Martín Albornoz
* Prólogo al libro de Tomás Ibáñez Anarquismo es movimiento.
Hay un cuento de G. K. Chesterton que en mi opinión todos los anarquistas deberían leer. Su lectura, según se prefiera, podría funcionar como simple juego o como puesta a prueba y umbral mínimo de sensibilidad libertaria. Se titula “Conversión de un anarquista” y narra la historia del casamiento de lady Joan Garnet y el ácrata escocés Andrew Home. Este último, nos informa Chesterton, es un “anarquista convencido” que “miraba la Nada desde todos los puntos de vista posibles; dividía la Nada en secciones que a continuación volvía a combinar en sistemas; distinguía una clase de Nada de otra clase de Nada, y después demostraba que la diferencia se reducía a Nada” [1].
La cuestión es que inicialmente, para escándalo de la sociedad de su tiempo, este anarquista “ontológico” puso como condición para consumar su matrimonio no hacerlo por la iglesia, aunque finalmente así lo hizo, esta vez para escándalo de sus compañeros bohemios y anarquistas. ¿Qué es lo que medió entre la negación primera y la afirmación posterior? Días antes de casarse, lady Joan y Home, fueron a una tertulia en el Liberty Hall, el Club de todas las opiniones, un ámbito de sociabilidad libertario en el cual podía decirse cualquier cosa, sostenerse cualquier teoría, afirmarse cualquier idea por ínfima y caprichosa que fuera. No había posibilidad de horrorizar a nadie. Poniendo a prueba la calidad de esa apertura, presuntamente dispuesta a escuchar y abrazar hasta la más curiosa manifestación personal, el anarquista toma la decisión, en nombre de la razonabilidad, de defender irónicamente algo indefendible: la bondad de juramentar postrado frente al altar y al cura el amor eterno. Al ver que escandalizados los miembros del
Liberty Hall le cerraban sus puertas, Home se retira triunfante por haber descubierto el límite de lo ilimitado, esto es: el límite del anarquismo y de lo que los anarquistas estaban dispuestos a problematizar o aceptar.
Podría argumentarse contra Chesterton que el anarquismo no es ni la negación de todo, ni que los anarquistas y las anarquistas deseen casarse por la Iglesia, más bien todo lo contrario, pero aun así la paradoja que plantea tiene su sentido. Si el anarquismo presupone un espacio abierto, mutante, cálido y afectivo, una “atmósfera moral” como sostenía Rafael Barrett para las singularidades que son oprimidas por el sistema, ¿cómo es posible que haya particularidades y deseos personales que resulten inaceptables en ese espacio?, ¿cómo puede ser que exista algún tipo de autoridad que señale la vía correcta o incorrecta de lo que es, o debería ser o pensar, un anarquista? En otras palabras, la paradoja mayor es que el anarquismo pueda volverse, llegado el caso, represor y expulsivo; que no esté a la altura del indudable interés que todos los días despierta en muchas personas que están en desacuerdo con el mundo en el que vivimos.
Asumiendo este tipo de tensiones e interrogantes y apostando a una renovación fecunda y radical del anarquismo, la obra de Tomás Ibáñez resulta excepcional. Su propuesta es, sólo en apariencia, simple: ampliar, exceder y repensar el significado del anarquismo y de la anarquía como aspiración. Sus escritos hacen blanco en el anquilosamiento y las inhibiciones de las teorías y prácticas libertarias. Esa intención estaba clara en la selección de ensayos Actualidad del anarquismo, también editada por Libros de Anarres en 2007. Para el anarquismo, como teoría o visión del mundo, no debería existir el “punto exacto”, un instante a partir del cual podría afirmarse plenamente y desde donde enfrentar la totalidad de las situaciones de dominio y explotación. Renunciando a ese deseo, más bien debería refundarse a partir de su fragilidad constitutiva, sus contornos difusos, su provisionalidad y su carácter portátil. Por esas razones, afirmaba entonces que “el anarquismo se conjuga al imperfecto” [2].
Sin embargo, un gran porcentaje de quienes hoy en día se proclaman anarquistas parecieran encontrarse cómodos en la búsqueda de una perfección que descansaría indefectiblemente en sus glorias y conceptualizaciones pasadas. Guardianes de su legado se aferran a los hechos salientes de su propia historia y a las poquísimas situaciones del presente que esa tradición permite comprender. Por conmovedores y ejemplares que puedan resultar los distintos acontecimientos y procesos que fueron jalonando la vida del anarquismo, no sería extraño sentir cierto efecto de inmovilidad frente al recitado de los logros del gremialismo anarquista de hace más de cien años, los actos de vindicación de la década de 1910, la glorificación de las versiones más espectaculares, y por ende más aptas para consumo, del anarco-terrorismo de la década del veinte y los escasos momentos de visibilidad que tuvo a partir de la década del treinta del siglo XX. El peligro de ese respeto por la historia es el de reemplazar la vitalidad libertaria por un relato solemne y carente de auto-ironía cuyo peor resultado es el de mostrar un anarquismo clausurado que “marca el paso”, que busca el unísono, cuando su verdadera apuesta, la verdaderamente antiestatal, debería ser forzar la multiplicación de los puntos de vista.
En el mismo sentido son escasas las reconsideraciones profundas sobre las ideas clásicas del movimiento o sobre las categorías nodales que vertebraron su arsenal teórico pretérito. El resultado: fetiche del Estado, fetiche de la Revolución, fetiche del Sujeto, fetiche de la Violencia, fetiche de la Acción, fetiche del Antiteísmo, fetiche de la Organización y como hemos visto, fetiche de la Historia. Así visto, el anarquismo puede devenir, en el mejor de los casos, en un mantra apenas murmurado por entendidos, un recitado de ideas y aprioris que apuestan con cierta ingenuidad a volver transparente una realidad social y cultural constitutivamente cambiante y elusiva. El movimiento libertario, que se hizo potente en la elasticidad táctica y la flexibilidad teórica, en lo múltiple de su interpelación, se trastoca rígido y desprovisto de sus propios elementos: el dinamismo, la heterogeneidad, la imaginación, la fluctuación y la deriva. Finalmente, se trataría en esta versión de una tradición que se sustrae a las consecuencias de su propia forma de concebir el problema del poder, los modos de vivir, la jerarquía, la dominación, la libertad y la crítica.
Frente a esta situación, en la década del ochenta, Bob Black planteó que el principal estorbo para el anarquismo eran los propios anarquistas. En esa misma línea, Hakim Bey, años más tarde denunciaba el desacople entre el movimiento libertario y los problemas de su tiempo: “entre el Pasado trágico y el Futuro imposible, al anarquismo parece faltarle un Presente; como temeroso de preguntarse a sí mismo, aquí y ahora, ¿Cuáles son mis verdaderos deseos? ¿Y qué puedo hacer antes de que sea demasiado tarde?” [3]. Y cuando uno está tentado de suscribir ese diagnóstico surge Tomás Ibáñez para afirmar que la anarquía es movimiento y que el anarquismo es más actual que nunca. Quizás no del modo en el que a los anarquistas más autorreferenciales les gustaría. No se trataría de una actualidad emanada de la inminencia de un cambio absoluto de la sociedad, tampoco de la articulación gremial de las huestes obreras dispuestas al sacrificio organizado por un mañana mejor. Se trataría más bien de todo lo contrario. El anarquismo es contemporáneo porque se ha vuelto inestable y porque no puede renunciar a su presente.
El libro de Ibáñez testimonia la actualidad del anarquismo, partiendo de las condiciones sociales y culturales que la han posibilitado y de las hibridaciones que la alimentan. Frente al cuadro trazado más arriba, no tendría que asombrar a nadie que la mayor potenciación de las prácticas libertarias de los últimos años procediese, como sostiene el propio Ibáñez, “extramuros”. Golpean a las puertas de los espacios anarquistas una multiplicidad de experiencias, prácticas, formas de lucha y organización que no se originan en ellos pero que por familiaridad pueden entroncarse con las propuestas libertarias. Algo similar sucede en relación con la teoría. Esta revitalización procede, sólo en parte, de la conjunción entre los desarrollos y críticas a la modernidad propias de postestructuralismo y heteróclita tradición teórica del anarquismo clásico. El libro trata de situar y sopesar la intuición de Saul Newman, uno de los principales referentes postanarquistas, según la cual habría ciertas relaciones de afinidad más o menos evidentes entre el anarquismo y postestructuralismo: “la teoría anarquista era in nuce postestructuralista, así como el postestructuralismo era in nuce anarquista” [4]. Quizás lo más sugerente de la invitación a pensar que nos propone Ibáñez sea la de cartografiar toda una serie de autores y temas con los cuales muchos y muchas anarquistas aún no están familiarizados.
Con delicadeza y cuidado, con el deseo de no herir ninguna susceptibilidad, con atenciones a todas las líneas existentes dentro de la órbita libertaria –desde los insurreccionalistas hasta los más afectos a la pulsión sindical– Ibáñez asume los riesgos de su empresa, la cual por su propia lógica, sólo puede ser inclusiva. Suturando la división trazada por Murray Boockchin entre anarquismo como “estilo de vida” y “acción colectiva”, promueve la discusión, el reacomodamiento de las posturas, incorporando tanto las derivas personales como las experiencias comunitarias.
Finalmente, de la lectura del libro de Ibáñez no se extrae la conclusión de que sea indispensable hacer tabula rasa de la historia del anarquismo. Más bien, son sus palabras, la propuesta es reinventarla y reencontrarla. A la manera de Landauer cuando sostenía que el pasado era una forma también en movimiento: “el pasado no es algo acabado, sino un ente sujeto al devenir... También el pasado es futuro, que con nuestra marcha adelante deviene” [5]. Quizás al final de la lectura, un tanto más descentrados, podamos reírnos con tranquilidad y sin culpa del cuento de Chesterton.
Notas:
[1] G. K. Chesterton, “Conversión de un anarquista”, en Fábulas y cuentos, Madrid, Valdemar, 2009, páginas 165-177.
[2] Tomás Ibáñez, “El anarquismo se conjuga al imperfecto”, en Actualidad del anarquismo, Buenos Aires, Libros de Anarres, 2007, páginas 93-101.
[3] Hakim Bey, “Anarquía Post-anarquismo”, en T.A.Z. Zona temporalmente autónoma, Madrid, Talasa ediciones, 1996, página 87.
[4] Saul Newman, “As políticas do pós-anarquismo”, Verve, n°9, 2006, p. 43.
[5] Gustav Landauer, La revolución, Barcelona, Tusquets, 1977, p. 46
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