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martes, 25 de agosto de 2020

Kropotkin no era ningún chiflado



Stephen Jay Gould (1941-2002)

* El paleontólogo, biólogo evolutivo e historiador de la ciencia expone una brillante vindicación de la perspectiva kropotkiniana del apoyo mutuo.

A finales de 1909, dos grandes hombres mantenían correspondencia a través de océanos, religiones, generaciones y razas. Lev Tolstoi, sabio de la no violencia cristiana en sus últimos años, le escribía al joven Mahatma Gandhi, que luchaba por los derechos de los colonos indios en Sudáfrica:
«Dios ayuda a nuestros queridos hermanos y colaboradores en el Transvaal. La misma lucha del débil contra el fuerte, de la mansedumbre y el amor contra el orgullo y la violencia, se hace sentir cada año con más fuerza también entre nosotros.»
 
Un año más tarde, hastiado por los conflictos domésticos e incapaz de soportar la contradicción de vivir en pobreza cristiana en una finca próspera que funcionaba gracias a los ingresos no deseados que le producían sus grandes novelas (escritas antes de su conversión religiosa y publicadas por su mujer), Tolstoi huyó en tren hacia regiones desconocidas y buscando un final más sencillo a sus días de decadencia. Escribió a su mujer:
«Mi marcha te angustiará. Lo siento, pero compréndelo y cree que no puedo hacer otra cosa. Mi posición en casa se está haciendo, o se ha hecho, insoportable. Aparte de cualquier otra consideración, ya no puede vivir más en estas condiciones de lujo en las que he vivido, y estoy haciendo lo que los viejos de mi edad suelen hacer: abandonar esta
vida mundana para vivir los últimos días de mi vida
en paz y soledad.»

Pero el último viaje de Tolstoi fue a la vez breve y desdichado. Menos de un mes más tarde, resfriado y fatigado por los numerosos trayectos largos efectuados en los trenes rusos cuando el invierno se estaba acercando, contrajo una neumonía y murió a los ochenta y dos años de edad, en la casa del jefe de estación de la parada del ferrocarril de Astapovo.

Demasiado débil para escribir, dictó su última carta el 1 de noviembre de 1910. Dirigida a un hijo y a una hija que no compartían sus puntos de vista sobre la no violencia cristiana, Tolstoi ofrecía una última palabra de consejo:
«Las ideas que habéis adquirido sobre el darwinismo, la evolución y la lucha por la existencia no van a explicaros el significado de vuestra vida y no os ofrecerán guía en vuestras acciones, y una vida sin explicación de su significado y su importancia, y sin la guía persistente que surge de ella, es una existencia despreciable. Pensad en ello. Os lo digo, probablemente en vísperas de mí muerte, porque os amo.»

La queja de Tolstoi ha sido la más común de las denuncias contra Darwin, desde la publicación de El origen de las especies en 1859 hasta hoy. El darwinismo, sostiene la acusación, socava la moralidad al proclamar que el éxito en la naturaleza sólo puede medirse mediante la victoria en sangrienta batalla: la «lucha por la existencia» o la «supervivencia de los más aptos», para citar los lemas que el propio Darwin escogió. Si deseamos que «la mansedumbre y el amor» triunfen sobre «el orgullo y la violencia» (como Tolstoi le escribió a Gandhi), hemos de repudiar la visión de Darwin del comportamiento de la naturaleza, como afirmaba Tolstoi en un alegato final a sus hijos descarriados.

Esta acusación contra Darwin es injusta por dos razones. En primer lugar, la naturaleza (no importa lo cruel que sea en términos humanos) no proporciona base alguna para nuestros valores morales. (La evolución podría, todo lo más, ayudar a explicar por qué tenemos sentimientos morales, pero la naturaleza no puede nunca decidir por nosotros si una determinada acción está bien o mal.) En segundo lugar, la «lucha por la existencia » de Darwin es una metáfora abstracta, no una afirmación explícita de contienda sangrienta. El éxito reproductor, el criterio de la selección natural, funciona de muchas maneras; la victoria en la contienda puede ser un camino, pero la cooperación, la simbiosis y la ayuda mutua pueden también asegurar el éxito en otras épocas y contextos. En un pasaje famoso, Darwin explicaba su concepto de lucha evolutiva (Origin of Species, 1859, pp.62-63):
«Utilizo este término en un sentido amplio y metafórico, que incluye la dependencia de un ser respecto de otro y, lo que es más importante, no sólo la vida del individuo, sino el éxito en dejar descendientes. De dos animales caninos en tiempo de escasez puede decirse verdaderamente que luchan entre sí para dirimir quién obtendrá alimento y vivirá. Pero de una planta en el límite de un desierto se dice que lucha por la vida contra la sequedad… Como el muérdago es diseminado por aves, su existencia depende de ellas; y metafóricamente puede decirse que lucha con otras plantas que poseen frutos, tentando a las aves a devorar y así diseminar sus semillas.»

Aún así, en otro sentido, la queja de Tolstoi no carece totalmente de fundamento. Darwin presentó efectivamente una definición general, metafórica de la lucha, pero sus ejemplos reales favorecían ciertamente la batalla sangrienta: «la naturaleza, roja en dientes y garras», en un verso de Tennyson tantas veces citado que pronto se convirtió en un tópico reflejo para esta visión de la vida. Darwin basaba su teoría de la selección natural en la deprimente visión de Malthus de que el crecimiento de la población ha de sobrepasar el de los recursos alimentarios y conducir a una contienda manifiesta por los recursos en disminución. Además, Darwin mantenía una visión limitada pero controladora de la ecología como un mundo abarrotado de especies que competían, tan equilibradas y tan hacinadas que una nueva forma sólo podía hacer su entrada si literalmente
expulsaba a un antiguo habitante. Darwin expresó este punto de vista en una metáfora incluso más fundamental para su visión general que el concepto de lucha: la metáfora de la cuña. La naturaleza, escribe Darwin, es como una superficie con diez mil cuñas clavadas firmemente y que cubren todo el espacio disponible. Una nueva especie (representada como una cuña) sólo puede conseguir entrar en una comunidad si logra introducirse en un resquicio minúsculo y fuerza la salida de otra cuña. El éxito, en esta visión, sólo puede conseguirse mediante la victoria directa en competencia abierta.

Además, el mismo discípulo principal de Darwin, Thomas Henry
Huxley, propuso esta visión «gladiatoria» de la selección natural (el termino es suyo) en una serie de famosos ensayos sobre ética. Huxley sostenía que el predominio de la contienda sangrienta definía el comportamiento de la naturaleza como amoral (no explícitamente inmoral, pero ciertamente inadecuado como para ofrecer guía alguna de conducta moral):
«Desde el punto de vista del moralista, el mundo animal se halla aproximadamente al mismo nivel que un espectáculo de gladiadores. Los animales están bastante bien tratados, y preparados para luchar, y de ahí que los más fuertes, los más rápidos y los más astutos vivan para luchar otro día. El espectador no necesita dirigir sus pulgares hacía abajo, pues no se da cuartel alguno.»

Pero después, Huxley va más allá. Cualquier sociedad humana establecida siguiendo estas líneas habrá de degenerar en la anarquía y la miseria: el mundo brutal de Hobbes de ‘bellum omnium contra omnes’ (donde bellum significa «guerra», no belleza: la guerra de todos contra todos). Por lo tanto, el principal objetivo de la sociedad debe residir en la mitigación de la lucha que define el camino de la naturaleza. Estudiar la selección natural y hacer lo contrario en la sociedad humana:
«Pero en la sociedad civilizada, el resultado inevitable de tal obediencia (a la ley de la contienda sangrienta) es el restablecimiento, en toda su intensidad, de esta lucha por la existencia (la guerra de cada uno contra todos), la mitigación o abolición de la cual era la principal finalidad de la organización social.»

Esta aparente discordancia entre el comportamiento de la naturaleza y cualquier esperanza para la decencia social humana ha definido el principal tema de debate sobre ética y evolución desde el mismo Darwin. La solución de Huxley ganó muchos adeptos; la naturaleza es aviesa y no constituye guía alguna para la moralidad excepto, quizá, como indicador de lo que debe evitarse en la sociedad humana. Mi propia preferencia reside en una solución distinta, basada en tomar seriamente la interpretación metafórica de Darwin sobre la lucha (hay que admitirlo, frente a la preferencia del mismo Darwin por los ejemplos gladiatorios): la naturaleza es en ocasiones aviesa, a veces amable (en realidad, ninguna de las dos cosas, porque los términos humanos son muy inapropiados). Al presentar ejemplos de todas las conductas (bajo la rúbrica metafórica de la lucha), la naturaleza no favorece a ninguna y no ofrece pauta alguna. Los hechos de la naturaleza no pueden proporcionar guía moral en ningún caso.

Pero una tercera solución ha sido defendida por algunos pensadores que realmente desean encontrar una base para la moralidad en la naturaleza y la evolución. Puesto que pocos de ellos pueden detectar mucho consuelo moral en la interpretación gladiatoria, esta tercera posición debe reformular el comportamiento de la naturaleza. Las palabras de Darwin sobre el carácter metafórico de la lucha ofrecen un punto de partida prometedor. Se puede argumentar que los ejemplos gladiatorios se han exagerado y se han presentado equivocadamente como dominantes. Quizá la cooperación y la ayuda mutua son los resultados más comunes de la lucha por la existencia. Quizá la comunión, y no el combate, conduce al mayor éxito reproductor en la mayoría de las circunstancias.

La expresión más famosa de esta tercera solución puede encontrarse en Mutual Aid (El apoyo mutuo), publicado en 1902 por el anarquista revolucionario ruso Piotr Kropotkin. (Debemos abandonar el viejo estereotipo de los anarquistas como barbudos lanzadores de bombas que acechan furtivamente durante la noche en las calles de las ciudades. Kropotkin fue un hombre genial, casi santo según algunos, que promovió una visión de pequeñas comunidades que establecían sus propios estándares mediante consenso para beneficio de todos, con lo que se eliminaba la necesidad de la mayor parte de funciones de un gobierno central.) Kropotkin, un noble ruso, vivía en un exilio inglés por razones políticas. Escribió Mutual Aid (en inglés) como respuesta directa al ensayo de Huxley que se ha citado anteriormente, «The struggle for existence in human society», publicado en febrero de 1888 en The Nineteenth Century. Kropotkin respondió a Huxley con una serie de artículos, también publicados en The Nineteenth Century, y que acabaron reunidos en forma del libro Mutual Aid.

Como sugiere el título, Kropotkin afirma, en su premisa cardinal, que la lucha por la existencia conduce por lo general al apoyo mutuo y no al combate como criterio principal del éxito evolutivo. Por lo tanto, la sociedad humana debe basarse en nuestras inclinaciones naturales (no invertirlas, como sostenía Huxley) al formular un orden moral que aportará tanto la paz como la prosperidad a nuestra especie. En una serie de capítulos, Kropotkin intenta ilustrar la continuidad entre la selección natural para la ayuda mutua entre los animales y la base del éxito en la organización social humana, cada vez más progresista. Sus cinco capítulos secuenciales se refieren a la ayuda mutua entre los animales, entre los salvajes, entre los bárbaros, en la ciudad medieval, y entre nosotros.

Confieso que siempre había considerado a Kropotkin como necio e
idiosincrásico, aunque indudablemente bien intencionado. Siempre
es presentado así en los cursos normales sobre biología evolutiva, como uno de estos pensadores blandos y peludos que permiten que la esperanza y el sentimentalismo se introduzcan en el camino de la robustez analítica, y que están dispuestos a aceptar la naturaleza tal como es, con
pelos y señales. Después de todo, era un hombre de política extraña y de ideales impracticables, arrancando del contexto de su juventud, un extranjero en tierra extraña. Además, su retrato de Darwin se correspondía tanto con sus ideales sociales (apoyo mutuo ofrecido naturalmente como producto de la evolución, sin necesidad de una autoridad central) que uno no podía ver más que esperanza personal y no precisión científica en sus narraciones. Kropotkin ha estado durante mucho tiempo en mi lista
de temas en potencia para un ensayo (aunque sólo fuera porque yo quería leer su libro, y no simplemente vocear la interpretación que de él hacen los
libros de texto), pero no lo hice nunca porque no podía encontrar un contexto mayor que el mismo hombre. Los intelectos excéntricos son interesantes como chismorreo, quizá como psicología, pero la verdadera idiosincrasia proporciona la peor base posible para generalizar.

Pero esta situación cambio de golpe para mí cuando leí un artículo excelente en el último número de Isis (la primera de nuestras revistas profesionales en historia de la ciencia), de Daniel P. Todes: «Darwin’s Malthusian metaphor and Russian evolutionary thought, 1859-1917». Supe que el provincianismo había sido mío en mi ignorancia del pensamiento evolucionista ruso, y no de Kropotkin en su aislamiento en Inglaterra. (Puedo leer ruso, pero sólo penosamente y con un diccionario; lo que significa, a todos los efectos prácticos, que no puedo leer el idioma.) Sabía que Darwin se había convertido en un héroe de la intelligentsia rusa y que había influido en la vida académica en Rusia quizá más que en ningún otro país. Pero prácticamente nada de esta obra rusa se ha traducido nunca, y ni siquiera se ha discutido en la bibliografía inglesa. Las ideas de esta escuela nos son desconocidas; ni tan sólo reconocemos los nombres de los principales protagonistas. Yo conocía a Kropotkin porque había publicado en inglés y había vivido en Inglaterra, pero nunca comprendí que representaba una crítica rusa generalizada a Darwin, bien desarrollada y basada en razones interesantes y tradiciones nacionales coherentes. El artículo de Todes no hace a Kropotkin más correcto, pero coloca sus escritos en un contexto general que demanda nuestro respeto y produce una ilustración sustancial. Kropotkin era parte de una gran corriente que fluía en una dirección no familiar, no era un arroyo aislado y pequeño.

Esta escuela rusa de críticos de Darwin, asegura Todes, basaba su principal premisa en un rechazo firme de la afirmación de Malthus de que la competencia, al modo gladiatorio, ha de ser dominante en un mundo cada vez más atestado, en el que la población, que crece geométricamente, sobrepasa de manera inevitable unos recursos alimentarios que sólo pueden aumentar aritméticamente. Tolstoi, que hablaba por una opinión general de sus compatriotas, calificó a Malthus de «mediocridad maliciosa». Todes encuentra un conjunto distinto de razones detrás de la hostilidad rusa hacia Malthus. Las objeciones políticas al carácter absolutamente despiadado de la competencia industrial occidental surgieron desde ambos extremos del espectro ruso. Todes escribe: «Los radicales, que esperaban construir una sociedad socialista, consideraban al maltusianismo como una corriente reaccionaria en la economía política burguesa. Los conservadores, que esperaban preservar las virtudes comunales de la Rusia zarista, lo veían como una expresión del «tipo nacional británico».»

Pero Todes identifica una razón muchísimo más interesante en la experiencia inmediata de la tierra y de la historia natural rusas. Todos tenemos la tendencia a tejer teorías universales a partir de un
conjunto limitado de circunstancia inmediata. Muchos genetistas leen todo el mundo de la evolución en los confines de un frasco de laboratorio lleno de moscas de la fruta. Mi propia incertidumbre creciente sobre la adaptación universal procede en gran parte, sin duda, del hecho de que estudio un caracol peculiar (género Cerion, un gasterópodo terrestre de las islas y costas del Caribe) que varía de manera muy amplia y caprichosa a través de un ambiente que aparentemente no varía, y no estudio un ave en vuelo o cualquier otra maravilla del diseño natural.

Rusia es un país inmenso, infrapoblado según cualquier medida de su potencial agrícola que pudiera adoptarse en el siglo XIX. Rusia es también, en la mayor parte de su superficie, una tierra inhóspita, en la que es más probable que la competencia se ejerza entre el organismo y el ambiente (como en la lucha metafórica de Darwin de una planta en el límite del desierto) que se manifieste entre organismo y organismo en contienda directa y sangrienta. ¿Cómo podría ningún ruso, que tuviera un fuerte sentimiento por su propio país, ver el principio de Malthus de la superpoblación como un fundamento de la teoría evolutiva? Todes escribe:
«Era algo extraño a su experiencia porque, simplemente, la enorme masa continental de Rusia hacia empequeñecer a su población dispersa. Para un ruso, ver que una población que crecía de manera inexorable iba a reducir inevitablemente los recursos potenciales de alimento y espacio requería una buena cantidad de imaginación.»

Si estos críticos rusos podían ligar honestamente su escepticismo personal a la consideración de su propio patio de atrás, también podían reconocer que los entusiasmos contrarios de Darwin podían registrar el provincianismo de su entorno distinto, en lugar de un conjunto de reglas necesariamente universales. Malthus resulta un profeta mucho más adecuado en un país hacinado e industrial que profesa un ideal de competencia abierta en los mercados libres. Además, se ha señalado a menudo que tanto Darwin como Alfred R. Wallace desarrollaron de manera independiente la teoría de la selección natural después de su experiencia primaria con la historia natural de los trópicos. Ambos afirmaban estar inspirados por Malthus, de nuevo de manera independiente; pero si la fortuna favorece a la mente preparada, su experiencia tropical predispuso seguramente a ambos hombres a leer a Malthus con resonancia y aprobación. Ninguna otra región de la Tierra está tan atestada de especies y, por lo tanto, tan repleta de competencia de cuerpo contra cuerpo. Un inglés que hubiera aprendido las maneras de la naturaleza en los trópicos estaba casi predestinado a considerar la evolución de forma distinta a como la vería un ruso alimentado con relatos de los páramos siberianos.

Por ejemplo, N.I. Danilevsky, un experto en pesquerías y dinámica de poblaciones, publicó una extensa crítica del darwinismo, en dos volúmenes, en 1885. Identificó la lucha por el beneficio personal como el credo de un «tipo nacional» claramente británico, en contraste con los viejos valores eslavos del colectivismo. Un niño inglés, escribe, «boxea de uno en uno, no en grupo como a nosotros los rusos nos gusta pelear». Danilevsky consideraba la competencia darwinista como «una doctrina puramente inglesa» basada en una línea de pensamiento británico que se extendía desde Hobbes a Malthus pasando por Adam Smith. La selección natural, escribió, está arraigada en «la guerra de todos contra todos, que ahora se denomina la lucha por la existencia, que es la teoría política de Hobbes; en la competencia que es la teoría económica de Adam Smith… Malthus aplicó exactamente el mismo principio al problema de la población… Darwin extendió tanto la teoría parcial de Malthus como la teoría general de los economistas políticos al mundo orgánico». (Las citas son del artículo de Todes.) Cuando nos volvemos ahora al Mutual Aid de Kropotkin a la luz de los descubrimientos de Todes sobre el pensamiento revolucionario ruso, hemos de invertir el punto de vista tradicional e interpretar su trabajo como inserto en la tendencia principal de la crítica rusa, no como una chifladura personal. La lógica central del argumento de Kropotkin es simple, directa y en gran parte convincente.

Kropotkin empieza reconociendo que la lucha desempeña un papel fundamental en la vida de los organismos y asimismo proporciona el impulso principal para su evolución. Pero Kropotkin sostiene que no debe verse la lucha como un fenómeno unitario. Debe dividirse en dos formas fundamentalmente distintas con significado evolutivo contrario. Debemos reconocer, ante todo, la lucha de organismo contra organismo por los recursos limitados (el tema que Malthus comunicó a Darwin y que Huxley describió como gladiatorio). Esta forma de lucha directa conduce a la competencia por el beneficio personal. Pero una segunda forma de lucha (el estilo que Darwin denominó metafórico) opone al organismo contra la rigurosidad de los ambientes físicos que lo rodean, no contra otros miembros de la misma especie. Los organismos han de luchar para mantenerse calientes, para sobrevivir a los peligros súbitos e impredecibles del fuego y de la tormenta, para perseverar durante los duros períodos de sequía, nieve o pestilencia. Estas formas de lucha entre el organismo y el ambiente se libran mejor mediante la cooperación entre los miembros de la misma especie: mediante la ayuda mutua. Si la lucha por la existencia enfrenta a dos leones contra una cebra, contemplaremos una contienda felina y una carnicería equina. Pero si los leones están luchando conjuntamente contra la rigurosidad de un ambiente inanimado, luchar no eliminará al enemigo común, mientras que la cooperación puede vencer un peligro cuya superación está más allá del poder de cualquier individuo único.

Por lo tanto, Kropotkin creó una dicotomía dentro de la noción general de lucha por la existencia, dos formas de significado opuesto:
1) organismo contra organismo de la misma especie para recursos limitados, lo que lleva a la competencia; y
2) organismo contra el ambiente, lo que lleva a la cooperación:
«Ningún naturalista dudará de que la idea de una lucha por la vida sostenida por la naturaleza orgánica es la mayor generalización de nuestro siglo. La vida es lucha; y en esta lucha los más aptos sobreviven. Pero las respuestas a las preguntas „¿con qué armas se realiza principalmente la lucha?“ y „¿cuáles son los más aptos en la lucha?“ diferirán mucho según la importancia que se conceda a los dos aspectos diferentes de la lucha: el directo, por el alimento y la seguridad entre individuos separados, y la lucha que Darwin describió como „metafórica“; la lucha con gran frecuencia colectiva, contra las circunstancias adversas.»

Darwin reconoció que existían ambas formas, pero su lealtad a Malthus y su visión de la naturaleza llena a rebasar de especies le llevó a destacar el aspecto competitivo. Después, los devotos menos refinados de Darwin exaltarían la interpretación competitiva hasta prácticamente la exclusividad, y asimismo la colmaría de un significado social y moral:
«Llegaron a concebir el mundo animal como un mundo de lucha perpetua entre individuos medio muertos de hambre, cada uno de ellos sediento de que la literatura moderna resonara con el grito de guerra de ‚¡ay de los vencidos!‘, como si se tratara de la última palabra de la biología moderna. Elevaron la lucha „despiadada“ para las ventajas personales a la altura de un principio biológico al que el hombre debe someterse también, bajo la amenaza de sucumbir, de no ser así, en un mundo basado en el exterminio mutuo.»

Kropotkin no negaba la forma competitiva de la lucha, pero afirmaba que se había puesto poco énfasis en el estilo cooperativo y que debía equilibrar a la competencia, o incluso predominar, si se consideraba a la naturaleza en su conjunto:
«Hay una inmensa cantidad de guerra y exterminio en marcha en medio de las distintas especies; al mismo tiempo, hay tanta cantidad, o quizás incluso más, de apoyo mutuo, ayuda mutua y defensa mutua… La sociabilidad es una ley de la naturaleza como lo es la lucha mutua.»

A medida que Kropotkin zigzagueaba a través de sus ejemplos selectos e iba haciendo acopio de energías para sus propias preferencias, se fue convenciendo cada vez más de que el estilo cooperativo, que conducía a la ayuda mutua, no sólo predominaba en general, sino que también caracterizaba a los animales más avanzados de cada grupo: las hormigas entre los insectos, los mamíferos entre los vertebrados. Por lo tanto, la ayuda mutua se convierte en un principio más importante que la competencia y la degollina:
«Si… preguntamos a la Naturaleza: „¿quiénes son los más aptos: los que se encuentran continuamente enzarzados en guerra mutua, o aquellos que se sostienen mutuamente?“, de inmediato vemos que aquellos animales que adquieren hábitos de ayuda mutua son indudablemente los más aptos. Tienen más probabilidades de sobrevivir y alcanzan, en sus clases respectivas, el mayor desarrollo de la inteligencia y organización corporal.»

Si preguntamos por qué Kropotkin favorecía la cooperación mientras que la mayoría de los darwinistas del siglo XIX abogaban por la competencia como resultado predominante de la lucha en la naturaleza, destacan dos razones principales. La primera parece menos interesante, por evidente, al responder al principio ligeramente cínico pero absolutamente realista de que los verdaderos creyentes tienden a leer sus preferencias sociales en la naturaleza. Kropotkin, el anarquista que aspiraba a sustituir las leyes del gobierno central por el consenso de las comunidades locales, esperaba ciertamente localizar una preferencia profunda por la ayuda mutua en la médula evolutiva más recóndita de nuestro ser. Déjese que la ayuda mutua impregne la naturaleza y la cooperación humana se convierte en un simple ejemplo de la ley de la vida:
«Ni los poderes aplastantes del Estado centralizado ni las enseñanzas del odio mutuo y de la lucha despiadada que proceden, adornados con los atributos de la ciencia, de filósofos y sociólogos serviciales, pueden extirpar el sentimiento de la solidaridad humana, profundamente plantado en el entendimiento y el corazón de los hombres, porque ha sido alimentado por toda nuestra evolución anterior.»

Pero la segunda razón es más esclarecedora, pues se trata de una bienvenida entrada empírica procedente de la propia experiencia de Kropotkin como naturalista, y de una afirmación de la curiosa tesis de Todes de que el flujo usual de la ideología a la interpretación de la naturaleza puede a veces invertirse, y que el paisaje puede colorear la preferencia social. Cuando era joven, mucho antes de su conversión al radicalismo político, Kropotkin pasó cinco años en Siberia (1862-1866), justo después de que Darwin publicará El origen de las especies. Fue allí como oficial militar, pero su misión sirvió de tapadera conveniente a su anhelo de estudiar la geología, la geografía y la zoología del vasto interior de Rusia. Allí, en el polo opuesto a las experiencias tropicales de Darwin, vivió en el ambiente menos propicio a la interpretación de Malthus. Observó un mundo escasamente poblado, barrido por frecuentes catástrofes que amenazaban a las pocas especies capaces de encontrar un lugar en una tal desolación. Como discípulo potencial de Darwin, buscó la competencia, pero a duras penas halló alguna. En cambio, observó continuamente los beneficios de la ayuda mutua al habérselas con un rigor exterior que amenazaba a todos por igual y que no podía superarse mediante los análogos de la guerra y el boxeo.

Kropotkin, en resumen, tenía una razón personal y empírica para observar con aprecio a la cooperación como fuerza natural. Escogió este tema para el párrafo inicial de Mutual Aid:
«Dos aspectos de la vida animal me impresionaron sobremanera durante los viajes que en mi juventud realicé en Siberia oriental y en Manchuria septentrional. Uno de ellos fue el rigor extremo de la lucha por la existencia que la mayoría de especies de animales han de llevar contra una Naturaleza inclemente; la enorme destrucción de la vida que periódicamente resulta de los agentes naturales; y la consiguiente pobreza de vida sobre el enorme territorio que cayó bajo mi observación. Y el otro fue que, incluso en aquellos pocos puntos en los que la vida animal bullía en abundancia, no pude encontrar (aunque la buscaba ansiosamente) aquella amarga lucha por los medios de existencia entre los animales pertenecientes a la misma especie, que fue considerada por la mayoría de darvinistas (aunque no siempre por el mismo Darwin) como la característica dominante de la lucha por la vida y el principal factor de la evolución.»

¿Qué es lo que podemos hacer del argumento de Kropotkin hoy en día, y del de toda escuela rusa que él representa? ¿Eran únicamente víctimas de la esperanza cultural y del conservadurismo intelectual? No lo creo así. En realidad, afirmaría que el argumento básico de Kropotkin es correcto. La lucha ocurre realmente de muchas maneras, y algunas de ellas conducen a la cooperación entre los miembros de una especie como el mejor camino hacia la ventaja para los individuos. Si Kropotkin puso excesivo énfasis en el apoyo mutuo, la mayoría de darwinistas en Europa occidental habían exagerado la competencia con la misma intensidad. Si Kropotkin extrajo una esperanza inadecuada para la reforma social a partir de su concepto de naturaleza, otros darwinistas se habían equivocado con la misma firmeza (y por motivos que ahora la mayoría de nosotros condenaríamos) al justificar la conquista imperial, el racismo y la opresión de los trabajadores industriales como el duro resultado de la selección natural en el modo competitivo.

Yo culparía a Kropotkin únicamente de dos maneras, una técnica, la otra general. Cometió realmente un error conceptual común al no saber reconocer que la selección natural es un argumento sobre las ventajas para los organismos individuales, por mucho que éstos luchen. El resultado de la lucha por la existencia puede ser la cooperación y no la competencia, pero la ayuda mutua debe beneficiar a los organismos individuales en el mundo de explicación de Darwin. A veces, Kropotkin habla de ayuda mutua como algo seleccionado para el beneficio de poblaciones enteras de especies, un concepto extraño a la lógica darwinista clásica (donde los organismos trabajan, aunque sea inconscientemente, para su propio beneficio en términos de genes transmitidos a las generaciones futuras). Pero Kropotkin también (y con frecuencia) reconoció que la selección para la ayuda mutua beneficia directamente a cada individuo en su propia lucha por el éxito personal. Así, si Kropotkin no entendió toda la implicación del argumento básico de Darwin, incluyó efectivamente la solución ortodoxa como su justificación principal para la ayuda mutua.

De manera más general, me gusta aplicar una regla empírica más bien cínica a la hora de juzgar argumentos sobre la naturaleza que también tienen implicaciones sociales manifiestas: cuando tales afirmaciones imbuyen a la naturaleza con exactamente aquellas propiedades que nos hacen sentir bien o que alimentan nuestros prejuicios, hay que ser doblemente suspicaz. Soy especialmente cauteloso con aquellos argumentos que encuentran la amabilidad, la mutualidad, el sinergismo, la armonía (los mismos elementos que nos esforzamos en gran medida, y con mucha frecuencia sin éxito, para poner en nuestras propias vidas) intrínsecamente en la naturaleza. No veo evidencia alguna de la noosfera de Teilhard, del estilo californiano de holismo de Capra, de la resonancia mórfica de Sheldrake. Gaia se me antoja una metáfora, no un mecanismo. (Las metáforas pueden ser liberadoras y esclarecedoras, pero las nuevas teorías científicas deben suministrar nuevas afirmaciones sobra la causalidad. A mí Gaia sólo me parece reformular, en términos diferentes, las conclusiones básicas a que hace tiempo llegaron los argumentos clásicamente reduccionistas de la teoría de los ciclos biogeoquímicos.)

No hay atajos a la intuición moral. La naturaleza no es intrínsecamente nada que pueda ofrecer consuelo o solaz en términos humanos… aunque sólo sea por el hecho de que nuestra especie es un recién llegado tan tardío en un mundo que no ha sido construido para nosotros. Tanto mejor. Las respuestas a los dilemas morales no se encuentran ahí afuera, a la espera de que los descubramos. Residen, como el reino de Dios, dentro de nosotros mismos, el punto más difícil e inaccesible para cualquier descubrimiento o consenso.

[Publicado en la revista Amor y Rabia # 75, Valladolid, julio 2019. Número completo accesible en https://mega.nz/file/SphXBTzS#SuUylINqg4G6ZkDGLCoS-ADvD-pPsEYXsXqTtw5Rshc.]


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