Antonio Pérez C.
Desde que el derrumbe, material y conceptual, del enmohecido Muro de Berlín dejara huérfana a la izquierda occidental de su clásico y cómodo referente ideológico y económico, la extinta URSS y sus fieles satélites de la Europa del Este y el Pacto de Varsovia, han sido numerosos los estados y caudillos que se han sucedidoen el altar mayor del culto a la revolución proletaria.
Tampoco el otro gigante del socialismo de estado, la China de Mao, sobrevivió mucho tiempo a su Gran Timonel; lo mismo ocurrió con el Vietnam de Ho Chi Minh y, nos tememos, está ocurriendo con la Cuba castrista: a la muerte de los respectivos y longevos dirigentes, se han mantenido formalmente las definiciones oficiales (repúblicas populares socialistas y todo eso) junto a las banderas rojas al viento, pero el capitalismo ha entrado y tomado las economías nacionales.
Desde que el derrumbe, material y conceptual, del enmohecido Muro de Berlín dejara huérfana a la izquierda occidental de su clásico y cómodo referente ideológico y económico, la extinta URSS y sus fieles satélites de la Europa del Este y el Pacto de Varsovia, han sido numerosos los estados y caudillos que se han sucedidoen el altar mayor del culto a la revolución proletaria.
Tampoco el otro gigante del socialismo de estado, la China de Mao, sobrevivió mucho tiempo a su Gran Timonel; lo mismo ocurrió con el Vietnam de Ho Chi Minh y, nos tememos, está ocurriendo con la Cuba castrista: a la muerte de los respectivos y longevos dirigentes, se han mantenido formalmente las definiciones oficiales (repúblicas populares socialistas y todo eso) junto a las banderas rojas al viento, pero el capitalismo ha entrado y tomado las economías nacionales.
Los otros estados supuestamente comunistas de Asia y África (Corea del Norte, Camboya, Angola o Somalia) y sus líderes correspondientes nunca gozaron de la misma admiración entre la militancia proletaria de Occidente. Ni siquiera los partidos comunistas europeos occidentales, antaño tan potentes en Francia, Italia, España o Portugal, aguantaron el efecto dominó provocado por el cambio de bando de la vieja Rusia. Sus militantes se refugiaron en la añoranza de los buenos tiempos o se pasaron a la socialdemocracia.
No es que los libertarios estemos en condiciones de tirar cohetes, puesto que nuestra presencia e influencia tampoco son las de los buenos tiempos. Pero, en nuestro caso, y para consuelo colectivo, hay que observar que el anarquismo funciona con múltiples grupos autónomos, actualiza su ideario, se contagia de las nuevas experiencias y sus métodos se aplican en pequeñas comunidades, cooperativas, etc. Sin embargo, un partido de masas lo tiene mucho más crudo sin masas… y con el Manifiesto Comunista como única guía.
Tras la debacle del bloque soviético y las demoledoras críticas del Mayo del 68 y otras explosiones de espontaneidad y autogestión, para la izquierda clásica quedaban dos opciones: o evolucionar hacia postulados mucho más antiautoritarios (y hubo gente que lo hizo sinceramente) o buscar otras referencias de gobiernos que, por lo menos, presumieran de populares. El peregrinaje ha sido largo y cambiante: de la Nicaragua de Daniel Ortega a la Grecia de Txipras, pasando por la Venezuela de Chávez y Maduro, el Brasil de Lula, la Bolivia de Evo Morales o el Ecuador de Correa. Almas generosas hubo incluso que se ilusionaron con Obama, Clinton, Holland, Bachalet y hasta con los Kirchner. No hace falta explicar cómo se han ido perdiendo aquellas adhesiones, tan entusiastas como poco fundas, a estos efímeros ídolos.
Lo más nuevo (por ahora) son las loas desmesuradas al gobierno portugués. No negaremos que está encarrilando la economía y mejorando empleo y servicios sociales; pero no es menos cierto que Portugal no ha tenido nunca unas desigualdades tan alarmantes, una economía tan dependiente del exterior ni un sistema tan corrupto como en su país vecino. No es por quitarle mérito al gobierno de coalición de Antonio Costa (que lo tiene) pero hay que recordar que ésa –gestionar bien los asuntos públicos- es la misión de cualquier gobierno, sea del color que sea. En los estados del norte de Europa los niveles de bienestar son muy superiores al resto del mundo y ese progreso se ha mantenido tanto con gobernantes socialdemócratas como liberales o conservadores.
El verdadero drama de la izquierda estatista es que se ha quedado sin proyectos, sin programa que merezca tal nombre. Hoy (lo vemos en las sucesivas campañas electorales) los partidos que aún se reclaman de una cierta izquierda se limitan a prometer gobernar más honestamente que la derecha (lo que no es muy difícil, por cierto) pero -para no asustar a un electorado desorientado y defraudado- se cuidan mucho de no proponer medidas no ya revolucionarias, sino simplemente transformadoras. No se habla de repartir la riqueza, de reducir la jornada de trabajo, de adelantar la edad de jubilación, de la renta básica, de combatir realmente el cambio climático (aunque haya que frenar el tren de la industrialización y el consumo) de subir los salarios, incluso por encima de los precios, de recuperar bancos y empresas privatizadas, de subir impuestos a multinacionales y grandes fortunas, etc.
Ante este permanente fuera de juego en campo propio, muchos activistas, escorados emocionalmente a la izquierda marxista, buscan allende los mares las épicas luchas merecedoras de su admiración y apoyo, negando en numerosos casos ese respaldo a experiencias y proyectos muy interesantes que surgen en su propio ámbito territorial. Casos aparte es el de las simpatías que despiertan los pueblos que luchan contra el colonialismo y la ocupación de potencias extranjeras. Hasta Bakunin y otros padres de la idea libertaria se implicaron en su tiempo en procesos de liberación nacional, seguramente esperando que las nuevas realidades independientes fueran más progresistas que los viejos imperios.
Los casos que mas solidaridad internacional despiertan hoy son Palestina y el Sáhara, dos pueblos ocupados y reprimidos durante décadas por Israel y Marruecos, respectivamente. Sin embargo, curiosamente, hay otros dos ejemplos como Chiapas y Rojava (Kurdistán) que no gozan del mismo respaldo masivo de la izquierda; Quizás sea porque dichos procesos de emancipación no buscan crear un nuevo Estado, sino hacer su propia revolución.
Mientras los partidos que se dicen de izquierdas no hagan programas de licado origiizquierdas e impliquen a la gente en los cambios, sus líderes no deben sorprenderse cuando –como ocurre ahora- la gente les dé la espalda y acabe votando opciones que, lógicamente, tampoco le van a arreglar sus problemas. Otra alternativa, aunque ésta exige pensar y comprometerse, es que nos organicemos desde abajo –sin líderes ni profetas- y tomemos en nuestras manos todos los asuntos que nos afectan. Evidentemente estamos hablando de autogestión, y eso asusta a la mayoría social.
[Artículo publicado originalmente en la revista Al Margen # 109, Valencia (Esp.), primavera 2019.]
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