Carlos Patiño
Al momento de redactar este artículo han transcurrido 120 días de confinamiento en Venezuela. Durante el inicio de la pandemia me consideré afortunado: podía trabajar desde casa y mantener mi salario. Pero a pesar de las ventajas disponibles, el tiempo me mostró la cara menos amigable de esta solución idealizada.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 400 millones de empleos a tiempo se han visto afectados desde el inicio de la pandemia y el sector más vulnerable ha sido el de los trabajadores informales impedidos de volver a las calles e imposibilitados de trabajar desde sus casas.
Al momento de redactar este artículo han transcurrido 120 días de confinamiento en Venezuela. Durante el inicio de la pandemia me consideré afortunado: podía trabajar desde casa y mantener mi salario. Pero a pesar de las ventajas disponibles, el tiempo me mostró la cara menos amigable de esta solución idealizada.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 400 millones de empleos a tiempo se han visto afectados desde el inicio de la pandemia y el sector más vulnerable ha sido el de los trabajadores informales impedidos de volver a las calles e imposibilitados de trabajar desde sus casas.
La ONG de la que formo parte, preocupada de que la coyuntura bajaría nuestra incidencia, resolvió establecer un plan temporal de teletrabajo bajo la modalidad “home office”. Ofrecimos a nuestro equipo flexibilidad para realizar tareas y protección de sus salarios. Esto nos permitiría continuar nuestra labor de defensa de los derechos humanos, a pesar del cierre de nuestra sede y de la implementación de un estricto “estado de alarma”.
Organicé mi agenda priorizando 5 horas diarias para el trabajo formal, pues ya no tendría que trasladarme ida y vuelta a reuniones, eventos ni conferencias presenciales; dejando un par de horas adicionales de margen para las contingencias. Además, cancelé los viajes de trabajo y propuse activar una línea telefónica para la atención de denuncias. Llegué a pensar que estaba exagerando, pues el mundo se había detenido sin pedirnos permiso y el encierro limitaría el desarrollo de actividades, en su mayoría previstas para la interacción humana. Nuestro modo de activismo contempla desde el acompañamiento de las víctimas hasta talleres formativos y eventos públicos, todo lo cual quedaba en suspenso. Nada más lejos de la realidad.
Con el transcurrir de los días, la pretendida pausa no fue tal: se multiplicaron las reuniones de trabajo vía Zoom a un promedio de entre 4 y 5 diarias, los nuevos grupos de Whatsapp brotaron por generación espontánea, las denuncias telefónicas llegaban igual a las 11 de la noche como a las 5 de la mañana, y había que hacer espacio para la redacción de informes, revisión de propuestas, supervisión del equipo y cumplimiento de metas. El agotamiento mental no había bajado la guardia.
El monitor de la computadora se convirtió en el artefacto distópico que profetizaron las novelas de Orwell y de Bradbury. Me acostumbré a cocinar con la tele-pantalla invadiendo mi espacio privado transmitiendo una conferencia impostergable, a la vez que el teléfono vibra peligrosamente cerca del fregadero con una lluvia de notificaciones. Como en el cuento de Augusto Monterroso, cada vez que despierto la oficina sigue allí.
Todo, en medio de una pandemia marcada por la incertidumbre y las medidas extremas, en un contexto opresivo de emergencia humanitaria compleja como el venezolano, en el cual debes excusarte y finalizar una conversación por ser la hora del racionamiento de agua, prolongar una videoconferencia por las fallas de conexión a internet y sopesar la angustia de salir de compras sin garantía de conseguir lo que buscas ni saber su precio.
Encendidas las alarmas, desde la junta directiva decidimos fijar una nueva reunión invitando a los trabajadores a que expresaran como se sentían laborando en cuarentena desde su hogar: “Se me invirtieron los horarios, me activo de madrugada y ando con sueño de día”, comenta una compañera del departamento de administración. “Me cuesta retomar el ritmo y me toca ser maestro de los niños”, se anima a comentar alguien más. “Siento desgaste y mal humor ¿Tiene sentido pedir vacaciones si estoy en casa?”, preguntan. “Me gustaría ser tomada más en cuenta, quiero volver a la oficina”, afirma una recepcionista que siente el desbalance por las funciones que su cargo no le permite ejercer a distancia.
A partir de estas reflexiones, implementamos medidas que mejoraron considerablemente la dinámica del trabajo remoto. Invirtiendo el dicho popular, siempre se puede estar mejor, y para ello adaptamos las reglas y los límites a una modalidad que dejó de ser breve. Si bien la OIT ha ofrecido algunas claves y pautas de buenas prácticas en teletrabajo, hay poca legislación y referentes previos a la pandemia. Lo que hicimos fue equipararnos lo más cerca posible a la programación de la oficina:
Agendamos las reuniones, la recepción de denuncias no urgentes y los webinars a los horarios convencionales hasta las 5 de la tarde; animamos al personal al disfrute de vacaciones pendientes, acordamos enviar mensajes nocturnos sólo en situaciones de emergencia, y organizamos talleres internos para el manejo del estrés y el autocuidado.
El confinamiento, contrario a lo que creíamos, puede hacerte muy productivo pero a costa de posibles consecuencias emocionales, de afectación de la salud y de invasión de la privacidad. El diseño de un marco laboral equilibrado y respetuoso de los derechos adquiridos, que prevenga la hiperactividad basada en las difusas ideas sobre el trabajo en casa, se hace necesario en esta nueva realidad de plazo indefinido.
[Tomado de https://www.derechos.org.ve/opinion/el-lado-oscuro-del-teletrabajo.]
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