Cristina Cobo
Educar es una vocación. Es una de esas verdades absolutas, sentencias más bien, sobre mi profesión. Y no sé si estoy dispuesta a asumir la renuncia, casi entrega vaticana, que implica esa cuestión. Porque soy MAESTRA. Y en mi pupila hay decenas de ojos que no se cuestionan nada de lo que digo, apenas de lo que hago. No hay juicios imparciales porque las clases, habitualmente, te aman sólo por poner un pie en el aula. Y ese peligro potencial, el del amor incondicional, es la ventana que necesitamos para dejar entrar aire fresco en la escuela pública, heredera de olores rancios y letras que con sangre entran.
Educar es una vocación. Es una de esas verdades absolutas, sentencias más bien, sobre mi profesión. Y no sé si estoy dispuesta a asumir la renuncia, casi entrega vaticana, que implica esa cuestión. Porque soy MAESTRA. Y en mi pupila hay decenas de ojos que no se cuestionan nada de lo que digo, apenas de lo que hago. No hay juicios imparciales porque las clases, habitualmente, te aman sólo por poner un pie en el aula. Y ese peligro potencial, el del amor incondicional, es la ventana que necesitamos para dejar entrar aire fresco en la escuela pública, heredera de olores rancios y letras que con sangre entran.
Hace unos años que en el mundo educativo empezó a escucharse el término “inteligencia emocional”. A partir de las teorías desarrolladas en los años 80 por Wayne Paine, se populariza gracias al libro homónimo de Daniel Goleman y empieza a trascender el ámbito de la psicología para intercalarse en otros, especialmente en el educativo.
Según Goleman, la Inteligencia Emocional nos permite adoptar una actitud empática y social que nos brindará muchas más posibilidades de desarrollo personal, ayudándonos también a tolerar las presiones y frustraciones profesionales y, asimismo, acentuando nuestra capacidad de trabajar en equipo.
Miles de docentes se ponen en marcha y comienzan a desarrollar proyectos y dinámicas para implementar esta nueva teoría en las aulas. Las emociones empiezan a estar presentes en la práctica diaria, hasta el punto que empezamos a preguntarnos cómo habíamos podido obviar hasta el momento el desarrollo emocional en nuestras clases y su influencia en el aprendizaje y evolución de nuestro alumnado.
Y ahí es cuando se impone una reflexión sobre en qué se ha convertido la educación en las últimas décadas, si se hace necesario recordar que lo que se produce en las aulas no es sólo un acto pedagógico sino global, holístico, en el que se trabaja con dimensiones del ser humano, un ser social, en definitiva. El “sujeto de aprendizaje” que se repetía en nuestros apuntes universitarios tiene sentimientos.
Y de forma paralela al reconocimiento de las emociones en el aula, aparecieron los primeros conatos legislativos de insertar el concepto de igualdad en la práctica docente, de coeducación y de diversidad.
La evolución del sistema educativo en nuestro país es una semblanza de errores burocráticos y lastres legislativos que no han conseguido en ningún momento encauzar la masacre que los expedientes de depuración del magisterio de la dictadura habían hecho con los experimentos pedagógicos del siglo XIX, dejando la educación en manos de la iglesia y de militares retirados con una sensibilidad particular, como poco, hacia el hecho educativo. Existen por supuesto antecedentes de esta lucha, como el del Congreso Pedagógico Hispano Portugués Americano de 1.882, en el que las aportaciones de Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, entre otras, fueron muy valoradas:
“Así pues, pedimos (…) que se abran a la mujer las puertas de todas las cátedras, de todos los talleres y de todas las escuelas especiales, para que en ellas puedan preparar su porvenir, cada cual según su vocación”.
Y a pesar de los avances durante la I y II República y la introducción de las ideas anarquistas a través, fundamentalmente, de la figura de Ferrer i Guardia, el retroceso que supuso la injerencia de la dictadura en el mundo educativo aún tiene ecos en nuestras clases.
Sin embargo,este texto no pretende establecer ningún tipo de estudio diacrónico sobre la evolución de políticas coeducativas en la escuela, porque sería tan largo como enumerar todas las siglas de la legislación al respecto de los últimos cuarenta años. Basta decir que en Andalucía, mi comunidad, el Plan de Igualdad es de carácter obligatorio para todos los centros públicos y pseudoprivados. Debe ser coordinado por una persona a la que se le asegura una formación y que al término de cada curso debe completar toda una serie de sesudas memorias acerca de su labor. Y sí, se establece que la igualdad debe ser un concepto trasversal que impregne todo el currículum, pero la realidad es que no pasamos de arañar la superficie del problema, inundando las escuelas de lazos morados y blancos en las dos efemérides de rigor relacionadas con el proyecto: el 25 de noviembre y el 8 de marzo.
A pesar de tener cada vez más entrenamiento emocional, nos sigue fallando la intuición. Y los y las docentes siguen sin poder entender que la brecha de los sueños, ese momento en el que las niñas dejan de desear ser algo más que para envolverse en el mundo laboral relacionado con los cuidados, es un agujero que hemos contribuído a generar especialmente porque nos negamos a investigar y a dotar de referentes a nuestro alumnado. De todo tipo de referentes en todos los ámbitos del saber. Y no querer hacerlo, no perfeccionar nuestra práctica para hacer de nuestras niñas personas completas y no medias nadas, y dejarnos llevar por el modelo masculino predominante es traicionar la confianza y ese amor incondicional del que hablábamos antes. Porque nosotras, docentes, somos ejes de transmisión del patriarcado.
Es cierto de que hace falta una revolución educativa. Y la casilla de salida es la interiorización de concepto de justicia social. Introducir la realidad de las desigualdades en el aula, vivenciar las asimetrías que siguen existiendo, hacerles experimentar desde su óptica la violencia del insulto, el que degenera en feminicidios de madres, parejas, amigas, abusos y agresiones, no puede dilatarse ni ampararse en el hecho de que estemos hablando con personas pequeñas.
La labor de una coeducadora es solitaria y cansada, porque implica posicionarse en contra de mucha gente, docentes y familias, que consideran tu trabajo una aberración. Así que hay que ser conscientes que el primer paso siempre debe ser el de trazar la trinchera emocional donde resguardarse de críticas y dogmatismos de ultraderecha, de ignorancia y analfabetismo funcional voluntario. Somos maestras. Somos ventanas.
[Tomado de https://www.cnt.es/noticias/la-trinchera-coeducativa.]
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