Edwin Cruz R.
Este libro, editado por Alfredo Gómez-Müller, reúne siete trabajos que reflexionan sobre el desencuentro entre anarquismo y política. Para el filósofo colombiano se trata de “una tensión permanente entre el proyecto de una organización no estatal de lo público y la necesidad de utilizar la mediación político-estatal como forma de acción” (p.7). Es un cuestionamiento al sentido de lo político y una apuesta por una modernidad política alternativa, más allá de la modernidad liberal organizada en torno al Estado, cercano al que formuló el romanticismo en la segunda mitad del siglo XIX, que rechaza tanto el autoritarismo y la jerarquía como los valores en los que se basa dicha forma de modernidad: utilitarismo, consumismo, individualismo, etc.
Este libro, editado por Alfredo Gómez-Müller, reúne siete trabajos que reflexionan sobre el desencuentro entre anarquismo y política. Para el filósofo colombiano se trata de “una tensión permanente entre el proyecto de una organización no estatal de lo público y la necesidad de utilizar la mediación político-estatal como forma de acción” (p.7). Es un cuestionamiento al sentido de lo político y una apuesta por una modernidad política alternativa, más allá de la modernidad liberal organizada en torno al Estado, cercano al que formuló el romanticismo en la segunda mitad del siglo XIX, que rechaza tanto el autoritarismo y la jerarquía como los valores en los que se basa dicha forma de modernidad: utilitarismo, consumismo, individualismo, etc.
La primera parte integra cuatro contribuciones sobre las relaciones entre anarquismo, cultura y política. En el capítulo primero, Gómez-Müller reconstruye el pensamiento de Gustav Landauer como una vía alternativa de comprensión de la mencionada tensión. Su heterodoxia política llevó a Landauer a participar en la revolución alemana de los consejos y a crear una filosofía de la historia articulada en torno a los conceptos de utopía, topía y revolución; este último con dos niveles de significación, como revolución política del Estado y como revolución en la cultura. Para él la modernidad no es la desaparición de unos valores particulares, sino de los valores como tales. Así, al no existir un “espíritu común”, no hay nada que permita vivir en comunidad y, entonces, aparece el Estado para fundar el vínculo
social en la violencia. La revolución supone reconstruir ese espíritu común.
Seguidamente, en el capítulo segundo, el filósofo luso-francés Michael Löwy examina la relación entre Walter Benjamin y el anarquismo. En el pensamiento de Benjamin el anarquismo permanece como una concepción amplia, cuyo principal sentido es inyectarle a la revolución una cierta mística, una “ebriedad” anarquista al lado de la “sobriedad” marxista (p.51). Su razón de ser es vincular el pasado con el presente y el futuro a partir de un desvío (o detour) que interrumpa la continuidad histórica de la dominación y permita la emergencia de otra sociedad a partir del contenido emancipatorio de la modernidad.
En el capítulo tercero, el historiador español Javier Navarro estudia la tensión entre anarquismo y política en el anarcosindicalismo de su país durante el siglo XX. Pese a la diversidad y heterogeneidad, el movimiento se aglutina en torno a dos tendencias o formas de comprender la praxis revolucionaria anarquista: una volcada hacia la política entendida en su sentido convencional y otra que apuesta por alternativas radicales, insurreccionales o de construcción de una sociedad alternativa desde abajo.
La primera parte cierra con la contribución de la filósofa francesa Irene Pereira, quien en el capítulo cuarto propone una lectura de Proudhon para renovar la teorización sobre lo político. Así, retoma la etimología de la anarquía, an arkhé: ausencia de fundamento, para comprenderla no solo como corriente política sino también epistemológica, que cuestiona la distinción entre ciencia descriptiva y filosofía normativa. Tanto en sentido epistemológico como político, el anarquismo apostaría por el equilibrio: un equilibrio entre autoridad y libertad mediante un arreglo federal como una vía de escape frente al absolutismo político, y, además, un equilibrio epistemológico al asumir el pragmatismo que evalúa una proposición en función de sus consecuencias prácticas.
La segunda parte, centrada en las articulaciones políticas de la anarquía, abre con la contribución del jurista y politólogo colombiano Leopoldo Múnera, quien en el capítulo quinto analiza la crítica del poder y del Estado en Bakunin y Kropotkin. Según Múnera, la antropología anarquista sostiene que los seres humanos tienen un “instinto de sociabilidad”, postulado metafísico en Bakunin y resultado del desarrollo cultural dentro del proceso evolutivo en Kropotkin. Ellos infieren que al abolir la artificialidad estatal se arriba a una forma de organización social fundada en la solidaridad, donde desaparece la violencia. Por tanto, esa antropología reduce el problema de la institucionalidad a la dicotomía entre Estado y organización autogestionaria, confunde el poder con la dominación y desconoce el papel estructurante de lo social que tiene la violencia, con lo que cierra las posibilidades para imaginar alternativas institucionales.
En una vena similar, en el capítulo sexto el filósofo colombiano Diego Paredes estudia el problema de la política en Bakunin. Existe, según él, un rechazo de la política como Estado, como ejercicio de la dominación por la clase dominante. Sin embargo, junto a esa política existe otra que abre la posibilidad de pensar formas de organización de lo común, da paso a una absorción de lo político por lo social y permite a los trabajadores administrar los medios de producción y alcanzar la justicia social: “una acción común que escapa al horizonte de sentido estatal, que prescinde de su mediación, y se enfrenta a su aparato de dominio con el único fin de abolirlo” (p.119).
Finalmente, en el capítulo séptimo, el también historiador español Oscar Freán estudia las relaciones entre el movimiento anarquista y la república española en los años treinta. La participación de sectores anarquistas en el gobierno republicano generó discusiones en el interior del movimiento, fundamentalmente entre un ala moderada partidaria de la colaboración y una radical, que veía en la república un régimen fascista, favorable a una praxis revolucionaria insurreccional.
En conjunto, los problemas y alternativas que se formulan a lo largo del libro constituyen puntos de partida relevantes para formular lo que podría ser una teoría política del anarquismo. En toda la obra existe un esfuerzo fructífero por pensar desde la perspectiva del anarquismo el problema del poder y del Estado. Gómez-Müller, Múnera y Paredes, en particular, apuestan por ir más allá de los lugares comunes a los que tanto los anarquistas como sus detractores han reducido estos problemas, retomando los intrincados vínculos que lo político tiene con la cultura en la perspectiva de un teórico como Landauer, inquiriendo por la necesidad de pensar instituciones anarquistas que respondan a las complejidades de las sociedades contemporáneas y rescatando los sentidos alternativos de lo político que pueden encontrarse en obras como la de Bakunin. En este empeño por formular una teoría política desde el pensamiento anarquista resulta nodal el aporte de Irene Pereira, al resaltar junto con las apuestas políticas las perspectivas epistemológicas de esta tradición.
Con todo, el problema se habría aclarado bastante si se hubiese recurrido a la distinción entre la política y lo político, para diferenciar la propuesta anarquista de aquello que rechazan, o cuando menos para enriquecer el análisis. En varios de los trabajos ambas dimensiones se confunden, de tal manera que la política aparece en forma indistinta como una práctica y un modo de organizar la sociedad y de fundar el vínculo social. Quizá la originalidad del anarquismo se refiere más a la dimensión de lo político que a la política, si por esta se entiende la praxis propiamente dicha.
Por otra parte, si bien la propuesta de Pereira, según la cual el anarquismo pugna por terminar con el conflicto ligado a la desigualdad material pero no con el disenso, apunta hacia una concepción particular de lo político en tanto disenso que se mantendría luego de la revolución anarquista, parece reducir el conflicto a la problemática de clases, desligándolo de otros vectores que estructuran los antagonismos y que no necesariamente pueden distinguirse con claridad de la desigualdad socioeconómica. En otras palabras, ¿es posible separar las luchas por la redistribución de aquellas sobre el reconocimiento?
En el mismo sentido, de forma transversal se asumen los significados que la modernidad liberal ha conferido a las dimensiones de lo público y lo privado, pese a criticar la reducción de lo público al Estado, por una parte, y de lo social y lo político, por otra. Esto es lo que permite sostener que un aspecto neural del proyecto anarquista es la reabsorción de lo político por lo social, entendido como el espacio del trabajo y la gestión económica. Sin embargo, argumentar que el anarquismo tiene una perspectiva propia de la modernidad, de lo político o de la política, pasa necesariamente por cuestionar tales dicotomías, aunque sean los propios teóricos anarquistas quienes basan sus pensamientos en ellas.
En el fondo, persiste una gran dificultad para pensar instituciones desde el pensamiento anarquista. Más allá del federalismo, el consejismo o la libre asociación desde abajo, ¿cuáles serían las especificidades de una institucionalidad ácrata?, ¿cómo evitar la “solidificación del poder” en una sociedad compleja como la contemporánea? Si bien la revisión histórica del caso español aporta a la comprensión de este problema, se mantiene un hiato difícil de salvar, aunque potencialmente iluminador, entre dicha experiencia y la imaginación teórica.
[Tomado de https://www.academia.edu/37283240/Rese%C3%B1a_de_Anarquismo_lo_pol%C3%ADtico_y_la_antipol%C3%ADtica_de_Alfredo_G%C3%B3mez.]
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