sustantivo que puede indicar ya sea un rol político de poder, ya una competencia particular o una superioridad moral. Siempre dentro del lenguaje corriente, el término poder cubre todo el espacio comprendido entre la capacidad de ser o de hacer y la estructura social jerárquica. Sólo la palabra dominación es casi unívocamente utilizada en el sentido de poder imponer ad altri (por derecho o de hecho) la propia voluntad, con instrumentos de coerción, físicos o psíquicos. Aun en el lenguaje de las ciencias sociales el término dominación (y los adjetivos y verbos correlativos) aparece menos polivalente que autoridad y poder. Tal vez debido al difuso valor emotivo negativo que tiene en el uso corriente, es empleado rara vez o bien es empleado con un juicio de mérito explícito, negativo en este caso (8).
En cuanto a las definiciones de autoridad y poder, hay de todo y para todos los gustos. Lo que unos llaman autoridad otros llaman influencia o prestigio, o bien – con otros contenidos – lo que unos llaman autoridad otros llaman poder legítimo o formal... (9). A nuestro parecer, es entonces necesario retomar la tentativa de definición a partir de una identificación de los conceptos y de los contenidos, aunque, naturalmente, esta manera de proceder implica algunas dificultades de léxico que trataremos de superar en ciertos casos con un uso “intuitivo” (en el contexto) de algunos términos; en otros, con perífrasis más o menos elegantes, otras veces anticipando en el uso definiciones ulteriores. También haré uso de una “banalidad”, es decir, de los conceptos considerados obvios por los anarquistas o bien archisabidos y ampliamente aceptados en el ámbito del pensamiento científico: de la combinación inusual de diferentes banalidades puede salir algo nuevo.
Veámoslo globalmente (pero no superficialmente). La libertad individual, en el sentido de la posibilidad de elección entre diferentes comportamientos, no es (ni lo ha sido ni lo será nunca) ilimitada. Ella tiene lugar en presencia de límites y vínculos, naturales y culturales. La elección sólo puede tener lugar entre posibilidades determinadas. Sobre este punto están de acuerdo hasta esos fanáticos de la libertad que son los anarquistas (con la excepción, tal vez – pero más aparente que real –, de algún individualista fanático). Sin embargo, esta definición es incompleta y reenvía a un nivel más alto de libertad, paradójicamente a causa de la atribución de vínculos determinantes del comportamiento individual.
Me explico. No me interesa considerar aquí los límites naturales (internos y externos), porque éstos delimitan el campo de lo posible más bien que determinan el comportamiento y porque son, por lo tanto, irrelevantes para el presente discurso. Por ejemplo, es cierto que la fisiología y la anatomía limitan la frecuencia y la forma del acoplamiento, pero los determinantes que, dentro de estos límites, pueden inducir (e inducen) modelos específicos de comportamiento erótico son culturales. Otro ejemplo: en el juego de ajedrez, el tablero puede representar los límites naturales (en realidad las sesenta y cuatro casillas son obviamente un límite artificial, forman parte de las reglas, pero imaginémoslas como datos de la naturaleza), las reglas del juego representan la determinación cultural (el alfil sólo puede moverse en diagonal, etc.), cada movimiento del jugador expresa la libertad como elección entre determinadas posibilidades. Lo que me interesa tomar en cuenta aquí son justamente las determinaciones culturales. Los dos elementos cuya interacción determina – de diferente manera pero siempre ampliamente – el comportamiento animal, el instinto y el ambiente, no desempeñan un papel análogo en ese extraño animal que es el hombre.
El hombre no conoce el instinto en sentido estricto (es decir, respuestas de comportamiento precisas, heredadas genéticamente, frente a estímulos ambientales dados), sino a lo sumo rastros o residuos de instinto de escaso o nulo significado social, tal como el instinto de mamar del neonato, o bien pseudoinstintos, como el “instinto” sexual, que es en verdad una necesidad cultural cuya satisfacción (es decir, las conductas, una secuencia compleja de actos) no reviste una forma determinada. Además, para el hombre, el “ambiente” es más cultural que natural, no sólo y no tanto en el sentido de que él ha transformado y transforma la naturaleza, como en el sentido de que el ambiente del ser humano está constituido por relaciones con otros hombres y que las relaciones con el mundo de “los objetos” pasan por la mediación simbólica.
El hombre ha perdido a lo largo del camino evolutivo de la “hominización” las determinaciones instintuales y las ha sustituido por determinaciones culturales, o sea, por normas, reglas, códigos de comunicación y de interacción. Justamente en esta sustitución reside la específica libertad humana en su más alto nivel: la autodeterminación. En realidad, las determinaciones culturales no le son dadas al hombre (ya sea por Dios o la Naturaleza): es el hombre quien se las da a sí mismo. Las normas no son el simple reflejo de necesidades naturales, sino la creación de necesidades arbitrarias. Es decir, la producción de normas es necesaria, puesto que está “escrita” en la naturaleza humana (en la paradójica libertad del hombre que le “impone” el autodeterminarse), pero los contenidos particulares de las normas mismas no son necesarios. El hombre debe producir normas, pero puede producir las normas que quiera. La producción de normas es entonces la operación central, fundamental, de la sociedad humana, la producción de sociabilidad y por lo tanto de “humanidad”, dado que el hombre no existe, en cuanto hombre, como producto cultural, sino como producto social.
La función de crear y recrear la sociabilidad inventando, transmitiendo y modificando normas es por definición una función colectiva (del género humano, o sea, concretamente, de los grupos y subgrupos que lo constituyen). Por definición, puesto que no existe un código individual de comunicación, no existe una norma individual de interacción social. Por lo tanto, en el mismo momento en que la determinación cultural define la más alta expresión de la libertad del hombre, la facultad de autodeterminarse, también abre una permanente asimetría entre el individuo y la colectividad, por la cual el individuo singular siempre está más determinado por la sociedad de lo que él pueda determinarla. El hombre produce la sociedad colectivamente, pero es modelado por ella individualmente.
La producción de normas implica obviamente la aplicación de dichas normas (una regla que no se aplica no es una regla). Por otra parte, dado que la norma no posee de por sí la fuerza necesaria propia de los mecanismos bioquímicos, instintuales, normalmente basta con el consenso general (por otro lado poco frecuente, salvo en el caso de ciertas normas en algunas sociedades muy homogéneas y estáticas) para darle la fuerza necesaria y la sanción interviene para hacer que la adhesión a la norma sea al menos estadísticamente probable si es que no universal e indubitable. Cada grupo y subgrupo humano produce así modelos de conducta y, correlativamente, sanciones para inducir a los miembros a conformarse a esos modelos, sanciones tanto más severas cuanto la norma en juego es considerada fundamental para el grupo.
Como lo señalan Lasswell y Kaplan en la obra ya citada, las sanciones son severas “en términos de los valores prevalecientes en la cultura del grupo tomado en cuenta. No hay duda que la violencia representa un caso extremo de severidad de las sanciones, aunque en numerosas situaciones el deshonor – vale decir el retiro drástico del respeto – puede desempeñar un papel aún más importante”. Una sanción es severa si es concebida como tal en el imaginario colectivo del grupo considerado. Esto mismo vale, naturalmente, para la gravedad de la infracción.
Es bien sabido que el mismo comportamiento puede ser juzgado y sancionado de manera distinta en diferentes contextos culturales. Un eructo ruidoso puede ser considerado como una infracción leve y ser sancionado con una ligera desaprobación o bien ser considerado como una infracción grave y dar lugar a una sanción relativamente severa (por ejemplo, la expulsión de un club selecto), o también, inversamente, puede ser juzgado positivamente y dar lugar a una sanción “positiva” (risas, felicitaciones...). Además hay que tener presente que hay sanciones positivas (reconocimiento social, estima) que refuerzan comportamientos aprobados, además de las sanciones negativas que desalientan las conductas estigmatizadas. Inversamente, es concebible una sociedad en la cual las determinaciones de los comportamientos individuales sean debidas sólo al uso de las sanciones positivas (se puede, no obstante, hacer la hipótesis, en este caso, de que la ausencia de sanciones positivas constituye una sanción negativa).
La producción y la aplicación de normas y sanciones definen entonces la función de regulación social, una función para la cual propongo el término poder (10). Hemos definido así el poder como una función social “neutra” e incluso necesaria, no sólo para la existencia de la sociedad, de la cultura y del hombre, sino también para el ejercicio de aquella libertad vista como elección entre posibilidades determinadas, que tomamos como punto de partida de nuestro discurso. La ausencia de determinaciones culturales significaría en realidad “un vacío” sin sentido (en el significado literal de estar privado de significación), en el cual no habría elección, sino pura casualidad. La libertad como elección puede ejercitarse sólo en presencia de determinaciones, del mismo modo que la fricción del aire es necesaria para el vuelo del pájaro.
Sin embargo, el hecho de que el comportamiento humano no pueda ser absolutamente indeterminado – ni, afortunadamente, absolutamente determinado (11) – y que la determinación cultural de la conducta humana sea no sólo inevitable, sino incluso expresión de su libertad, no significa que las formas y los contenidos de la función social reguladora sean neutros con respecto a la libertad en sí. Para la libertad como elección es de importancia fundamental la amplitud de los intersticios de la “red” que la determina y su elasticidad y su modificabilidad, porque el individuo es tanto más libre, en este sentido, cuanto mayores son las posibilidades que la red deja abiertas. Y es de una importancia igualmente fundamental para la libertad como autodeterminación el nivel de participación en el proceso de regulación, porque el individuo es tanto más libre, en este otro sentido, cuanto mayor es su acceso al poder. Un acceso al poder igual para todos los miembros de una sociedad es, entonces, la primera e ineludible condición de una libertad igual para todos. Condición necesaria pero no suficiente para una libertad igual, como ya dijimos, para un alto nivel de libertad de cada uno. El poder puede muy bien ser oprimente de igual manera para todos y seguir siendo opresivo. Existen ejemplos de sociedades “primitivas” en las cuales, grosso modo, el acceso al poder es igual para todos, pero en las cuales las determinaciones conductuales son tan generalizadas y/o tradicionalmente inmodificables que crean una situación de “totalitarismo” social difuso.
Una situación de “poder igual para todos” no sólo es concebible sino que está realmente documentada por más de una investigación antropológica. Está por cierto muy lejos de constituir lo más habitual, geográfica e históricamente. La situación más común, de lejos, es la de sistemas sociales en los cuales la función de regulación no está ejercida por la colectividad sobre sí misma, sino por una parte de la colectividad (generalmente, pero no necesariamente, una pequeña minoría) sobre otra (generalmente, la gran mayoría); o sea, sistemas en los que el acceso al poder es monopolio de una parte de la sociedad (individuos, grupos, clases, castas...).
La función de crear y recrear la sociabilidad inventando, transmitiendo y modificando normas es por definición una función colectiva (del género humano, o sea, concretamente, de los grupos y subgrupos que lo constituyen). Por definición, puesto que no existe un código individual de comunicación, no existe una norma individual de interacción social. Por lo tanto, en el mismo momento en que la determinación cultural define la más alta expresión de la libertad del hombre, la facultad de autodeterminarse, también abre una permanente asimetría entre el individuo y la colectividad, por la cual el individuo singular siempre está más determinado por la sociedad de lo que él pueda determinarla. El hombre produce la sociedad colectivamente, pero es modelado por ella individualmente.
La producción de normas implica obviamente la aplicación de dichas normas (una regla que no se aplica no es una regla). Por otra parte, dado que la norma no posee de por sí la fuerza necesaria propia de los mecanismos bioquímicos, instintuales, normalmente basta con el consenso general (por otro lado poco frecuente, salvo en el caso de ciertas normas en algunas sociedades muy homogéneas y estáticas) para darle la fuerza necesaria y la sanción interviene para hacer que la adhesión a la norma sea al menos estadísticamente probable si es que no universal e indubitable. Cada grupo y subgrupo humano produce así modelos de conducta y, correlativamente, sanciones para inducir a los miembros a conformarse a esos modelos, sanciones tanto más severas cuanto la norma en juego es considerada fundamental para el grupo.
Como lo señalan Lasswell y Kaplan en la obra ya citada, las sanciones son severas “en términos de los valores prevalecientes en la cultura del grupo tomado en cuenta. No hay duda que la violencia representa un caso extremo de severidad de las sanciones, aunque en numerosas situaciones el deshonor – vale decir el retiro drástico del respeto – puede desempeñar un papel aún más importante”. Una sanción es severa si es concebida como tal en el imaginario colectivo del grupo considerado. Esto mismo vale, naturalmente, para la gravedad de la infracción.
Es bien sabido que el mismo comportamiento puede ser juzgado y sancionado de manera distinta en diferentes contextos culturales. Un eructo ruidoso puede ser considerado como una infracción leve y ser sancionado con una ligera desaprobación o bien ser considerado como una infracción grave y dar lugar a una sanción relativamente severa (por ejemplo, la expulsión de un club selecto), o también, inversamente, puede ser juzgado positivamente y dar lugar a una sanción “positiva” (risas, felicitaciones...). Además hay que tener presente que hay sanciones positivas (reconocimiento social, estima) que refuerzan comportamientos aprobados, además de las sanciones negativas que desalientan las conductas estigmatizadas. Inversamente, es concebible una sociedad en la cual las determinaciones de los comportamientos individuales sean debidas sólo al uso de las sanciones positivas (se puede, no obstante, hacer la hipótesis, en este caso, de que la ausencia de sanciones positivas constituye una sanción negativa).
La producción y la aplicación de normas y sanciones definen entonces la función de regulación social, una función para la cual propongo el término poder (10). Hemos definido así el poder como una función social “neutra” e incluso necesaria, no sólo para la existencia de la sociedad, de la cultura y del hombre, sino también para el ejercicio de aquella libertad vista como elección entre posibilidades determinadas, que tomamos como punto de partida de nuestro discurso. La ausencia de determinaciones culturales significaría en realidad “un vacío” sin sentido (en el significado literal de estar privado de significación), en el cual no habría elección, sino pura casualidad. La libertad como elección puede ejercitarse sólo en presencia de determinaciones, del mismo modo que la fricción del aire es necesaria para el vuelo del pájaro.
Sin embargo, el hecho de que el comportamiento humano no pueda ser absolutamente indeterminado – ni, afortunadamente, absolutamente determinado (11) – y que la determinación cultural de la conducta humana sea no sólo inevitable, sino incluso expresión de su libertad, no significa que las formas y los contenidos de la función social reguladora sean neutros con respecto a la libertad en sí. Para la libertad como elección es de importancia fundamental la amplitud de los intersticios de la “red” que la determina y su elasticidad y su modificabilidad, porque el individuo es tanto más libre, en este sentido, cuanto mayores son las posibilidades que la red deja abiertas. Y es de una importancia igualmente fundamental para la libertad como autodeterminación el nivel de participación en el proceso de regulación, porque el individuo es tanto más libre, en este otro sentido, cuanto mayor es su acceso al poder. Un acceso al poder igual para todos los miembros de una sociedad es, entonces, la primera e ineludible condición de una libertad igual para todos. Condición necesaria pero no suficiente para una libertad igual, como ya dijimos, para un alto nivel de libertad de cada uno. El poder puede muy bien ser oprimente de igual manera para todos y seguir siendo opresivo. Existen ejemplos de sociedades “primitivas” en las cuales, grosso modo, el acceso al poder es igual para todos, pero en las cuales las determinaciones conductuales son tan generalizadas y/o tradicionalmente inmodificables que crean una situación de “totalitarismo” social difuso.
Una situación de “poder igual para todos” no sólo es concebible sino que está realmente documentada por más de una investigación antropológica. Está por cierto muy lejos de constituir lo más habitual, geográfica e históricamente. La situación más común, de lejos, es la de sistemas sociales en los cuales la función de regulación no está ejercida por la colectividad sobre sí misma, sino por una parte de la colectividad (generalmente, pero no necesariamente, una pequeña minoría) sobre otra (generalmente, la gran mayoría); o sea, sistemas en los que el acceso al poder es monopolio de una parte de la sociedad (individuos, grupos, clases, castas...).
Tenemos aquí otra categoría conceptual que podemos llamar dominación. La dominación define entonces las relaciones entre desiguales – desiguales en términos de poder, o sea, de libertad – define las situaciones de supraordinación/subordinación; define los sistemas de asimetría permanente entre grupos sociales. La relación de dominación se concreta típicamente en relaciones de mando/obediencia, en las cuales el mando tiene un contenido de regulación del comportamiento del que obedece. La relación mando/obediencia no se da por la función de regulación en sí, ella exige una atención explícita. No se “obedece”, en sentido lato, una norma (por ejemplo, la norma de no matar o de conducir los vehículos por el lado derecho de la calle), se respeta una norma. Se obedece a un mando, es decir, a la forma en que se presenta la norma dentro de un sistema de dominación. El hecho de que se imagine el respeto de la norma en términos de obediencia es un efecto de la función de expropiación de la función de regulación ejercida por una minoría que debe imponer la norma al resto de la sociedad: debe imponerla tanto más explícitamente cuanto menor es la participación, real o ficticia, en el poder.
Si la norma social, a fin de que la determinación cultural pueda darle no sólo sentido, sino regularidad y predictibilidad al comportamiento, tiene por naturaleza un contenido coactivo, o sea que las conductas sociales relevantes se deben adecuar a ella para que se pueda hablar de norma social, ella deviene coercitiva en situaciones de dominación, o sea, impuesta y articulada en una cadena jerárquica de subordinación, a lo largo de la cual se distribuye una regla general: el mando/obediencia como relación social fundamental. “Desde sus orígenes”, escribe Clastres en la obra citada, “nuestra cultura piensa el poder político en términos de relaciones jerárquicas y autoritarias de mando/obediencia. Toda forma, real o posible, de poderes es, en consecuencia, reductible a esta relación privilegiada que expresa a priori su esencia (pág. 16). Pero: “Si hay algo impensable para un amerindio es la idea de dar una orden o tener que obedecer, salvo en circunstancias particulares” (pág. 13). “El modelo del poder coercitivo no es entonces aceptado más que en circunstancias excepcionales, cuando el grupo debe afrontar una amenaza externa... El poder normal, civil, basado no en la constricción sino en el consensum omnium, es así de naturaleza pacífica” (pág. 27).
También Evans-Pritchard describe una cultura (los nuer, del Bajo Sudán) en la que no se concibe la obediencia, mandar es una ofensa, nadie obedece a nadie. Se trata, ciertamente, no por azar, de una sociedad en la cual la función reguladora es una función colectiva, donde “la palabra del jefe no tiene fuerza de ley”, donde el jefe puede ser “árbitro” y expresar una opinión autorizada (véase, más adelante, el párrafo sobre autoridad e influencia), pero no puede ser juez y aplicar sanciones; Y hasta los amba, de los cuales se ocupa Dahrendorf (12) en su tentativa de demostrar la universalidad de las “estructuras de autoridad” (entendiendo por estructura de autoridad, con una desenvoltura que contradice su habitual seriedad, ya sea lo que yo he llamado poder, ya lo que he llamado dominación) como los nuer, los tupinambá, los guaraní... justamente la no universalidad de la dominación, demuestran que la función reguladora no necesariamente debe asumir la forma coercitiva de la jerarquía y de la relación mando/obediencia (13). La dominación, como ya se ha dicho, pertenece de manera privilegiada a la esfera del poder.
Los que detentan la dominación se reservan el control del proceso de producción de la sociabilidad, expropiándoselo a los otros. El fenómeno es similar al de la posesión privilegiada de los medios de producción material no estando ambos necesariamente ligados (14), aunque más grave, ya que concierne a la propia naturaleza humana: la dominación es negación de humanidad para todos los expropiados, para todos los excluidos de los roles dominantes de la estructura social. El poder entendido como función reguladora de la sociedad no es la única forma de determinación cultural de los comportamientos. Existe una amplia gama de relaciones asimétricas entre los individuos dentro de la cual algunas elecciones de comportamiento son total o parcialmente determinadas por opiniones o decisiones a las que se les ha atribuido un peso particular, determinante.
Se trata de relaciones, personales o funcionales, entendiendo por personales aquellas en las cuales los sujetos interactúan en tanto personas y funcionales aquellas en las cuales los sujetos interactúan con base en roles que definen funciones sociales (la distinción, como de costumbre, es en parte arbitraria, dado que todas las relaciones personales son en alguna medida interacciones de roles y viceversa). En el caso de las relaciones personales podemos definir la asimetría como influencia; en el caso de las relaciones funcionales podemos definir la asimetría como autoridad. En el primer caso la asimetría es atribuible a diferencias individuales de tipo caracterológico, moral, intelectual, por las cuales una personalidad resulta de alguna manera más “fuerte” que otra y la influencia más de lo que es influida (15).
En el segundo caso se trata de una especie de delegación de la decisión ligada con las expectativas de rol, justificada (explícita o implícitamente) por la “competencia”. La ambivalencia del término (que significa ya sea capacidad, ya ámbito de decisión) se adecua bien con el carácter ambivalente de la asimetría en la capacidad y la facultad de decisión, típicos de una compleja división social del trabajo en funciones y roles diferenciados (16). Ahora bien, la influencia, o la autoridad, así definidas, no implican necesariamente la asimetría social permanente. Es perfectamente imaginable un sistema social en el cual, a partir de una multiplicidad de relaciones singulares, asimétricas, cada sujeto obtenga un equilibrio global igual a cero en materia de influencia y autoridad (o al menos de esta última, que está conceptualmente más próxima del poder y por lo tanto, virtualmente, de la dominación).
La asimetría padre/hijo se recompone para cada individuo, en el arco de la vida, en un ciclo “igualitario”; la asimetría de las competencias profesionales puede recomponerse para los individuos que ejercitan las diversas profesiones dentro del conjunto de las prestaciones recíprocas; una función de coordinación puede rotar..., la autoridad de la competencia no niega la libertad del que voluntaria y críticamente la acepta, puede incluso ser complementaria, evitándose la dispersión en una multitud de direcciones insignificantes: simplificando un gran número de elecciones individuales se logra “concentrar” la libertad sobre las elecciones que el individuo considera verdaderamente como importantes (para él y no las que los otros consideran importantes para él, por supuesto). Análogamente, no participar, o participar pasivamente, por propia elección en tal o cual proceso decisional social (que no es lo mismo que haber sido excluido), permite participar plenamente en aquellos procesos decisionales que le interesan más. Sin embargo, es cierto que en una sociedad en la cual la división del trabajo social está organizada de manera jerárquica, existe necesariamente una correspondencia jerárquica de autoridad y por lo tanto una asimetría permanente entre los que ostentan los diversos roles. Y también es cierto que ciertos roles son “autoritarios” (productores, generadores de autoridad) en cuanto articulaciones del poder social regulador, y por lo tanto, en un sistema de dominación, son articulaciones jerárquicas de la dominación en sí y luego, por “definición”, permanentemente asimétricos. De esta manera las diversidades de roles se transforman en desigualdades sociales.
De la misma manera, la presencia de la dominación como categoría central del imaginario social determina asimetrías de influencia permanentes, dado que hasta las relaciones personales son concebidas en términos jerárquicos de dominación. De este modo, aun las diferencias individuales remiten a la desigualdad social. Entonces, ese tipo de relaciones que aquí habíamos llamado influencia y autoridad pueden – in abstracto – ser categorías “neutras”, pero en la realidad de las sociedades de dominación existentes se cargan con un valor más o menos acentuado de la dominación y a menudo llegan a plasmarse de hecho en relaciones de mando/obediencia.
Resumiendo. He identificado cuatro categorías conceptuales que en el lenguaje corriente y científico son o pueden ser englobadas en el mismo término: poder. He propuesto conservar este término sólo para definir la primera de las categorías identificadas: la función social de regulación, el conjunto de los procesos con los que una sociedad se regula produciendo normas, aplicándolas, haciéndolas respetar. Si esta función es ejercida sólo por una parte de la sociedad, si el poder es entonces monopolio de un sector privilegiado (dominante), esto da lugar a otra categoría, a un conjunto de relaciones jerárquicas de mando/obediencia que yo propongo llamar dominación.
Propongo, finalmente, llamar autoridad a las asimetrías de competencia que determinan asimetrías de determinaciones recíprocas entre los individuos e influencia a las asimetrías debidas a características personales. Repito que lo que me interesa no es la parte terminológica formal de las definiciones propuestas, sino la parte sustancial, de identificación conceptual. No es tan importante el nombre que damos a los colores (aunque para comprenderse rápidamente y sin muchos circunloquios es útil ponerse de acuerdo sobre los nombres) como el concordar sobre la existencia de los diferentes colores, correspondientes a las diversas frecuencias en la banda visible de la luz. Lo que propongo es una primera diferenciación e identificación de los cuatro grupos de contenidos, funcionales en un análisis general de los fenómenos sociales. Diferenciaciones ulteriores o diferentes (correspondientes a varias formas y contenidos del poder, de la dominación, de la autoridad) son necesarias para análisis particulares y/o más profundos, naturalmente, pero para una primera aproximación anárquica del problema creo que las cuatro categorías pueden ser suficientes. En todo caso, me parece necesaria la diferenciación entre la categoría que he llamado poder y la que he llamado dominación.
Es una diferencia cualitativa fundamental que los anarquistas, más o menos claramente, han percibido siempre (por ejemplo, cuando hacen la diferencia entre sociedad y Estado): éste es el núcleo de la intuición central del pensamiento anarquista. Sin embargo, no siempre han sabido explicitar esta diferencia en el análisis, identificando claramente las dos categorías conceptuales. Esto ha llevado a los anarquistas a notables aberraciones teóricas y prácticas, en direcciones opuestas (por ejemplo, teorizar y practicar el rechazo de toda norma y de toda sanción, o bien – como durante la revolución española, con la participación en el gobierno republicano – practicar y semiteorizar la dominación). Los pensadores no anarquistas se han demostrado habitualmente incapaces hasta de percibir la diferencia entre poder y dominación y, por lo tanto, no han sabido o querido explicitarla en una diferenciación conceptual y terminológica. Pero, como decíamos, este no es un defecto en ellos dada su función institucional de racionalidad ejercida en el interior de una ideología de dominación. Como ya lo dije, lo que he hecho aquí no es más que una propuesta de identificación conceptual que de definición terminológica. Por lo tanto, desearía que la discusión da – cosa que espero vivamente – se refiera más a los conceptos que a los términos. Me gustaría que se analizaran críticamente los contenidos y los conceptos de las categorías propuestas y que se me discutiera, por ejemplo, que si una norma debe ser respaldada con sanciones severas no se trata “simplemente” de poder, sino que tienen una naturaleza de dominación; o bien que es inútil – en este nivel de la reflexión – distinguir entre lo que he llamado influencia y lo que llamo autoridad; o bien que sería útil hacer la distinción entre las asimetrías de capacidad efectiva y las de competencia formal...
Sin embargo, creo que vale la pena consagrar algunas palabras también a la proposición terminológica, que se presenta “delicada” entre los anarquistas, en la medida en que uso dos etiquetas (“poder” y “autoridad”) que para los anarquistas no son neutras, para referirme a conceptos y contenidos que son –o al menos a mí me parecen– neutros. Como decía al comienzo de este artículo, los anarquistas utilizan los términos poder, dominio y autoridad – sobre todo los dos primeros – como sinónimos y con una connotación negativa obvia (significan esa “arquía” que ellos niegan y combaten). ¿Por qué, entonces, proponer un uso anárquicamente neutro de poder y autoridad? Un poco con la intención de “provocar” para atraer la atención sobre el contenido del discurso por medio de un pequeño escándalo de léxico, para subrayar lo que a mí me parece una novedad (¿grande?, ¿chica?) conceptual con una novedad lingüística. Y también porque me parece absurdo que nuestro lenguaje, el lenguaje anarquista, tenga tres términos para un solo concepto y ninguno para los otros dos. Pero sobre todo porque creo que lo que el lenguaje de los especialistas y el lenguaje común definen como poder y como autoridad corresponden a lo que yo he definido como poder y como autoridad, más la dominación. O sea, que si al poder y a la autoridad le sustraemos la dominación, haciendo de ella una categoría aparte, conceptualmente diferente, aunque en todas las sociedades existentes (salvo en formas residuales de sociedades primitivas) está de hecho superpuesta a las otras dos, restan ese tipo de relaciones que he propuesto llamar poder y autoridad. Por otra parte, ningún anarquista usaría positivamente el término “impotencia” (política, social, económica...) como sinónimo de ausencia de dominación, porque el poder con respecto al cual esta palabra señala la ausencia tiene la connotación positiva de “poder hacer”, de ejercitar la propia libertad (17). Y estoy seguro que a muchos anarquistas la expresión “poder de todos” (18) no les parece herética, porque en este caso se entiende por poder la facultad decisional individual y/o la participación en los procesos sociales de decisión...
Dejemos de lado la cuestión nominal y volvamos a la cuestión sustancial. ¿Cuál es, para el pensamiento anarquista, la utilidad de la definición conceptual propuesta? Ésta (u otra definición que distinga dos o tres colores en la banda indiferenciada o mal diferenciada que es el poder) permite concebir mejor y expresar la negación central de la filosofía anarquista (o sea, de la interpretación anarquista del mundo) y por lo tanto la afirmación central de su valor fundante: la libertad. Además, esta definición permite formular mejor la infinidad de problemas de la ciencia anarquista, de la ciencia que estudia ya sea las “leyes” (la uniformidad, las relaciones que se repiten constantemente, los nexos causales, las condiciones necesarias) de la dominación, o las “leyes” de la libertad. Veamos algunos ejemplos. En política, ella nos permite pensar con mayor claridad la distancia entre la norma y la ley, poner en evidencia la diferencia sustancial entre la libertad de los liberales y la libertad de los anarquistas, analizar los procesos decisionales sociales, enriquecer críticamente todo lo “ya dicho” sobre las asambleas, la rotación de las tareas, la delegación, el mandato revocable, etc. Por el contrario, no es exagerado recordar que esta definición, o cualquiera que diferencie la función reguladora de su posesión privilegiada, será forzosamente el punto de partida para pensar en una ciencia política anarquista (y para pensar en un “derecho” anarquista). No es verdad que los anarquistas hayan generalmente rechazado la “política”, considerándola como ciencia y práctica del poder e identificando el poder con la dominación (esta superposición es, por otra parte, la regla de las sociedades existentes).
En sociología está definición puede servir para distinguir mejor entre diferencia y desigualdad de los individuos, roles y categorías sociales; puede ser útil para individualizar los mecanismos y las instituciones de la dominación, aislándolos o diferenciándolos de las estructuras de poder; puede aclarar de manera novedosa las formas y los contenidos de la cooperación y de la conflictualidad. En economía, esta definición permite formular mejor el poder (y la dominación) económico como forma particular del poder (y de la dominación) social. Permite concebir el poder económico como distinto de la dominación económica y entonces poder distinguir mejor entre “leyes” económicas generales, “leyes” económicas comunes a todas las sociedades de dominación y “leyes” económicas propias a cada sociedad de dominación. En psicología, esta definición permite distinguir entre asimetrías individuales inevitables y asimetrías evitables, entre diferencias personales y de rol (positivas o neutras en términos de libertad) y desigualdades negadoras de libertad. Permite estudiar mejor la “personalidad libertaria” y la “personalidad autoritaria” (19). Permite tal vez comprender más fácilmente por qué el mensaje anarquista resulta incomprensible, salvo durante períodos excepcionales, para la mayor parte de los hombres, por qué el “espíritu de revuelta” kropotkiniano es habitualmente menos intenso que el conformismo social. En pedagogía, esta definición puede tal vez permitir resolver la contradicción entre la libertad del adulto y la libertad del menor (20) y comprender por qué la “permisividad”, entendida como anomia tolerada, no es más idónea a la educación libertaria, o sea al proceso de construcción de la personalidad libertaria, que la disciplina impuesta coercitivamente. Y finalmente (entre anarquistas sea dicho) ¡cuántas de nuestras inútiles diatribas se podrían evitar, cuántas querellas de sordos podrían resolverse en una discusión racional! Basta con pensar en la repetida discusión sobre la organización anarquista, en la cual desde hace un siglo la incomprensión terminológica es al menos tan importante como el desacuerdo sustancial.
Entre las numerosas cuestiones que mi proposición puede, tal vez, contribuir si no a resolver al menos a formular mejor o de manera distinta (y de lo cual he dado diversos ejemplos en el párrafo precedente, refiriéndolos a los diversos sectores del conocimiento en los que convencionalmente se subdividen las ciencias humanas y sociales) hay una que casi inevitablemente aparece en el curso de toda reflexión sobre el poder y que, en particular, se presenta por sí misma en más de uno de los pasajes lógicos del proceso de identificación y de definición que he seguido. ¿Cuál es la génesis del poder?, ¿cómo, por qué, cuándo, nacen poder, autoridad, dominio? Según la distinción definitoria que he propuesto, en realidad el problema se plantea sólo para la dominación. Para la autoridad y para el poder, la respuesta esta implícita en las respectivas definiciones. Si partimos de las tesis antropológicas de que el hombre está privado de determinaciones instintivas y que, inversamente, tiene la capacidad de generar un universo normativo simbólico, llegamos a la conclusión de que la función reguladora cultural es para él, al mismo tiempo, posible y esencial (21). Del mismo modo, en mi definición, la autoridad deriva como corolario del postulado de que la sociedad se articula en roles funcionales (se podrá objetar esto pero no lo otro, o bien se podrá discutir la definición). En cambio, lo que carece de fundamento necesario en la naturaleza del hombre y de la sociedad es la dominación. Es por ello que, dentro de mi definición, su génesis aparece como un problema.
Veamos, primeramente, qué soluciones han propuesto los pensadores no anarquistas. Como ya dijimos, éstos no hacen una distinción clara entre poder y dominación. En el caso de que señalen una diferenciación conceptual, es para ellos automático – no es necesario demostrarlo – el pasaje del uno al otro: a menudo el pasaje es de la dominación al poder (o sea, el procedimiento contrario al mío), para algunos pocos se va del primero al segundo, pero aun para éstos de manera indiscutida, dado que uno y otro nacen juntos: de la necesidad de uno deriva la necesidad del otro.
Tomemos en consideración aquellas explicaciones que, en el curso de mis lecturas, me parecieron ejemplares de las principales maneras de abordar y justificar la dominación. Un primer tipo de enfoque es el que, partiendo de la dominación hacia el poder, justifica la primera con motivaciones biopsicológicas (es decir, mecanismos psicológicos “naturales”, innatos): hay personalidades predispuestas naturalmente para la dominación y otras naturalmente predispuestas para la sumisión (22). Después de haber puesto esta primera piedra de su edificio teórico, los apologistas del poder/dominación se dedican a recubrirlo con elementos estructurales más atractivos y se llega a decir que la subdivisión “natural” de los hombres en dos categorías (los amos por naturaleza y los esclavos por naturaleza) produce efectos benéficos para ambos y en el fondo es un admirable artificio de la naturaleza o de la providencia para hacer posible la sociedad humana y las ventajas que de ello derivan (23). La explicación de Sennet pertenece a este tipo de enfoque, a pesar de que parte formalmente de la influencia para desembocar, a través de la autoridad, en el poder y la dominación (24). Análogamente, pero más “dialécticamente”, Simmel habla de “voluntad de dominación” y escribe que “el ser humano tiene una doble actitud interna con respecto al principio de la subordinación. Por un lado quiere ser dominado. La mayor parte de los hombres no sólo no puede existir sin una guía, sino que incluso tiene la sensación: buscan la fuerza superior que los libere de la responsabilidad (...). Sin embargo, no sienten el menor deseo de oponerse a este poder de dirección (...). Así, se podría decir que la obediencia y la oposición son dos aspectos o elementos de un comportamiento unitario del ser humano” (op. cit., pág. 52).
El segundo tipo de enfoque es el cultural, del cual es ejemplar Dahrendorf, que considera insostenible toda explicación “natural” del poder/dominación: éste no es efecto de una desigualdad preexistente, por el contrario, es causa de la primera desigualdad fundamental entre los hombres. Pero, al no hacer la distinción entre poder y dominación, hace derivar “lógicamente” la necesidad de la dominación de la necesidad del poder (que él llama autoridad), es decir, de la función reguladora: para él la función reguladora y su posesión privilegiada son una sola y misma cosa (25).
Los enfoques del problema de la génesis del poder/dominación se pueden también clasificar desde otro punto de vista: aquellos que explícita o implícitamente lo presuponen, apareciendo al mismo tiempo que el hombre y/o su sociedad y aquellos que postulan el nacimiento en un cierto momento de la historia y curiosamente (tratándose de teorías que identifican poder y dominación) en general no es el poder/dominación que aparece sino sólo la dominación que irrumpe en un espacio social definido como estado natural (26). ¿Cómo se plantea el problema de la génesis de la dominación en la lógica de mi hipótesis definitoria? Puesto que todo, dentro de esa lógica, parte del postulado de la plasticidad cultural del hombre, quedan excluidas todas las hipótesis basadas sobre elementos biopsíquicos innatos tales como la “voluntad de dominación”, “instinto de dominación”, etc. (y su contrapartida: propensión a la obediencia; voluntad de sumisión, etc.).
Dentro de la perspectiva de la autodeterminación cultural del hombre, sus modelos de comportamiento no están inscritos en su naturaleza: ni los gregarios-autoritarios ni los anarquistas (con esta última afirmación no quiero decir que no sea posible una interpretación “naturalista” del anarquismo – que, no obstante, ha sido bastante difundida –, un anarquismo que postula la “bondad” natural en el sentido de una potencialidad natural autorreguladora de la sociedad humana, que no necesita de determinaciones normativas. Sin embargo, ni siquiera este anarquismo puede explicar “naturalmente”, sino “culturalmente”, como invención del hombre, la dominación). Si seguimos una interpretación enteramente cultural del hombre, no debe extrañarnos encontrar en situaciones culturales de dominación rasgos de carácter modelados sobre y por la dominación. Y no es extraño tampoco el no hallar estos rasgos en culturas caracterizadas por la ausencia de dominación (la ya señalada incapacidad para concebir la obediencia y el mando, el hecho de que, como escribe Clastres, “ninguno siente el deseo absurdo de hacer, de poseer, de aparentar más que el vecino...”). Es el contexto cultural que da sentido a las diferencias de carácter que le son funcionales. Es evidente que, en un contexto de dominación, las diferencias de caracteres individuales están encerradas dentro de modelos reductibles a uno de los dos polos de la relación mando/obediencia.
Pero todo esto no nos dice aún cómo y cuándo nació la dominación. No pretendo ofrecer aquí una respuesta. Tal vez el problema esté destinado a quedar científicamente abierto si, como parece ser, en el estado actual de los conocimientos, las respuestas posibles son especulaciones indemostrables, puesto que “no falsables” empíricamente. Es entonces más fácil que sobre el origen de la dominación se construyan “mitos” (apologéticos o críticos) que teorías científicas. Me limitaré, por ahora, a esbozar una hipótesis explicativa, en clave “culturalista” y anárquica. Esta hipótesis dice que la dominación emergió en cierto momento de la historia de la humanidad como “mutación cultural”. Me explico. Recientemente se ha comenzado a aplicar el esquema de la evolución natural (mutaciones casuales y selección positiva de los caracteres más idóneos a la supervivencia) a la evolución cultural del hombre (27). La dominación podría ser entendida como una mutación, o sea, en nuestro caso, como una innovación cultural que en determinadas condiciones se ha demostrado ventajosa, en términos de supervivencia, para aquellos grupos sociales que la adoptaban, por ejemplo, para una mayor eficiencia militar, por lo cual terminaba por imponerse como modelo para la conquista, o por imitación defensiva.
Una variante de esta hipótesis, que me parece bastante convincente, consiste en imaginar que la mutación/dominación no apareció ex abrupto, sino que elementos de dominación (o sea, relaciones sociales parcial o temporalmente modeladas sobre la relación mando/obediencia y sobre la desigualdad de poder que ello implica) existieron “siempre” o tal vez preexistieron a las sociedades de dominación, por ejemplo, en las relaciones hombre/mujer, viejos/jovenes, guerreros/no guerreros, jefe/tribu. (En estas relaciones, la dominación podría haber estado presente como imitación cultural de las asimetrías observadas – o más bien, interpretadas – en la naturaleza, es decir, en los animales “sociales” cazados o criados o solamente observados) (28). Pero ésta es otra hipótesis. Estos elementos de dominación habrían estado “bajo control” en las primeras sociedades humanas que no les permitieron generalizarse como elementos centrales de la cultura y de la sociedad, hasta que cambios en las condiciones “ambientales” internas o externas a los grupos hicieron posible su transformación en modelo regulador dominante. En este momento se habría producido la mutación a la cual habrían escapado solamente los grupos inmumes al “contagio” por haber permanecido aislados geográfica y/o culturalmente.
Esta hipótesis de la mutación abre (o mejor dicho, reformula) una serie de problemas relativos al proyecto de abolición de la dominación que caracteriza al anarquismo, porque también la transformación anarquista de la sociedad se presenta, desde este enfoque, esencialmente como mutación cultural. En este proyecto los anarquistas son mutantes que tienden a multiplicarse, o sea a transmitir su “anomalía” cultural (anomalía en relación con la normalidad, o sea, con el modelo dominante) y al mismo tiempo crear las condiciones “ambientales” favorables a la mutación, o sea, a la generalización del carácter mutante. Lo que puede abrir una vía a nuevas interpretaciones de las relaciones entre anarquismo existencial, educativo, revolucionario... Pero todo esto nos está alejando demasiado de los objetivos de este texto, que comenzó con la intención de proponer para la discusión solamente algunas reflexiones preliminares sobre el poder, limitadas al ámbito de una propuesta de definiciones. Dejemos aquí; al menos por ahora.
Notas:
(1) A. Bertolo: “Per una definizioni dei nuovi padroni”, en Nuovi Padroni: Ed. Antistato, Milán, 1977; “La gramínea subversiva”, en revista Bicicleta (número extra sobre autogestión), Madrid, 1980; “El imaginario subversivo”, en El imaginario social (E. Colombo, comp.), Nordan, Montevideo 1989.
(2) Por ejemplo: “El poder es la categoría formal decisiva ya sea en el análisis de la estructura social como en el análisis de los procesos de la sociedad” (R. Dahrendorf, La libertà che cambia, Laterza, Bari, 1979, pág. 155); “En todo el léxico de la ciencia política el concepto de poder es tal vez el fundamental: el proceso político es la formación, la distribución y el ejercicio del poder” (H. D. Lasswell y A. Kaplan, Potere e società, Etas, Milán, 1969, pág. 90); y también “El estudio del poder es el origen de la ciencia sociológica” (I. L. Horowitz, Introduzione a Wright Mills, Politica e potere, Bompiani, Milán, 1970, pág. 20).
(3) Poder deriva del latín “polis” (= patrin, amo) así como Dominación deriva de “dominus” (dueño de casa, jefe de familia); Autoridad, en cambio, proviene del latín “auctor”, que en su origen significa el que hace crecer, el que acrecienta.
(4) Véase, por ejemplo T. Eschemburg, Dell’autorità, Il Mulino, Bolonia, 1970.
(5) P. J. Proudhon, La giustizia nella religione e nella chiesa, extractos en La dimensione libertaria di P. J. Proudhon, a cargo de G. D. Berti, Città Nuova, 1982.
(6) “Cuando se trata de zapatos prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o la del ingeniero (...); me inclino ante la autoridad de los hombres especiales, porque me es impuesta por la propia razón (...): aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho”. M. Bakunin Dios y el Estado, Editorial Altamira, Buenos Aires, 1989, págs. 94, 95 y 97.
(7) G. Baldelsi, Social Anarchism, Penguin, Harmondsworth, 1971, cap. IV (“Freedom and Authority”), págs. 79-94.
(8) Señalaremos tres casos importantes, entre otros, de uso “neutro” del término dominación: G. Simmel (Il dominio, Bulzoni, Roma, 1978) para quien la dominación es una categoría universal de interacción social, de la cual el poder es una forma particular, R. Dahrendorf (Classi e conflitto de classe nella società industriale, Laterza, Bari, 1970), que propone una definición de la dominación en tanto “posesión de autoridad, o sea, como un derecho a promulgar órdenes autoritarias”; Lasswell y Kaplan (op. cit.), para quienes la dominación es un modelo de poder efectivo (pero el término inglés utilizado es “rule” y no dominación, lo que podría traducirse en forma distinta al italiano).
(9) Veamos algunos ejemplos sueltos. Poder: El poder es “a) capacidad o facultad natural para actuar...; b) facultad legal o moral, derecho de hacer algo; c) autoridad, especialmente en el sentido concreto, cuerpo constituido que la ejerce, gobierno”. (Lalande, Dizionario critico di filosofia, ISEDI, Milán, 1971). “El poder es la participación en la toma de decisiones” y “una decisión es una línea de conducta que comporta sanciones severas” (H. Lasswell y A. Kaplan op. cit., págs. 89-90). El poder es “derecho a mandar” (G. Ferrero, Potere, Sugarco, Milán, 1981, pág. 27). “Llamamos poder a la capacidad de una clase social de realizar sus intereses objetivos específicos” (N. Poulantzas, en Franco Ferrarotti, La sociologia del potere, Laterza, Bari, 1972, pág. 410). “El poder es la capacidad de establecer y de ejecutar decisiones aun cuando otros se opongan” (C. Wrigth Mills, Politica e potere, Bompiani, Milán, 1970, pág. 18). El poder “es un cuerpo permanente al que estamos acostumbrados a obedecer, que posee medios materiales para obligarnos y que gracias a la opinión que se tiene de su fuerza, a la creencia en su derecho a mandar, o sea, en su legitimidad y por la esperanza en su beneficiencia” (B. De Jouvenel, Il Potere, Rizzoli, Milán, 1947). Por poder se debe entender “todos los medios de los cuales puede disponer un hombre para doblegar la voluntad de los otros hombres” (R. Mousnier, Le gerarchie sociali dal 1450 ai nostri giorni, Vita e pensiero, 1971, pág. 9). Se puede definir el poder como la “capacidad de realizar los deseos” (B. Russell, Il potere, Feltrinelli, Milán, 1967, pág. 29). “Por poder debe entenderse (...) la posibilidad para mandatos específicos (o para cualquier mandato) de hacerse obedecer por parte de un determinado grupo de hombres” (M. Weber, Economía y sociedad, F.C.E., México, 1980). “El poder es una comunicación regulada por un código” (N. Luhman, Potere e complessità sociale, Il Saggiatore, Milán, 1979. Autoridad: La autoridad es “cualquier poder ejercitado sobre un hombre o grupo humano por parte de otro hombre o grupo” (N. Abbagnano, Dizionario di filosofia, UTET, Turín, 1964). “La autoridad es un vínculo entre desiguales”, (R. Sennet, La autorità, Bompiani, Milán, 1981, pág. 18). “La autoridad es un modo de definir e interpretar las diferencias de fuerza” (R. Sennet, op. cit., pág. 118); “La autoridad es una búsqueda de la estabilidad y de la seguridad de la fuerza de los otros” (R. Sennet, op. cit., pág. 178). La autoridad es una “dependencia aceptada” (M. Horkheimer, citado por T. Eschemburg, op. cit., pág. 9). La autoridad es “(psicológica) superioridad o ascendientes personales... y (sociológica) derecho a decidir y/o mandar” (Lalande, op. cit.). “La esencia de la autoridad... es dar a un ser humano aquella seguridad y aquel reconocimiento en la decisión que lógicamente corresponde a un axioma supraindividual y efectivo o a una deducción (G. Simmel, op. cit., pág. 41). “La autoridad es la posesión esperada y legítima del poder” (H. Lasswell y A. Kaplan, op. cit.).
(10) Este significado propuesto corresponde un poco al poder como fuerza colectiva de Proudhon (cf. nota 5) y se asemeja a la definición de Lasswell y Kaplan citada en la nota 9, aunque ésta se refiere a los procesos decisionales y no a la totalidad de la función aquí considerada. También Clastres parece entender por poder algo semejante: “Pensamos que el poder político es universal, inmanente a lo social; (...) pero que se realiza principalmente de dos maneras: poder coercitivo, poder no coercitivo. El poder político como coerción (o como relación de mando-obediencia) no es el modelo del verdadero poder sino simplemente un caso particular” (P. Clastres, La sociedad contra el Estado, Ed. Monte Avila, Caracas, 1978, pág. 21) y también: “Lo social no es pensable sin lo político, en otras palabras, no hay sociedad sin poder” (ibidem). El poder coercitivo de Clastres parece corresponder al que definí anteriormente como “dominación”.
(11) Crespi diría que el hombre “oscila” entre determinado e indeterminado (F. Crespi, Mediaziones, norma, potere, en Volontà 4/80).
(12) R. Dahrendorf, “Amba e Americani”, en Uscire dall’ utopia, Il Mulino, Bolonia, 1971.
(12) Véase también lo que escriben Lasswell y Kaplan (op. cit., pág. 240): “A medida que uno se aproxima a la anarquía, la dominación deja de ser una dominación. La esfera del poder se reduce al mínimo: en el caso límite no se ejerce ninguna coacción. El control social perdura, naturalmente, bajo diversas formas de influencia, pero no es control coercitivo”.
(13) Mejor dicho, la apropiación privilegiada de los medios de producción material es en realidad apropiación del poder regulador en un sector de la sociabilidad: es entonces un caso particular así como una forma del fenómeno más general de la dominación. Véase al respecto lo que escribe Lanza en “Al di là dell‘economia”, Volontà, Nº 3, 1981 y “L’economia dal domimio alla libertà”, Volontà, Nº 3, 1982.
(14) Esta definición de la influencia es próxima de la de “autoridad”, citada en la nota 9, de Sennet, quien la extiende también a la interacción asimétrica del rol (incluidos los roles de poder y de dominación).
(15) Esta definición de autoridad es vecina de la ya citada de Simmel, en la nota 9, quien sin embargo la refiere solamente a los roles de poder y de dominación.
(16) Para la relación entre voluntad y libertad (que, significativamente, en ruso no tienen más que un solo término, volya) véase R. Ambrosoli, Volontà e natura umana, en Volontà, 4/82.
(17) Por ejemplo en el contexto siguiente: “(Poder de todos)... significa aquí que cada uno debe tener tanto poder real de influir y de controlar las decisiones políticas que conciernen a su propia vida cuando sea compatible con un poder igual de cada uno de los otros miembros de la sociedad, así como en cada momento tener la máxima posibilidad, compatible con la máxima posibilidad de cada uno de los otros, de realizar la mejor vida de la que es capaz”. G. Pontara, Definizione di violenza e non violenza, nei conflitti sociali, en AA.VV., Marxismo e non violenza, Lanterna, Génova, 1977.
(18) O bien, como dice De Jouvenel, la personalidad libertaria y la personalidad seguritaria. “A cada momento existen, entonces, en cualquier sociedad, individuos que no se sienten bastante protegidos e individuos que no se sienten bastante libres. Llamaremos a los primeros seguritarios y a los segundos libertarios” (op. cit. pág. 352). Los “seguritarios” son aquellos que necesitan el máximo de determinaciones culturales. “Una vez concebidos los sentimientos ‘libertario ‘ y ‘seguritario’ (...) podemos representarnos una sociedad cualquiera (...) como una multiplicidad de puntos que pueden disponerse jerárquicamente según su índice libertario. Los más ‘seguritarios’ se situarán más abajo y los más ‘libertarios’ más arriba” (pág. 358). Y hete aquí que reaparece la dominación y los libertarios se convierten en miembros de los grupos sociales dominantes. Y es así como una idea bastante interesante se transforma en el verso de siempre.
(19) Desde este punto de vista, reléase lo que escribe Bakunin (“La instruzione integrale”, en M. Bakunin, Libertà, eguaglianza, rivoluzione, Ed. Antistato, Milán, 1976). Para Bakunin, el proceso educativo es un pasaje progresivo de la “autoridad” a la “libertad”: cuanto más pequeño es el niño tanto más necesita de determinaciones externas; con el crecimiento, disminuye la asimetría entre él y el adulto; con la adultez llega a ser hombre en el más amplio sentido y en cuanto tal debe alcanzar el más alto nivel posible de autodeterminación.
(20) “El rol primordial de la cultura es el de asegurar la existencia del grupo en cuanto tal y, por lo tanto, de sustituir la organización azarosa”. (C. Levi- Strauss, Le strutture elementari della parentella, Feltrinelli, Milán, 1978, pág. 75). La cultura regula normativamente aquello que la naturaleza “olvidó” de regular biológicamente: el comportamiento social del hombre. Al respecto, parecería que no hay una separación neta entre el hombre y los otros animales: “Todo parece ocurrir como si los grandes simios, capaces ya de disociarse del comportamiento propio de la especie, no lograran sin embargo restablecer una norma sobre un nuevo plano. La conducta instintiva pierde la nitidez y la precisión que tiene en la mayor parte de los mamíferos; pero la diferencia es puramente negativa y el campo abandonado por la naturaleza queda desocupado” (pág. 45).
(21) “La mayoría de los hombres está compuesta de seres tímidos, modestos, pasivos, que representan la materia plástica del poder, habiendo nacido para obedecer. La raza de los amos es una minoría con mayor fuerza vital: son los ambiciosos, los activos, los imperiosos que, con la acción y con el pensamiento necesitan afirmar la propia superioridad” (G. Ferrero, op. cit., pág. 39). Este vulgar lugar común de tinte racista es posterior a observaciones de superior calidad, como la siguiente: “Los principios de legitimidad son justificaciones del derecho a mandar; porque entre todas las desigualdades humanas ninguna tiene consecuencias tan importantes y por lo tanto tanta necesidad de justificación como la desigualdad derivada del poder” pág. 27) y “si, salvo raras excepciones, un hombre vale tanto como otro, ¿por qué uno tiene derecho a mandar y otro debe obedecer?” (pág. 28).
(22) “Esta polarización de la humanidad en amos y servidores parece admirablemente adaptada a un plan preestablecido en la naturaleza humana (Ferrero, op. cit., pág. 40); “el poder (...) es en el origen una defensa contra los dos mayores terrores que acosan a la humanidad: la anarquía y la guerra” (pág. 39). “(El poder) es una necesidad social. Gracias al orden impuesto por él y al acuerdo por él instaurado, permite que los hombres vivan una existencia mejor” (B. De Jouvenel, op. cit., pág. 291).
(23) “La autoridad es un modo de definir y de interpretar las diferencias de fuerza. En cierto sentido el sentimiento de la autoridad es el reconocimiento de la existencia de tales diferencias. En otro sentido, más complejo, es una manera de tener en cuenta las necesidades y los deseos del débil así como del fuerte” (R. Sennet, op. cit., pág. 118). Luego: “Sinónimo de fuerza en el lenguaje político (es) el poder” (pág. 25). Finalmente, “la presencia del poder entre dos personas significa que la voluntad del uno trata de prevalecer sobre la del otro” y “la cadena del mandato es la estructura mediante la cual este desequilibrio de voluntad puede extenderse a millares o millones de personas” (pág. 155).
(24) R. Dahrendorf, “Amba e Americani”, op. cit.
(25) Veamos un ejemplo: “La sociedad natural es pequeña y no se puede pasar de la sociedad pequeña a la grande a través del mismo proceso. Se necesita un factor de coagulación que, en la mayor parte de los casos, no es el instinto de asociación sino el instinto de dominación (las bastardillas son mías) (...) El principio creativo de las grandes agrupaciones no es otro que la conquista: obra, a veces, de una de las sociedades elementales del conjunto social, pero más a menudo de una banda guerrera que viene de lejos” (B. De Jouvenel, op. cit., pág. 103). Y sigue: “Así el Estado se origina esencialmente en los éxitos de una ‘banda de bandoleros’ que se coloca por encima de las pequeñas sociedades particulares, banda que (...) observa, con respecto a los vencidos, a los sometidos, el comportamiento del poder puro” (pág. 104).
(26) Véase L. Cavalli Sforza, M. W. Feldman, Cultural transmission and evolution: a quantitative approach, Princeton University Press, Princeton, 1982.
(27) Desde esta óptica se puede leer la observación de Clastres según la cual la política de las sociedades primitivas estudiadas por él estaría organizada en torno de la intuición de que el poder coercitivo en sí “no es otra cosa que una furtiva coartada de la naturaleza” (op. cit., pág. 38).
[Tomado de http://columnalibertaria.blogspot.com/2012/05/amedeo-bertolo-autoridad-dominio-una_28.html.]
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