Piotr Kropotkin (1842-1921)
Los
“anarquistas”
¿Pero
quiénes eran esos anarquistas de los que Brissot habla tanto y cuyo exterminio
exige tan encarnizadamente?
Ante
todo, los anarquistas no constituían un partido. En la Convención estaban la Montaña, la Gironda y la Llanura, o Pantano,
o Vientre, como se le decía entonces; pero no
había “Anarquistas”. Danton, Marat y aún Robespierre, o algún otro de los jacobinos,
podían algunas veces acordar con los anarquistas; pero éstos se hallaban fuera
de la Convención. Hay que
decirlo, se hallaban por encima de ella: la dominaban.
Eran
revolucionarios diseminados por toda la nación; dedicados a la Revolución en cuerpo y alma, que comprendían su necesidad,
que la amaban y trabajaban por ella.
Muchos de ellos se agrupaban alrededor de la Comuna de París, porque ella todavía
era revolucionaria; otros
pertenecían al Club de los Cordeleros; algunos iban al Club de los Jacobinos; pero su verdadero terreno era la
sección, y sobre todo la calle. Se los veía en las
tribunas públicas de la
Convención, desde donde dirigían los debates. Su modo de acción era la opinión del
pueblo, no “la opinión pública”
de la burguesía; su verdadera arma era la
insurrección y con ella ejercían influencia sobre los diputados y sobre el
poder ejecutivo.
Cuando
fue preciso hacer un esfuerzo, inflamar al pueblo y marchar con él contra
las Tullerías, fueron ellos
quienes prepararon el ataque y combatieron en sus filas. El día en el que se agotó el impulso
revolucionario del pueblo volvieron a la oscuridad.
Únicamente quedan los escritos llenos de hiel de sus adversarios para permitirnos reconocer la inmensa obra
revolucionaria por ellos realizada.
Sus
ideas eran claras y concretas.¿La
República? ¡Por supuesto! ¿La igualdad ante la ley? ¡De acuerdo! Pero eso no era todo, ni mucho menos. ¿Servirse de la libertad política para
obtener la libertad económica, como recomendaban los burgueses? No,
ellos sabían que eso no era posible.
Los anarquistas querían la cosa
misma. la tierra para todos, lo que se llamaba entonces “la ley agraria”; La igualdad
económica, o, para hablar el lenguaje de la época,
“la nivelación de las fortunas”.
Pero
escuchemos a Brissot: “Ellos son
quienes... han dividido la sociedad en dos clases, la que tiene y la que no tiene, la de los sans-culottes
y la de los propietarios, y quienes han excitado a la una contra la otra.“Ellos son –continúa Brissot– quienes con el
nombre de secciones, no han cesado de
fatigar a la Convención con peticiones para fijar el máximum
en los granos”. Ellos son
quienes “envían a todas partes emisarios para predicar la guerra de los sans-culottes
contra los propietarios”, son ellos los que predican “la necesidad de nivelar las fortunas”. Ellos son quienes “provocaron la petición
de esos diez mil hombres que se declararían en estado de insurrección si
no se tasaba el trigo”, y que provocan insurrecciones por toda Francia.
He
ahí sus crímenes: dividir la nación en dos clases, la que tiene y la que no
tiene nada; enfrentar a una
contra otra; exigir pan, ante todo pan para los que trabajan. Eran, sin duda, grandes criminales. ¿Pero
acaso los sabios socialistas del siglo XIX
han sabido inventar algo mejor que esta demanda de nuestros antepasados de
1793: “Pan para todos”? ¡Muchas
palabras hoy; menos acción!
En
cuanto a los procedimientos para la ejecución de sus ideas:“La multiplicidad de los crímenes – nos dice
Brissot – está producida por la impunidad; la impunidad, por la
parálisis de los tribunales; y los anarquistas protegen esta impunidad, paralizan todos los tribunales ya
sea por el terror, ya sea por denuncias y
por las acusaciones de aristocracia”.
“Los atentados repetidos en todas partes contra las propiedades y la seguridad individual –los anarquistas de París dan el
ejemplo cada día–; y sus emisarios particulares y sus emisarios condecorados
con el título de comisarios de la Convención, predican
por toda la nación esta violación de los derechos del hombre”.
Menciona
después Brissot “las eternas declamaciones de los anarquistas contra los propietarios
o mercaderes, a los que designan con el nombre de acaparadores”; él habla de
“el propietario señalado sin
cesar al hierro de los bandidos”, del odio que tienen los anarquistas a
todo funcionario del Estado. “En cuanto un hombre –dice– ocupa un puesto, se
hace odioso al anarquista,
parece culpable”. Y con razón, podríamos añadir nosotros.
Pero
lo admirable es la enumeración de los beneficios del “orden”, expuesta por Brissot. Hay que leer ese pasaje para
comprender lo que la burguesía girondina hubiera dado
al pueblo francés, si los “anarquistas” no hubieran impulsado la Revolución. “Considérese –dice Brissot– los
departamentos que han sabido encadenar el furor de
esos hombres; considérese, por ejemplo, el departamento de la Gironda. El orden
ha reinado ahí constantemente;
el pueblo se ha sometido a la ley, aunque
pagase el pan hasta diez sous
la libra... Como que en ese departamento se han
desterrado a los predicadores
de la ley agraria; como que los ciudadanos han cerrado el club en que se enseñaba... etcétera.” (el Club de los
Jacobinos).Y esto se escribía
dos meses después del 10 de agosto, cuando el más ciego no podía dejar de comprender que si en toda
Francia se hubiera “sometido el pueblo a la
ley, aunque pagase el pan hasta diez sous la libra”, no hubiera habido Revolución, y la monarquía, que Brissot decía combatir,
lo mismo que el feudalismo, se hubieran prolongado
quizá un siglo más, como en Rusia.
Hay
que leer a Brissot para comprender todo lo que preparaban los burgueses de entonces para Francia, y lo que los
brissotinos del siglo XX
preparan todavía en cualquier
parte en donde esté por estallar una revolución.
* * *
“Es
también ella, la anarquía –exclama Brissot– la creadora del poder revolucionario
en el ejército. Es ya evidente el tremendo daño que ha causado en nuestros ejércitos esa doctrina anarquista, que, a la sombra de la igualdad de los derechos, quiere establecer una igualdad universal y de
hecho; plaga ésta de la
sociedad, tanto como la otra es
su sostén. Doctrina anárquica que quiere nivelar talentos e ignorancia,
virtudes y vicios, posiciones, sueldos, servicios”. He aquí, por ejemplo, lo que los
brissotinos no perdonaron jamás a los anarquistas: la igualdad de derecho puede
pasar mientras no llegue a ser de
hecho. Brissot se hubiera encolerizado con aquellos
terraplenadores de París que un día osaron pedir
que se igualara su salario al de los diputados. ¡Pensarlo solamente! ¡Brissot y
un zapador en pie de igualdad,
no sólo en derecho, sino de hecho! ¡Oh, miserables! ¿Cómo habían llegado los anarquistas a
ejercer un poder tan grande, a dominar hasta
la terrible Convención, a dictarle sus decisiones?
Brissot
lo refiere en sus folletos. Desde las tribunas, dice, el pueblo de París y la Comuna dominan la situación y fuerzan la
mano a la Convención cada vez que le hacen
tomar cualquier medida revolucionaria. Al principio –dice Brissot– la Convención era muy
prudente. “La mayoría, pura, sana,
amiga de los principios, dirigía incesantemente sus miradas a la ley”. Se acordaban
“casi unánimemente” todas las propuestas que tendían a humillar, a aniquilar a “los causantes de desorden”. Se comprende qué resultados podían esperarse
de aquellos representantes que dirigían incesantemente sus miradas a la
ley real y feudal.
Afortunadamente
surgieron los anarquistas,
quienes comprendieron que su lugar no estaba en la Convención, en medio de los representantes, sino en la calle;
que si algún día ponían el pie en la Convención no sería para parlamentar con las Derechas ni
con “los sapos del Pantano”, sino para exigir algo,
ya fuera desde lo alto de las tribunas o invadiéndola con el pueblo. De esa manera, poco a poco, “los bandidos
(Brissot habla de los anarquistas) han levantado
audazmente la cabeza. De acusados se han transformado en acusadores; de espectadores silenciosos de nuestros
debates se han convertido en sus árbitros”. “Estamos
en revolución”, tal era su respuesta. Y
bien, aquellos a quienes Brissot llamaba “anarquistas” veían más lejos y mostraban
una sabiduría política superior a la de los que pretendían gobernar Francia. Si la Revolución se hubiera terminado con el
triunfo de los brissotinos, sin abolir el régimen
feudal ni devolver la tierra a las comunas, ¿dónde estaríamos hoy?
Para
Brissot y para toda la Gironda,
la Revolución terminó cuando el
10 de agosto elevó a su partido
al gobierno. No quedaba más que aceptar la situación y obedecer las leyes políticas que hiciera la Convención. No
podía comprender al hombre del pueblo que decía:
ya que los derechos feudales subsisten, ya que las tierras no han sido
devueltas a las comunas, puesto
que en todas las cuestiones de propiedad territorial reina lo provisorio
y el pobre soporta todo el fardo de la guerra, la Revolución no está terminada,
y considerando la inmensa
resistencia opuesta en todo por el antiguo régimen a las medidas decisivas, únicamente puede
terminarla la acción revolucionaria. Los
girondinos no lo comprendían. Sólo admitían una categoría de descontentos: la de los ciudadanos que temían “por su
fortuna, por sus prerrogativas o por su vida”.
Todas las demás categorías de descontentos no tenían razón de ser; y sabiendo la incertidumbre en que dejó la
Legislativa las cuestiones de la propiedad de
la tierra, surge la pregunta: ¿Cómo podía
ser posible una actitud
espiritual seme-ante? ¿En qué
mundo ficticio de intrigas vivían esas personas? Si no conociéramos demasiado bien a nuestros contemporáneos no
los podríamos comprender.
* * *
¿Qué
podían hacer los revolucionarios más que aceptar la lucha a muerte?
O
bien detener la Revolución tal cual se hallaba, inconclusa, y la contrarrevolución
termidoriana hubiera comenzado quince meses antes, en la primavera de 1793, antes de la abolición de los derechos
feudales.
O
bien expulsar a los girondinos de la Convención, a pesar de los servicios que habían prestado a la Revolución mientras era
preciso combatir a la monarquía. Estos servicios
no podían desconocerse. “¡Oh!; sin duda –exclamaba Robespierre en la famosa sesión del 10 de abril–, trabajaron
de manera violenta contra la Corte, contra los
emigrados, contra los curas, ¿pero hasta cuándo? Cuando tenían el poder a
conquistar... Una vez conquistado el poder, su fervor fue disminuyendo
rápidamente tal como se apresuraron a cambiar de odios”.
La
Revolución no podía detenerse a medio camino; debió seguir adelante, pasando sobre sus cuerpos. Por esa causa, desde febrero de 1793, París
y los departamentos revolucionarios fueron
presa de una agitación que desembocará en el 31 de mayo.
[Párrafos
extraídos de La Gran Revolución Francesa (1789-1793, Buenos Aires, Edit.
Anarres, 2015.El texto completo es accesible en http://www.fondation-besnard.org/IMG/pdf/Kropotkin_-_La_Gran_Revolucion_final.pdf.]
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