Octavio Alberola
La
Fe en la Revolución ha reculado enormemente en el mundo. Inclusive entre los que siguen
proclamándose revolucionarios, que lo hacen con un tal convencimiento
que es difícil saber si lo
hacen por fidelidad a un pasado nostálgico y aparentar algo de
radicalidad o simplemente para dejar constancia de no haber renunciado
al ideal manumisor y sucumbido al encantamiento
reformista.
Más
que provenir del espejismo del
bienestar material alcanzado a través de las luchas reformistas o de la
integración del proletariado a la ideología del consumismo capitalista, esta
desafección proviene más bien del
desencuentro de la Fe con la Revolución, cuando ésta se vuelve realidad.
Una
realidad tan diferente de la que los marxistas y los anarquistas
habíamos pensado y querido alcanzar con
la victoria del Proletariado sobre el Capitalismo. Y ello por contradecirse en sus praxis al
denunciar el reformismo: los marxistas
al participar en el parlamentarismo y los anarquis-tas en el sindicalismo. Una contradicción
que creían resolver con hechos insurreccionales, y, cuando les eran
favorables, proclamando la
Revolución: en Rusia en 1917 y en España en 1936.
Pero hoy sabemos cómo acabaron esas revoluciones y por qué las
triunfantes, al no poner fin a las relaciones de
sumisión y de explotación, acabaron restaurando el capitalismo en
beneficio de la burocracia transformada en nueva oligarquía.
¿Cómo
negar que el ideal revolucionario, confrontado a su praxis histórica
autoritaria, ha terminado siempre en fracaso y que es esta orientación
la que ha impedido pasar del socialismo real (capitalismo de Estado) al verdadero socialismo, al comunismo con libertad? ¡Lo
sorprendente es haber creído
en la progresiva desaparición del Estado, en el
suicidio de la nueva clase que se instala en el poder tras el triunfo de las revoluciones autoritarias!
¿Cómo dudar pues de la
responsabilidad de esa ingenua
y sorprendente creencia en el
fracaso de la profecía marxista y en la pérdida de
la fe de las masas en la Revolución?.
Aunque
nada asegura que el resultado habría sido fundamentalmente diferente si hubiese sido el “modelo” anarquista el
que hubiese triunfado. Pues es obvio que la revolución anarquista,
impuesta por la fuerza, se
habría convertido en Revolución institucionalizada y habría creado
inevitablemente condiciones similares de
jerarquización de la lucha y de la gestión del triunfo revolucionario,
como ya comenzó a verse en la incipiente y malograda Revolución
Española.
El
problema es concebir la Revolución
con mayúscula, como un parto con fórceps, como el
resultado de una lucha armada y un triunfo militar, como el asalto de los palacios de invierno o la
derrota del capitalismo por una huelga general revolucionaria. El
problema es haber creído en
proyectos elaborados por teóricos que se consideraban
capaces de inventar y construir el devenir de la historia.
Por ello, cuando el capitalismo muestra cada vez más
cínicamente su fuerza y ser un sistema de explotación y dominación irracional, brutalmente injusto,
absurdo y devastador del planeta, ¿cómo seguir creyendo en proyectos que
no han podido impedir que la
historia siga siendo la que es?
Ante
los fracasos del mesianismo “productivista/consumista”, ¿cómo perseverar en él y no reconsiderar la
idea misma de Revolución? No
sólo para evitar nuevos fracasos sino también para hacer posible la
multiplicidad de las resistencias y la creación
de espacios comunes de libertad y creatividad.
Lo
nuevo hoy son los marxistas
que hacen este balance y comienzan a cuestionar la idea de la
excepcionalidad del Estado, como
trascendencia de la sociedad, tanto en la base del poder actual del Capital como en la del futuro
poder revolucionario. El Estado y lo público son formas de expropiación de la libertad y lo común. Privada o pública, la
propiedad es y será enemiga de
la libertad y de lo común. Debemos pues tener en
cuenta esto y no olvidar que la revolución no debe ser un acto de Fe, aunque sea para edificar un
paraíso sobre la Tierra. Y aún
menos si éste debe surgir de un cataclismo.
El
cambio revolucionario, la revolución debe comenzar desde ahora mismo: comenzando por deshacernos de las
relaciones autoritarias en cada instante y lugar de la vida cotidiana,
rompiendo la lógica de la
obediencia que el poder, toda forma de poder, trata
y tratará de imponernos. Resistiéndole, practicando la desobediencia y dando el ejemplo de cómo
deseamos vivir; pues son y
serán estas acciones, inclusive “las más pequeñas acciones de protesta en que participemos”, las que se convertirán “en las
raíces del cambio social”. Un cambio que no se
anuncia con fanfarrias ni proclamas, y mucho menos con movilizaciones encuadradas por líderes y
lemas. Un proceso que no es una
creación ex
nihilo sino de
metamorfosis de la sociedad,
que se hace presente en todas partes y en ninguna, impulsado por gentes con dignidad y coraje
que defienden conscientemente sus
formas propias de vida.
Por
ello, más que una promesa de un
mañana esplendoroso, es un compromiso consciente y consecuente sin el
cual la revolución no sería más
que una utopía mesiánica y el revolucionario un acólito rezando incansablemente en las brumas
teológicas de la Fe en la magia
decisoria del Poder.
[Publicado
originalmente en el periódico El
Libertario # 59, Caracas, junio-julio 2010. Número completo accesible en https://www.nodo50.org/ellibertario/archivoliber.html.]
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