Alguien desde México
El pasado
19 de septiembre, cuando se conmemoraban 32 años del sismo de 1985, otro sismo
volvió a sacudir el centro del país, causando grandes daños humanos y
materiales. El epicentro se originó a 100 kilómetros de la Ciudad de México, en
el estado de Morelos, por lo que fue la sacudida dejó un corredor de destrucción,
lo que significa cientos de personas muertas y miles de afectados que perdieron
familiares, hogares y pertenencias.
El saldo
real tanto en vidas como en edificios dañados es difícil saberlo, pues el
Gobierno Federal, los locales y las empresas del capital inmobiliario se niegan
a clarificar esta información, poniendo cuantos sesgos les es posible para que
no se difunda el verdadero resultado de la catástrofe. Oficialmente se habla de
entre 300 y 400 personas muertas; se especula que son miles de edificios y
casas dañadas estructuralmente, lo que implica a miles de familias que
perdieron o están por perder su casa y sus pertenencias.
La inacción y desinterés del Estado
El
Gobierno pronto intentó minimizar la magnitud del desastre: “sólo algunas
zonas”, “sólo algunos muertos”, “todo está bajo control”, y llamó desde los
primeros días a volver lo más pronto posible a la “normalidad” y reestablecer
la vida económica, con estos llamados el Gobierno intentaba negar la magnitud
de la situación, para evitar tener que poner en marcha los planes de emergencia
y la liberación de Fondo Nacional de Desastres (que sigue sin liberarse); negar
la catástrofe le permite al Gobierno negarse a destinar fondos económicos para
auxiliar a la población, y hacer caso omiso de las exigencias de
investigaciones sobre las instancias gubernamentales encargadas de otorgar los permisos
de construcción, pues esto destaparía cloacas de corrupción entre el Gobierno y
el capital inmobiliario.
El
objetivo de las fuerzas del Estado -ayudado por los medios de comunicación, y
de la mano de los grandes capitales- no fue nunca auxiliar, sino coartar las
múltiples formas de acción directa que la gente había puesto en práctica en sus
formas más espontáneas y vivas: tomar el control de las calles alrededor de los
puntos colapsados; entorpecer las tareas de rescate y solidaridad; intentar acelerar
la remoción de escombros sin importar si aún había gente con vida; apoderarse
de los centros de acopio; controlar la información que se emitía desde los diferentes
puntos.
Posterior
a los momentos de rescate, la tarea del Gobierno ha sido implantar la imagen de
que la normalidad ha vuelto; negar los verdaderos saldos del desastre; negar la
ayuda a quienes perdieron sus hogares; buscar la forma de favorecer a las
empresas inmobiliarias responsables de los derrumbes y eliminar toda prueba de
su responsabilidad.
Desde los
primeros momentos la ayuda mutua y la acción directa se hicieron presentes en
las calles, la solidaridad brotó de pronto como la lógica imperante entre la gente:
la gente miraba al otro, a la otra, se miraba en ellos, se reflejaba y actuaba
en consecuencia, no sólo en las zonas de rescate, sino que la gente buscaba
auxiliarse en donde quiera que estuviera, desde abrazar al que estaba a lado,
intentar tranquilizar a quien estallaba en crisis nerviosas, a quienes
caminaban rumbo a sus hogares, a quienes necesitaban alimentarse, descansar, comunicarse
o cargar las baterías de los teléfonos. La solidaridad de manera espontánea se
hizo constante en una ciudad donde la dinámica del sistema intenta imprimir una
lógica de insolidaridad. En una ciudad como la de México, es difícil ver a la
gente pensando en la demás gente, las largas jornadas de trabajo, los largos y
tortuosos recorridos diarios, el cansancio y la urgencia económica cotidiana,
los constante mensajes del sistema político y económico que llaman a pensar
sólo en uno mismo, son parte de lo que hace difícil —aunque no imposible- ver a
la gente pensando en los demás, haciendo a un lado el “yo”.
Y aunque
para la gente en general no hubo un centro de atención, sí emergieron centros
de atención de la contrainformación, como la fábrica ubicada en la calle de
Chimalpopoca en la Colonia Obrera. La fábrica -que en realidad eran diferentes
fábricas- se vino abajo con todas las trabajadoras que laboraban adentro.
Poco se
sabe de quiénes eran, cuántas eran, para quién trabajaban, cuántas fábricas
había en el edificio. La poca información que ha sido conocida es que al parecer
eran -en su mayoría mujeres obreras, migrantes ilegales de origen asiático y
que en el edificio había más de una fábrica, que se producían textiles de la
marca “Shasa”, entre otras manufacturas.
Las
condiciones laborales en México son de explotación extenuante, extensiva e
intensiva, la inmensa mayoría de los y las trabajadoras -en fábricas y
oficinas- laboran entre 11 y 14 horas por día, con salarios ridículos, sin derechos
laborales mínimos, sin sindicatos o controlados por sindicatos charros
(blancos); en las maquilas se contrata relativamente a mujeres principalmente -aunque
no exclusivamente-, y si se trata de trabajadoras inmigrantes ilegales, se
puede suponer una cloaca de explotación, corrupción y trabajo cuasi esclavo.
Todo esto podría explicar la prisa que los gobiernos tuvieron para dar por terminados
los trabajos de rescate y comenzar la remoción de escombros, para borrar toda
huella de lo que ocurría en esas fábricas.
En todos
los sitios, las fuerzas del Estado llegaron a tomar el control de las zonas,
para detener la solidaridad y la acción directa, es decir para desmovilizar a
la población; minimizar la catástrofe; diluir las responsabilidades (del Estado
y el Capital); y poner a funcionar la “normalidad”. En diversos puntos la gente
intentó oponerse a las pretensiones del Estado de dar por terminada la búsqueda
de sobrevivientes desde antes que se cumplieran 48 horas, y gracias a esto, las
tareas de rescate continuaron.
El
Gobierno de Morelos, junto con el Ejército y la Policía Federal se apoderó por
la fuerza de tráileres completos de acopio, para dirigirlos a las bodegas de
DIF (Desarrollo Integral de la Familia, agencia estatal supuestamente dirigida
a impulsar el bienestar de los niños y las familias más vulnerables
socialmente) para empaquetar el acopio y repartirlo como ayuda gubernamental
sin que el Gobierno haya desembolsado un solo centavo para alimentos, medicinas,
agua, material de curación o herramientas. Este actuar esume el actuar del
Gobierno Federal, de los gobiernos estatales y municipales, que involucran a todos
los espectros de la clase política (desde la ultraderecha hasta la izquierda
electoral), lo que llegó a enojar a la gente que se lanzó a tomar las bodegas
donde se escondía y acaparaba el acopio para distribuirlo, como ocurrió en la ciudad
de Cuernavaca.
La solidaridad desbordada, desde abajo
Colectivos,
organizaciones, brigadas, de diferente tendencia política, entre las que nos
incluimos los y las anarquistas, sí actuamos, pero ni dirigimos, ni iniciamos,
ni incidimos, ni influimos, no fuimos centrales, y es más, no fuimos necesarios
para que la gente: la doña que vende quesadillas en la esquina; el albañil con
las manos cuarteadas; el chavo de barrio que es despreciado por su forma de vestir
y de hablar; el viejo vendedor de periódicos de la esquina; la ama de casa con
sus jornadas sin límite; obreros y obreras con sus espaldas cansadas de cargar
la historia; la trabajadora sexual con tacones y su minifalda; el chavo fresa
(pijo) con sus tenis de moda; el estudiante que aspira a sentirse “intelectual”
de academia; el oficinista elegante que siempre cuida no mancharse la camisa;
el migrante centroamericano; las que iban pasando por la calle; las y los
jóvenes, las y los viejos -y hasta uno que otro policía de crucero- actuara en
solidaridad y acción directa.
Es decir,
a nosotros, los colectivos, las organizaciones sociales, el terremoto también
nos rebasó, y con él la solidaridad y la acción directa de la gente también nos
dejaron muy por detrás suyo, haciendo que esta solidaridad que se desbordó e
invadió la ciudad y las comunidades del sur de la ciudad y de Puebla y Morelos,
esta acción directa emergida desde los pechos desnudos de la propia gente no
pueda tener una autoría posible, que se desdibujen las ansias de protagonismos
individuales, colectivos y políticos, y que nadie pueda intentar abrogarse esta
solidaridad y acción directa profunda, sin que esta pretensión no sea -por lo
menos- un insulto al carácter anónimo, socializado, disperso, sin rostros
específicos, sin nombres propios o membretes de tal acción social, masiva, descentralizada,
espontánea y profunda de la solidaridad y la acción directa.
[Publicado
originalmente en el periódico Rojo y
Negro # 316, Madrid, octubre 2017. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro316%20octubre.pdf.]
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