Armando Chaguaceda[i]
En Venezuela acaba de ser aprobada la nueva Ley de Educación Universitaria que norma el sistema de educación superior en el país[ii]. En ella destacan aspectos positivos como el mantenimiento de la gratuidad para las instituciones públicas, el establecimiento de la participación igualitaria de estudiantes y no docentes, el énfasis en el bien público y la vinculación con el desarrollo nacional, además de la explicita promoción de la hegemonía cultural anticapitalista. Sin embargo la Ley ha sido impulsada y aprobada de manera poco incluyente y opaca, en medio de una paralización de las universidades derivadas de las torrenciales lluvias decembrinas y el cercano fin de año, ejecutoria que ha favorecido los rumores, desinformaciones y la polarización. Actores interesados y afectados por la Ley no han sido debidamente consultados en toda su amplitud y diversidad, y se señalan indefiniciones en la estructura organizativa y los reglamentos disciplinarios, elementos ambos centrales en cualquier reordenamiento serio, funcional y sostenible, lo cual revela importantes fallas derivadas de una aprobación apresurada.
Por todo lo expuesto la Ley ha desatado pasiones que merecerían apoyarse en análisis más argumentados sobre sus limitaciones y potencialidades. Un notable intento en esta dirección ha sido acometido por el amigo y colega Juan Eduardo Romero, quien destaca la inaceptable (y risible) duplicidad de comportamiento de aquellos que denuncian los actos irreflexivos de la Asamblea Nacional e incurren en comportamientos similares, emitiendo juicios infundados y limitando derechos al que disiente del criterio mayoritario, como fue su experiencia en un foro reciente. Y tiene absoluta razón al recordar que no puede haber discusión si no asumimos con seriedad el estudio de lo criticado; por ello me permito complementar (o acaso comentar?¡) sus reflexiones en los párrafos siguientes.
Juan Eduardo destaca en su texto[iii] la “asimilación de un conjunto de conceptos provenientes de la filosofía de la liberación de Enrique Dussel y de la pedagogía crítica de Pablo Freire” dentro del articulado de la Ley, que permitiría avanzar en “la definición de un pensamiento científico y humanístico liberador (…) alejado de aquella ortodoxia soviética y cubana del siglo XX”. Suscribo plenamente el valor de sus palabras y aspiraciones pero creo necesario comentar varios “detalles” apoyados en la evidencia empírica.
El primero es que debemos leer (y entender) un fenómeno legal en su contexto social, y en ese sentido las nociones progresistas presentes en su redacción (pedagogía crítica, humanismo liberador, educación emancipadora) contradicen la práctica reciente de una Asamblea Nacional que ha modificado leyes importantes para el orden nacional en beneficio de un proyecto político y aprobado una Ley Habilitante que desconoce la voluntad de más de la mitad del electorado popular, expresada en las elecciones del 26 de septiembre. Disenso en aumento, proveniente de las filas del propio movimiento bolivariano, que ha sido destacado por militantes en varios espacios y medios. [iv]
En segundo orden debe recordarse que la asesoría pedagógica fundamental de las autoridades venezolanas proviene de Cuba, país donde la Educación Popular no ha logrado convertirse en principio regenerador de una pedagogía libertaria, donde se le confina a espacio y praxis de trabajo con pequeñas comunidades, de impacto limitado en las dinámicas de la vida nacional.[v] Y donde las directrices y prácticas del modelo de educación cubano (sin dudas exitoso en cuanto a la cobertura universal, los avances alfabetizadores y la entrega de sus docentes) siguen consagrando un modelo bancario, autoritario y vertical, en el cual el estado (y no gremios autónomos de educadores o asociaciones de padres) rige discrecionalmente la política educacional.[vi]
Creo, después de haberla leído, que la Ley impone visible, repetida (e inconstitucionalmente) el socialismo, una noción ausente en la Constitución de 1999[vii] y rechazada por voto popular en tanto definición ideológica del Estado venezolano en diciembre de 2007, por lo cual esta imposición niega la diversidad presente en la sociedad venezolana y legalmente reconocida por la existencia de un régimen multipartidista con elecciones competitivas. El autor y yo coincidiremos –en tanto socialistas y marxistas que hemos escogido serlo- la inutilidad de imponer a los demás una cosmovisión que, en tanto hija de la fuerza, solo generaría simulación, mediocridad y servidumbre. Por demás la experiencia de estos años demuestra que, lejos de nuestros buenos deseos y los debate ilustrados con escasa incidencia política, la visión oficialista supone la existencia de un solo modelo de socialismo, impreciso y dependiente de los giros de timón del presidente, con escasa formación (y coherencia) política y que enarbola la lealtad acrítica al líder y la intolerancia disfrazada de compromiso como virtudes de la militancia. Se trata, lejos de su retórica renovadora “del siglo XXI”, de rasgos inherentes al viejo modelo estatista de la pasada centuria, mismo que consagraba un partido en el poder…..y el resto (incluidos los otros socialistas) en el ostracismo o la cárcel.
Cuando Juan rebate las reticencias a la imposición de un pensamiento único plantea la existencia dentro de la nueva Ley de un explicito reconocimiento a la autonomía y la libertad académica. Sólo quiero puntualizar que (y en esto nuestra común formación marxista facilita las cosas) habría que tener un enfoque holístico y distinguir tanto las formas como los contenidos y contextos, lo que se firma de jure y se hace de facto. ¿No cree el autor que la concreción de cualquier autonomía y libertad (incluso y muy particularmente para repensar el socialismo en un horizonte participativo y democrático como el que ambos defendemos) está íntimamente influida por los cambios adelantados en las últimas semanas por el poder legislativo? Mutaciones que afectan en rigor las posibilidades de expresarse con acceso a medios, sin ser objeto de censura o penalización, y de concertar posiciones y de sostener debates de calidad dentro de ese mismo foro legislativo.
Objeta Juan Eduardo el calificativo de autoritario/totalitario endilgado a la Ley. Comparto con él que el discurso anticomunista, el resentimiento ante la intolerancia (que genera otra intolerancia) y los temores de la aristocracia académica, entre otros factores, contribuyen a esta argumentación. Pero no es exacto, como señala Juan, que lo que defina una sociedad totalitaria y autoritaria sea la imposibilidad de expresar un pensamiento disidente, porque hasta en los regímenes más atroces este puede tener cierto cauce en la vida privada convertida (como el arte) en un espacio de libertad.
Lo que realmente define una sociedad acosada son los costes públicos de expresar y ejercer ese disenso. Y no tiene sentido (ni demuestra responsabilidad) esperar que el cambio sea irreversible, porque las intolerancias al debate (dentro de las Universidades o los Poderes Públicos, dentro del oficialismo o la oposición) ya van configurando esa triste realidad. Y si reunimos las crecientes atribuciones de los funcionarios estatales con los cambios beligerantes en la retórica y praxis política oficialista[viii] no hay que ser particularmente lúcido para desconocer que cuando un ciudadano es hoy marcado por el dedo admonitorio del poder (de facto indiviso y concentrado) su suerte está prácticamente echada.
Destacados pensadores[ix] han señalado los problemas de una institución tan veterana como la universidad, carencias entre las que destacan la carencia (o poca organicidad) de los vínculos universidad-comunidad- sociedad, la persistencia (o reconformación) de corporativismos, la magra utilidad, calidad o aplicabilidad de los conocimientos producidos en los planteles, desproporción y mal empleo de los recursos situados por el estado (a veces por mandato constitucional) a las universidades, la conversión de estas en plataformas electorales o de ascenso en el entramado estatal, partidista o empresarial, etc. El reto vigente es el de que los procesos de democratización y modernización universitarios vayan de la mano, sin detrimento de uno ni sobredimensionamiento del otro.
Sin embargo, debemos considerar que la universidad puede dejar de ser un estado dentro del estado (como nos enseñó la experiencia de PDVSA) para convertirse ulteriormente en un fundo dentro de una hacienda mayor. Combatir los privilegios (más aristocráticos que burgueses) de los gremios docentes, en países donde grandes segmentos de la población se encuentran precariamente insertados en los circuitos educativos, no equivale a convertir los planteles en parte de un engranaje centralizado, dirigido por una burocracia ministerial cuya operación obedece (como todas las burocracias en todos los rincones del mundo) a criterios de sobrevivencia y lealtad política, situación que se agrava en regímenes personalistas y de partido único o monopólico[x]. Eso sí, hay que combatir los despilfarros, robos, prebendas y afectaciones a los derechos laborales de los trabajadores (docentes y no docentes) agudizados por la corruptela neoliberal y las peores tradiciones del Estado Mágico. Pero habría que pensar si con un modelo de gestión más concentrada y vertical esos problemas se eliminarían….o pasarían a otros estadios e instancias de enfrentamiento, apelación y transparencia, acaso más complicados.
Es relevante que se consagre la igualdad socio-política dentro de las instituciones universitarias. Pero los reglamentos para ello deben discutirse y aprobarse con suficiente tiempo y consenso, para evitar que la ampliación de la ciudadanía universitaria se convierta en una fórmula para garantizar la preeminencia (previa al control político total) de un único actor, sea este intra o extraescolar. La experiencia de acoso y/o eliminación de la autonomía universitaria demuestra que las modalidades de implementar la colonización estatal de los centros ha tenido dos mecanismos de operación: la supresión bruta desde arriba manu militari (en países regidos por dictaduras de Seguridad Nacional ) o el insuflar demandas “democratizadoras” y “purificadoras” desde abajo (en regímenes socialistas de estado), que terminan marginando a aquellos que piensan diferente y entregando las estructuras y planteles a dirigentes estudiantiles, sindicales o académicos afectos al gobierno.
Tampoco creo que una apertura efectiva a los sectores populares equivalga a la plebeyización de la universidad. Lo popular es una categoría que alude a sujetos en relación de precariedad material, exclusión social y marginación política frente a los poderes tradicionales, personas que muestran en coyunturas clímax (como las de 1989 y 2002) dosis extraordinarias de solidaridad y heroísmo, y que tienen dentro de sí todas las potencialidades para devenir sujetos autónomos. En cambio, la plebeyización es una construcción populista hecha desde el estado, que exacerba los rasgos violentos, marginales e infantiles de un pueblo, para sujetarlo políticamente y enfrentarlo a quienes ese poder considera sus enemigos.
Concuerdo con el autor que no debió esperarse hasta ahora para realizar esta discusión y que hay que acometerla en un ambiente de pluralidad y respeto. Sin embargo dudo que el “debate constructivo” que ambos reclamamos pueda generarse en un ambiente de recelo producto y de confrontación. Donde el lamentable “escenario de desobediencia y alteración” sobre el que Juan alerta se refuerza con los manguerazos y perdigones que una fuerza policiaca dispensó a una manifestación pacífica amparada en los derechos a protesta y manifestación consagrados por la legislación vigente. Ver estas tristes imágenes me hizo recordar otras….aquellas donde esta misma Ballena y esos mismos antimotines, dirigidos por los gobiernos neoliberales, era empleada contra otros caraqueños, en esas mismas calles y ante las protestas de muchos que hoy justifican (con su complicidad o su silencio) su empleo incivil.
En un proceso complejo como la transición socialista pueden acometerse acciones correctivas, como las campañas de alfabetización, la creación de planes de estudio para trabajadores, la conformación (temporal) de currículos niveladores para los planteles rurales y de zonas empobrecidas. Pero estas son acciones de corto tempo, que deben trascender a procesos cualitativamente superiores. Las prácticas pedagógicas emancipadoras avanzarán mediante el logro de una hegemonía socialista (desterrando el imaginario burgués, el empresariado universitario y los autoritarismos académicos), expandiendo fórmulas más simétricas de participación del estudiantado y los trabajadores administrativos en las instancias de deliberación y decisión de las universidades, impidiendo la injerencia de burocracias estatales y la monocromía política. Ni la cerrazón al debate ni exclusiones espurias (vengan de donde vengan) construyen las matrices liberadoras que forman una ciudadanía empoderada.
[i] Politólogo, historiador y pedagogo, Coordinador del Grupo de Trabajo Anticapitalismo & Sociabilidades Emergentes (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales)
[ii] Proyecto de Ley de Educación Universitaria http://www.scribd.com/doc/ 45719556/proyecto-de-Ley-de- Educacion-Universitaria
[iii] Juan Eduardo Romero Jimenez, La Ley de Educación Universitaria: oportunidad para el cambio, http://www.aporrea.org/ educacion/a114484.html
[iv] Destacan los aportes de Roland Denis en http://www.elpueblosoberano. net, de Javier Biardeau en saberescontrahegemonicos. blogspot.com, y de ambos autores en http://www.aporrea.org/
[vi] Ejemplo de ello es la tardía eliminación (por criterios de sostenibilidad económica) del internamiento obligatorio de aquellos muchachos que querían estudiar bachillerato, confinados en escuelas en el campo, con precarias condiciones de alimentación, convivencia y seguridad. Esta política rigió por casi veinte años pese a las conocidas inconformidades de la ciudadanía, con el blindaje de la prensa a la crítica frontal de ese problema (siendo la Iglesia la que se hizo eco del asunto) y pervirtiendo la sana idea de vinculación estudio trabajo presente en lo más avanzado de la pedagogía liberadora, con destaque del pensamiento de José Martí.
[vii] La Constitución de la Republica Bolivariana de Venezuela (1999) se ha convertido en el piso común de ciudadanía de los venezolanos, en base a los profundos cambios sociológicos, ideológicos, culturales y jurídicos de la pasada década. Cambios que son resultado, en primer lugar, de las luchas populares y de sectores medios por defender la soberanía nacional, la promoción de los derechos humanos (en su compleja integralidad) y el respeto a la coexistencia de bienes públicos, colectivos y privados frente a la arremetida cultural del neoliberalismo y a trasnochadas intentonas como el golpe de abril de 2002.
[viii] Esta intolerancia, envuelta en un discurso anticomunista y descalificador, está también presente en sectores de la oposición pero esta no posee hoy los medios y facultades para encarcelar o reprimir como sí lo hace el gobierno.
[ix] Boaventura de Sousa Santos, La universidad en el siglo XXI. Para una reforma democrática y emancipatoria de la universidad. Montevideo: Ediciones Trilce, 2010.
[x] Ver en América Latina la experiencia del Partido Revolucionario Institucional, fuerza dominante en el panorama político mexicano por 7 décadas, para no hablar de los regímenes socialistas de estado.
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