Carlos
Taibo
Estoy obligado a encarar, siquiera sea
someramente, una pregunta delicada: a la hora de hacer frente al riesgo del
colapso, o al colapso mismo, ¿no están las sociedades autoritarias y jerarquizadas
en mejor posición que las que no exhiben esos dos rasgos? ¿No es más fácil que
sea la China de estas horas, y no las democracias liberales –supongamos que no
son autoritarias y no están jerarquizadas–, la que haga frente de manera
convincente al cambio climático?
Hay estudiosos que, cargados de razón,
entienden que en el mundo occidental uno de los problemas principales al
respecto es el hecho de que las grandes empresas traban cualquier aproximación
seria a los elementos causantes del colapso. Cabe preguntarse, sin embargo, si
en un escenario como el chino no están emergiendo intereses y estructuras de la
misma naturaleza o, en su defecto, si la competición internacional en la que
China está inmersa no conduce, de nuevo, a arrinconar la lucha contra el cambio
climático o el despliegue de medidas que permitan encarar el agotamiento de las
materias primas energéticas. Es verdad que China, por no salir de este ejemplo,
declaró en su momento que entre 2011 y 2015, y al menos sobre el papel, la
mayor preocupación de las instituciones no sería el crecimiento de la economía,
sino la calidad del desarrollo, y que en consecuencia procuraría fórmulas que
garantizasen un menor uso del carbón y una mayor eficiencia energética. Los
esfuerzos de las autoridades para reducir emisiones se han visto
contrarrestados, sin embargo, por el rápido, y a menudo irracional, crecimiento
de la economía. No conviene olvidar, eso sí, que buena parte de las emisiones
chinas de CO2 corresponde a
productos importados por los países occidentales.
Rudolf Bahro, otrora representante de
un singular y heterodoxo marxismo en la República Democrática Alemana, reconvertido
en teorizador principal de una suerte de ecofascismo suave –permítaseme el
oxímoron– en la Alemania de estos días, estima que la crisis ecológica debe ser
resuelta en virtud de mecanismos autoritarios desplegados por un gobierno de
salvación o por un “Estado-dios”. Murray Bookchin, quien debatió en su momento
con Bahro, señaló al respecto, y yo me adhiero a su argumento, que una
dictadura ecológica –¿en virtud de qué extraño proceso vería la luz, por
cierto?– sería cualquier cosa menos eso, ecológica, y acabaría, antes bien, con
el planeta, a más de operar en provecho de unos pocos. Acarrearía la glorificación
del control social, de la manipulación, de la cosificación de los seres humanos
y de la negación de la libertad, todo ello en nombre de la resolución de los
problemas medioambientales. Ante la réplica de Bahro en el sentido de que
semejante aserción no parecía prestar atención al lado negativo, el del egoísmo
y la competición, de la naturaleza humana, Bookchin se preguntó por qué habría
que canalizar ese lado negativo a través de su institucionalización por la vía
de la fuerza, la superstición, el miedo y la amenaza, y por la vía, en
paralelo, de ideologías bárbaras. Las instituciones resultantes –agrego yo–,
¿no es razonable concluir que lo que harían, lejos de abrazar cualquier
procedimiento encaminado a afrontar la crisis ecológica, sería dar rienda
suelta –ahí está la Alemania hitleriana para ilustrarlo– al lado negativo de
la naturaleza humana? ¿No se convierte la fórmula de Bahro en una soterrada
justificación de la dominación, de la explotación y de la jerarquía que están,
paradójicamente, en el origen de la crisis ecológica? ¿No estaremos ante un
trasunto de una idea muy extendida, de raíz hobbesiana, que sobreentiende que sólo un gobierno que haga uso de
mecanismos coactivos puede permitir que se afronten los problemas que están en
el origen del riesgo de colapso y, más allá de ellos, los que se hagan valer
una vez verificado éste?
Mi franco rechazo de las vías
jerárquicas y autoritarias se revela en todos los ámbitos imaginables. No puede
parecerme sino una superstición, por ejemplo, la sugerencia de que los militares,
por organización y por disciplina, serán una ayuda vital para hacer frente al
colapso. Más fácil resulta imaginar que se vuelquen al servicio de los
proyectos ideados por las clases dirigentes tradicionales. Tampoco aprecio que
se resuelva ningún problema relevante de la mano de la defensa de la necesidad
de abandonar una economía de mercado en provecho de otra dirigida –habría que ponerse de
acuerdo, claro, sobre lo que este adjetivo significa–, toda vez que las
economías dirigidas bien pueden estar al servicio, también, de un proyecto
ecofascista. En sentido diferente, ¿tiene algún sentido imaginar que la democracia
liberal, claramente supeditada a los intereses de las grandes corporaciones, se
convierte en un mecanismo de salvación, in extremis, y por la vía
de urgencias insoslayables, de la humanidad? Más allá de como sean las cosas,
dejo al lector en manos de una pregunta provocadora: ¿habrá un ecofascismo
occidental y otro chino?
[Texto extraído del libro Colapso:
Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofacismo. Anarres, Buenos
Aires, 2017. Obra original completa accesible en http://www.fondation-besnard.org/IMG/pdf/taibo_-_colapso_final-1.pdf.]
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