Miguel Hernández
Las grandes religiones monoteístas son proselitistas y desaprueban al resto de creencias que puedan entrar en competencia en su mismo mercado. Hasta aquí comparten características con otros sistemas ideológicos. Lo que les diferencia es su extraordinaria susceptibilidad y agresividad ante cualquier crítica. Un comentario que cuestione, o incluso matice, su veracidad o conveniencia, es interpretado como una agresión a su libertad religiosa. Se sienten ofendidos, atacados, humillados, y reaccionan con violencia verbal o incluso física. Según Mariano Chóliz[1], en la mayoría de los casos se trata de una estratagema, gracias a la cual se logra: 1) cohesionar al grupo de creyentes frente a un enemigo común externo; 2) evitar que éstos piensen y se cuestionen esos contenidos imposibles de demostrar y difíciles de creer; y 3) desviar el debate a los propios críticos. Acusan a los laicos de intolerantes porque éstos no están dispuestos a dejarse imponer sus creencias. Si tan seguros están de la bondad de su doctrina, si tan positivos son sus “valores” y las enseñanzas de sus fábulas, ¿por qué esa obsesión por adoctrinar a los niños en el colegio, antes de que puedan desarrollar su sentido crítico? ¿Si su dios es omnipotente, por qué necesita que salga un triste mortal o un grupo de ellos a “defenderlo”? ¿Por qué no se limitan “a difundir su prédica entre sus fieles y a observar el culto en sus templos y dejar a los demás en paz”?
Las grandes religiones monoteístas son proselitistas y desaprueban al resto de creencias que puedan entrar en competencia en su mismo mercado. Hasta aquí comparten características con otros sistemas ideológicos. Lo que les diferencia es su extraordinaria susceptibilidad y agresividad ante cualquier crítica. Un comentario que cuestione, o incluso matice, su veracidad o conveniencia, es interpretado como una agresión a su libertad religiosa. Se sienten ofendidos, atacados, humillados, y reaccionan con violencia verbal o incluso física. Según Mariano Chóliz[1], en la mayoría de los casos se trata de una estratagema, gracias a la cual se logra: 1) cohesionar al grupo de creyentes frente a un enemigo común externo; 2) evitar que éstos piensen y se cuestionen esos contenidos imposibles de demostrar y difíciles de creer; y 3) desviar el debate a los propios críticos. Acusan a los laicos de intolerantes porque éstos no están dispuestos a dejarse imponer sus creencias. Si tan seguros están de la bondad de su doctrina, si tan positivos son sus “valores” y las enseñanzas de sus fábulas, ¿por qué esa obsesión por adoctrinar a los niños en el colegio, antes de que puedan desarrollar su sentido crítico? ¿Si su dios es omnipotente, por qué necesita que salga un triste mortal o un grupo de ellos a “defenderlo”? ¿Por qué no se limitan “a difundir su prédica entre sus fieles y a observar el culto en sus templos y dejar a los demás en paz”?
Las creencias religiosas son fantasiosas y difícilmente creíbles, de ahí la importancia del adoctrinamiento continuado desde la infancia. Los ritos y las liturgias tienen esa función, reafirmar la fe, impedir el análisis de lo que se afirma. Si, como decía Goebbels, “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”, una frase, una oración, un gesto, puede acabar teniendo un significado para aquel a quien han obligado a repetirlo mil veces. Además, no se cree a pesar de que sea absurdo, sino, como sostenía Tertuliano, precisamente por que es absurdo. Por tanto, de nada vale esgrimir argumentos racionales para discutirlos. Por esa razón el arma más eficaz contra todas las religiones es el humor ya que permite situarse en un plano de la discusión inesperado y para el cual ya no resulta válida la repetición mecánica del discurso, de ahí la indignación y la furia. El humor evidencia sus errores y desvela la auténtica naturaleza ridícula y absurda de sus planteamientos. Como ya se ha dicho aquí en alguna ocasión, si no quieren que nos riamos de sus creencias que no tengan unas creencias tan graciosas.
AVALL en 2009 intentó contratar a la Empresa Municipal de Transporte de Valencia para que incluyera en 2 autobuses de la ciudad publicidad con el siguiente lema: "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". Como se puede ver, un texto tremendamente violento y grosero. La alcaldesa Rita Barberá, por decisión propia, lo prohibió, y no solo eso, sino que alardeó públicamente de ello. Poco tiempo después, en esos autobuses municipales se hacía publicidad de una empresa dedicada a la prostitución de lujo.
Durante 4 años, del 2011 al 2014, nuestros compañeros madrileños[2] solicitaron permiso a la Delegación de Gobierno para realizar la mal llamada “procesión atea” el día de “Jueves Santo”. La respuesta fue siempre la misma, denegarla. Parece ser que ese día la calle pertenece a los católicos, pero no lo parece, es que lo es, y no solo ese día. La justificación era no causar “problemas gratuitos”, “evitar los excesos”, “no molestar en asuntos de religión”, e incluso invocaban la propia seguridad de sus intervinientes, es decir, que lo hacían por su propio bien. Aquí no solo se conculcaba la libertad de expresión sino también la libertad de reunión. Una vez derrotados en todas las instancias judiciales estatales, están esperando la resolución del Tribunal de Estrasburgo.
El 1 de mayo de 2014 un grupo de mujeres en Sevilla saca a la calle en andas una vagina de látex bajo el nombre “Procesión de la Anarcofradía del santísimo coño insumiso y el santo entierro de los derechos socio-laborales”. Los católicos pueden invadir periódicamente las calles, imponer sus símbolos, recibir dinero público, comprar medios de comunicación, imponer su calendario laboral y escolar, hacer declaraciones misóginas y homófobas, proteger a miles de pederastas, etc, pero si alguien, durante unos minutos, sin subvenciones, de manera modesta, les parodia en la vía pública no pueden soportarlo. Algunos si pudieran incluso las matarían. Y si Willy Toledo les apoya y se caga en su dios merece que el Estado le persiga. De ahí que su respuesta en una entrevista fuera el humor: “Verá, yo soy adorador de Satán. Ustedes, en la iglesia católica, apostólica, pederasta y romana no paran de insultar a Satán continuamente llamándole ‘el maligno’. Bueno, pues a mi me ofende mis sentimientos religiosos satánicos…”. Esto no es solo una salida ingeniosa, sino una invitación a la reflexión.
En el debate público supuestamente existe libertad de expresión, por tanto se pueden confrontar ideas y opiniones. Sin embargo existe una ideología que merece una especial protección por parte del Estado: la religión mayoritaria. Lo que pueda ofender a las minorías, sean estas de otras religiones, miembros del movimiento LGTBI o ateos nunca se cuestiona y siempre queda amparado por la libertad de expresión. Uno de los supuestos teóricos de la democracia burguesa es que la mayoría decide pero que se respeta a las minorías. Sin embargo, los intermediarios en la Tierra de estos poderosos seres imaginarios siempre tienen la mandíbula de cristal y el puño de hierro. ¿Algún juez admitiría a trámite la denuncia de un gay contra los editores del Levítico por delito de odio, homofobia e incitación a la violencia, o de algún ateo contra aquellos que dicen que Stalin mató a millones de personas por ser ateo? No, y tampoco lo pretendemos. Es la inteligencia del que escucha quien debe decidir sobre la pertinencia de los argumentos esgrimidos y no limitar el debate por miedo al Código Penal. Donde se limita la palabra también se limita el pensamiento.
Además, no existe el derecho humano a no ser ofendido. La ofensa o no de los sentimientos religiosos depende más de quien se siente ofendido que del ofensor. ¿Dónde se sitúa la raya en cada caso? Se quiere convertir al Estado en policía de la doctrina y los dogmas de una religión, que formule juicios sobre la ortodoxia o sobre la valoración que merecen unas opiniones en materia confesional, algo propio de países teocráticos. Algunos de esos hay todavía, como Arabia Saudí o el Vaticano, pero en otros 71 países se mantiene algún tipo de especial protección a la religión mayoritaria, España entre ellos.
Por otra parte, resulta ridículo que el objeto jurídico protegido sean los sentimientos. Además, ¿por qué los sentimientos religiosos y no los políticos? ¿El Estado debe proteger con penas de multa y cárcel los sentimientos socialdemócratas? Grotesco. ¿El ámbito de lo religioso debe ser un terreno prohibido para la incursión de músicos, dramaturgos, pintores, filósofos, científicos, periodistas o cualquier crítico con un credo? ¿También serían blasfemias las declaraciones científicas que contradicen las estupideces sostenidas durante siglos sobre el universo o la vida? La mejor versión de Occidente se construyó a partir de las “blasfemias” de Galileo, Darwin o Hawking. ¿Y cómo se gestionarían las blasfemias que los fundadores de unas religiones han dicho sobre otras que ya existían? A lo largo de la historia los seres humanos han creado unos 10.000 dioses. La mayoría han muerto, es decir, ha muerto la última persona que creía en ellos, y por tanto se han convertido en mitos. Ahí están, por ejemplo, las mitologías griega y romana.
Este debate no es simplemente el conflicto entre la libertad de expresión y la fe, sino el choque entre afirmaciones contrarias sobre la conciencia. ¿Cuáles serían los límites? No hace falta ser jurista para alcanzar a comprender que solo hay dos razonables. El primero sería la protección al honor de individuos o grupos concretos. Por ejemplo, si yo digo que un sacerdote, un imán o un rabino con nombre y apellidos es un pederasta o bien presento las pruebas o si no estoy difamándole. Todas las personas, incluidas ellas, tienen derecho a que no se digan mentiras públicamente sobre su comportamiento. El segundo sería la incitación directa a la violencia. Por ejemplo, animar públicamente a incendiar un templo religioso o agredir a un miembro de una confesión religiosa por el hecho de serlo. Pero estos dos supuestos ya están incluidos en la legislación común, es decir, la que afecta a todo el mundo, y no tiene sentido que merezca una protección especial en función de unas creencias por el mero hecho de pertenecer a ellas, por sí mismas. El creyente de una religión no debería tener derecho a poner sus creencias por encima del derecho de todos a la libertad de expresión y a la libertad de conciencia. Y si ésta en ocasiones incluye la grosería, la mala educación o la sátira cruel sobre su simbología el público lo juzgará, pero no tiene ningún sentido que lo haga un juez. Es el precio a pagar por poder gozar de la discusión inteligente, de la crítica certera y del avance científico. Es el principio que ha sido alcanzado en algunos países a partir de siglos de derramamiento de mucha sangre. Es precisamente en la irreflexión, en la ignorancia, en la genuflexión acrítica donde se permite florecer al odio y a la maldad. En una sociedad con personas inteligentes y críticas, donde la información crece exponencialmente y puede ser contrastada, impugnada o discutida, no necesitamos que nadie, y menos un Estado o un sacerdote, nos diga lo que podemos ver, oír o pensar.
Notas:
[1] Elogio del ateísmo, Mariano Chóliz, Buenos Aires, Deauno, 2009, p. 134.
[2] AMAL, Asociación Madrileña de Ateos y Librepensadores.
[Publicado originalmente en la revista Al Margen # 108, Valencia (España), invierno 2018.]
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