Juan Carlos Calomarde
* Escrito en España, pero válido
en cualquier lugar donde se pretenda embaucar con la tramoya electoral, como se
anuncia en Venezuela para diciembre próximo.
¿Qué significa abstenerse?
Sencillamente no participar en algo a lo que se tiene derecho. En política,
concretamente, la abstención hace referencia a la posibilidad de no ejercer el
voto en las elecciones. En este sentido, votar es un derecho (sufragio activo)
y como tal se encuentra recogido en las constituciones de los Estados modernos.
Al respecto, conviene recordar que un derecho no puede ser al mismo tiempo un
deber, ya que no existe sanción al respecto. Un derecho solo impone
obligaciones a terceras personas, para que éstas no impidan su ejercicio. Ahora
bien, más allá de la pura concepción jurídica, hay otros muchos elementos que
vale la pena analizar.
Lo primero que hay que remarcar es que, evidentemente, habrá personas que no votarán debido a una falta de interés por la política, pero la abstención consciente y crítica tiene un alto grado de sentido. La premisa es clara y sencilla: si no se está de acuerdo con el sistema se decide no participar en él. A este pensamiento se le contrapone otro que defiende que el sistema se puede cambiar votando. ¿Realmente es así? Aunque no sea indiferente el partido que gobierne, cualquier formación política que concurra a unos comicios difícilmente transformará el sistema. Esta afirmación se explica porque ningún actor busca que el sistema, del cual forma parte, sufra modificaciones sustanciales, debido a que éstas pueden empeorar su situación o, incluso, dejarles fuera. Para estos actores la certeza es lo más deseable.
Lo primero que hay que remarcar es que, evidentemente, habrá personas que no votarán debido a una falta de interés por la política, pero la abstención consciente y crítica tiene un alto grado de sentido. La premisa es clara y sencilla: si no se está de acuerdo con el sistema se decide no participar en él. A este pensamiento se le contrapone otro que defiende que el sistema se puede cambiar votando. ¿Realmente es así? Aunque no sea indiferente el partido que gobierne, cualquier formación política que concurra a unos comicios difícilmente transformará el sistema. Esta afirmación se explica porque ningún actor busca que el sistema, del cual forma parte, sufra modificaciones sustanciales, debido a que éstas pueden empeorar su situación o, incluso, dejarles fuera. Para estos actores la certeza es lo más deseable.
Este hecho no significa que un partido no pudiera tener, en sus inicios, un considerable potencial revolucionario-transformador, sin embargo una vez ingresa en el sistema dicho potencial queda desactivado. ¿Cómo? Mediante un complejo sistema de subvenciones-obligaciones que liga al partido (y sus miembros dirigentes) con el Estado, al mismo tiempo que el siempre atractivo ejercicio del poder por una minoría, sumado a sus privilegios (sueldos, pensiones, aforamientos, etc.) diseña una identidad de clase (política), que perpetúa la histórica dicotomía gobernantes-gobernados.
Bajo estas condiciones, la clase
política se aleja de la ciudadanía, aflorando intereses cada vez más
contrapuestos. En este entramado, aunque cada partido sostenga un relato
distinto, resulta casi imposible que aquella doctrina socialdemócrata de
“cambiar el sistema desde dentro” se cumpla. Tanto es así que llevan más de 100
años intentándolo [y fracasando gustosos].
En consecuencia, no solo es que el voto difícilmente cambie el sistema, sino que además curiosamente también lo refuerza. ¿Por qué? Es una cuestión de observar de dónde obtiene la legitimidad un sistema que no prevé referéndums vinculantes y cuyas Iniciativas Legislativas Populares [si están reconocidas en la constitución respectova] tienen un reducidísimo campo de acción. De acuerdo con esto, su legitimidad descansa, exclusivamente, sobre el número de personas que participan en el único proceso político del que pueden formar parte. Este proceso (las elecciones) es muy limitado, puesto que se reduce a escoger una lista de entre las que previamente han sido elaboradas por las cúpulas de los partidos. De esta manera, en cada uno de estos procedimientos subyace, en realidad, un plebiscito de aceptación o rechazo al régimen y sus actores políticos reconocidos. De modo que, mientras la abstención no sobrepase un cierto porcentaje, pudiéndose ser éste un 50%, el régimen interpreta que la ciudadanía lo apoya [en Venezuela ya se ha sobrepasado ese porcentaje varias veces, pero al poder político dominante no le ha importado].
Además, cabe destacar que la codiciada mayoría absoluta del Congreso no tendrá la misma fuerza si se consigue en unas elecciones en las que ha votado, por ejemplo, el 60% del electorado en vez de un 80%. Por esas razones, la clase política al completo reproduce, sin discrepancia alguna, el típico mensaje de: “vota al partido que sea, ¡pero vota!”. En realidad, la propaganda pro sistema siempre ha ido en esa dirección, intentando en ocasiones hacer parecer a la abstención algo moralmente cuestionable. De esta manera, surgen mitos como aquel que esgrime que “el que no vota no tiene derecho a quejarse”. Si se siguiera este razonamiento la población tampoco podría protestar ante la aprobación de una ley, dado que no tuvo ocasión de votarla. Así que, no es la participación en algo lo que otorga el derecho a quejarse (de ser así se terminarían los debates sobre deportes), sino la pertenencia a una sociedad.
[Versión de texto publicado en http://grupopensamientocritico2014.blogspot.com.]
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