Periódico
Acracia
Resulta de lo más pedagógico y en ocasiones
hilarante visitar un evento electoral, aunque no se descarta que pueda
producir efectos perniciosos para la salud como nauseas e incluso ira. ¿Qué
podemos encontrarnos en dichas reunio-nes festivas? Digo festivas porque
festejamos la «democracia». Cada vez que menciono esta palabra no sé si
echarme a reír o a llorar, en cualquier caso, siento un vacío en el estómago
que me deja perplejo. Hay quien dice que al citarla le llena de orgullo. Hay
gente para todo. Siguiendo con el hilo de la cuestión, al entrar en una de
estos acontecimientos contactas con diferentes tipos de perso-nas. Están las
que practican la política profesional, esas que vemos en la televisión, año
tras año, de manera ineludible, como los anuncios de coches. Luego están las
aprendices de bruja, dispuestas a asaltar el poder, jóvenes, guapas, listas
como ellas solas y con un discurso que suena conocido, sobre todo si ya tienes
unos años. Además, están las fanáticas de turno, acríticas, resueltas a no
dejar ni un instante de mover la banderola que le han dado a la entrada de la
reunión. El contexto en sí, si se piensa detenidamente, es de lo más
vivificante, acompañado de una cerveza puedes hasta pasártelo bien; hay
ocasiones en que incluso te regalan algo, nada útil pero algo a fin de cuentas.
El problema viene después. Has escuchado los
discursos, y una vez en la calle haces balance de tu situación actual, de otros
discursos escuchados en el pasado y del balance que hacías entonces; en ese
instante te quedas fría. Llegas a la conclusión de que en los mítines no pasa
el tiempo, las personas forofas se les parecen, los voceros de los partidos
dicen lo de siempre, y las suplentes esperan su turno hasta que llegue la
oportunidad en que puedan lucirse. ¿Cómo es posible?, te preguntas, eso sí,
algo deprimida. Han pasado cuarenta años de votaciones de las que no han salido
demasiadas cosas buenas, al menos para las desposeídas, y ahí están, blandiendo
las banderitas, del color que sean. No ha habido aprendizaje. No parece real
pero es así.
A veces podemos llegar a ser tentadas por el
mesías de turno, y caer de hinojos a sus pies, haciéndole las mayores
alabanzas. ¿Por qué no?
El comportamiento de las masas ante este tipo
de sucesos es cuasi religioso. Confiar en que alguien nos salve de todos
nuestros males es como ir a una iglesia y de rodillas pedirle al dios que sea
que nos conceda de manera infalible un deseo.
Con cierto temor concluimos que cualquier
tipo de credo, comulgar o votar, nos da lo mismo, es un acto fallido e
irracional, carente de justificación práctica; los hechos históricos así lo
demuestran. Todas las transformaciones sociales, todas las mejoras de las
personas que viven de un salario, siempre se han logrado en base a la auto
organización y a las efusiones de sangre, nunca a través de los rezos ni de los
votos. Lo que no se puede negar es la virtud del acto de votar. Indica una
paciencia infinita, una tolerancia a la frustración capaz de resistir lo que
sea y, sobre todo, una ignorancia digna de ser reseñada en el BOE.
Cuando ya hemos votado —rodeadas por las
caras sonrientes de las interventoras de los partidos políticos que nos miran
escrutadoras, intentando adivinar si las hemos votado— nos sentimos vacías de
nuevo. Hay quién se pregunta de una manera ingenua, ¿y ahora qué? Bueno, pues
en ese “ahora qué” singular la respuesta es clara: ahora nada; ahora toca
esperar a la próxima votación, rogando al cielo, al infierno o a los espíritus
inescrutables que gobiernan el azar, que los nuevos elegidos para dirigir
nuestras vidas no nos hagan caer más hondo. Yo, como no me creo nada de esta
película de miedo que se llama democracia representativa, me voy pensando
que la experiencia no ha estado mal, no me ha llevado mucho tiempo y no me ha
costado ni un euro, directamente, porque a las arcas del Estado, que se
mantienen con mis impuestos, sí que les ha costado. Luego, tras tomarme el
vermut dominical con personas afines, reviso las tareas pendientes que van a
mejorar mi vida, los proyectos en los que participo y en las pequeñas
satisfacciones que voy teniendo con ellos. Pienso en ese periódico que
hacemos, en la biblioteca popular que hemos montado, en las charlas
pendientes, en las luchas de mi barrio, en la exposición de pintura que vamos
a hacer en la asociación cultural de la que soy socio, y en otras actividades
agradables que dan sentido a mi vida. Nadie me ha dado todo eso. Yo soy el
protagonista, con otras personas, de esos pequeños grandes logros. No hemos
pedido nada a ninguna institución, hemos levantado desde nuestra creatividad
recursos sin necesidad de pagarle a nadie, ni de ceder nuestra
representatividad, o desdibujar nuestra libertad. No tengo que esperar nada
salvo de los que me acompañan en ese viaje llamado democracia directa,
que se aplica colectivamente y que nos convierte en sujetos históricos siempre
activos, dispuestos a conquistar los cielos con una torre de esfuerzos
solidarios.
He de decir, antes de terminar, que os he
engañado un poco, no he ido a votar nunca en unas elecciones, aunque sí he
visitado en alguna ocasión esos lugares sacralizados de peregrinación
periódica, lo mismo que he visitado, por amor al arte, iglesias y catedrales.
Sí, he votado en asambleas y en reuniones en las que el consenso no era
posible. Es decir, en contextos en los que mi voto, verdaderamente, era la
expresión individual de mi poder, que se sumaba a otros poderes para
acumular fuerzas y voluntades.
No
quiero ser demasiado tremendista y aguarle la ilusión a nadie, por eso que cada
persona haga lo que quiera con su papeleta, incluso tirarla al wáter, ¿por qué
no?, el acto es irrelevante en sí mi-mo, lo que no es irrelevante es la actitud
que se mantenga durante los 1.460 días que tienen que pasar hasta la siguiente
votación.
[Publicado
originalmente en el periódico Acracia
# 1, Madrid, mayo 2019. Número completo accesible en https://drive.google.com/file/d/197gC-AeP3YOKncSWHeDznsI4ejMoBXJ-/view.]
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