Jacinto Ceacero
“Nuestro problema no es hacer posible el anarquismo
hoy, mañana o dentro de mil años, sino avanzar hacia el anarquismo hoy, mañana
y siempre.”
Errico Malatesta
Si en el
siglo XIX y dos terceras partes del XX no existían, o existían pocas dudas,
sobre el papel de la clase obrera (de la clase trabajadora industrial para Marx
y campesina para Bakunin) como sujeto revolucionario, es decir, con la “responsabilidad
histórica” de llevar a cabo la transformación social y construir la Utopía;
desde la década de los sesenta del pasado siglo y en este siglo XXI esta
situación está cambiando sustancialmente, debiendo preguntarnos no ya, de forma
prioritaria, por las señas de identidad del “nuevo” sujeto revolucionario, su diversidad
o previsible fragmentación como clase social (concepto que pertenece a una
época pasada y ha sido potenciado, sobre todo, desde el marxismo) sino por las
prácticas, actos, personas, voluntades revolucionarias... cuya justificación no
consiste necesariamente en llevar a cabo “la revolución futura” sino en vivir día
a día la revolución.
En la
sociedad postindustrial, de capitalismo financiero y globalización del siglo
XXI, la clase social obrera, antaño revolucionaria y con ciertas señas de
identidad identificables y compartidas, ha perdido peso, número de personas que
la integran, solidez, no es compacta, el tipo de trabajadores y trabajadoras
que forman parte de ella no comparten objetivos, pudiendo, incluso, estar renunciando
a su papel histórico determinante (papel, cuasi místicamente asignado por los
entornos más marxistas y con menor énfasis entre los libertarios).
En el
siglo XIX y XX, la clase obrera había desempeñado con solvencia ese papel
histórico “coprotagonizando” (junto a otras fuerzas sociales) momentos
revolucionarios. Pensemos, por ejemplo, en la revolución de la Comuna de París
en 1871; en la revolución mexicana de 1910; en la revolución rusa de 1917; en
la revolución social española de 1936 o la revolución china a partir de 1949 (evidentemente,
momentos históricos con algunas similitudes y grandes diferencias ideológicas
–anarquistas, marxistas, maoístas, trotskistas...– en relación al concepto de
revolución o al papel asignado al pueblo y sus organizaciones).
Pero, ya
en la segunda mitad del siglo XX, en una de las últimas revoluciones, la de
mayo del 68, el sujeto revolucionario fue mucho más complejo, transversal y
amplio que el de la clase obrera clásica. Herbert Marcuse así lo concebía y,
por ello, identifica al sujeto revolucionario como una evolución de inclusión y
apertura desde la clase obrera –que daba claras muestras de haber iniciado un proceso
de aburguesamiento e integración en el sistema, quizás al haber interpretado el
gran pacto social tras la II Guerra Mundial como un éxito de las luchas
obreras– hasta sectores sociales intelectuales, estudiantiles, culturales,
artísticos.
Esta
transformación, que poco a poco se ha ido produciendo en la conceptualización e
identidad del sujeto revolucionario, se ha exacerbado en las últimas décadas y
muy especialmente a partir de la caída del Muro de Berlín y la consecuente expansión
sin límites del modelo neoliberal capitalista globalizado.
¿Cómo
explicar esta evolución nefasta en la autoconcepción de la clase trabajadora
que le lleva a renunciar a ser el sujeto revolucionario? ¿Significa que ya no
es posible la revolución, que está redefiniéndose quién es el nuevo sujeto
revolucionario o que lo relevante hoy, para el movimiento libertario, debe ser
identificar y potenciar las voluntades revolucionarias? Deben ser muchas las
causas que nos han llevado hasta aquí, aunque podemos vislumbrar algunas:
- La
creencia de que, como trabajadores y trabajadoras, han llegado a su techo
laboral, social y personal, gracias a la opción política socialdemócrata.
- La
desafección de la clase obrera de los procesos organizativos, del sindicalismo
como herramienta, debida posiblemente al sindicalismo institucional y
burocrático dominante.
- La
división profunda entre la clase trabajadora con estabilidad laboral y la emergente
“nueva clase del precariado” –término que conjuga los conceptos precario y
proletariado–, como ya se conoce socialmente y que procede analizar.
- Si esto
es lo que sucede en el primer mundo, no podemos olvidar ni dejar de pensar en
las caravanas de migrantes en América, África o Asia que buscan un lugar para
trabajar en la más absoluta desregulación laboral y social, dada la inseguridad
económica y social de sus países y el “deslumbramiento” mediático que sufren.
- El
proceso de robotización, la falsa autonomía laboral, el mito de la innovación y
emprendimiento y los cambios en el mundo del trabajo hoy (deslocalizaciones,
externalizaciones de la producción y servicios) producen importantes bolsas de
desempleo, de opresión y condiciones laborales que rozan la esclavitud, como
ocurre en la llamada eufemísticamente nueva economía “colaborativa”.
- La
eficacia de un sistema educativo que alimenta la perpetuación de las reglas del
sistema y el poder.
- Las
nuevas tecnologías, redes sociales, capaces de convertir la posverdad en la
realidad.
Pero,
centrémonos en esa nueva clase social, “el precariado”, que acabamos de
señalar.
Intentando
comprender qué sucede, en primer lugar, la clase obrera se ha transformado en
función de cómo lo ha hecho el mercado laboral, de manera que hoy tener trabajo
asalariado no es garantía de dejar de ser pobre (en España hay más de 10 millones
de pobres). En segundo lugar, el paro estructural que, de manera implícita,
precisa el sistema capitalista globalizado es la garantía para que,
progresivamente, se haya pasado de la clase trabajadora a la clase del
precariado.
La
ideología dominante y las circunstancias económicas están creando un tipo de
sujeto que no se reconoce revolucionario, ni se percibe como integrante de una
nueva clase social, un sujeto que desconoce el significado de lo colectivo, que
trabaja explotado y sigue siendo pobre, pasa hambre, puede ser desahuciado, que
defiende el sistema de consumo del que es dependiente física y psicológicamente,
cuyas circunstancias le obligan a ser sumiso, resignado, servil, que resiste a
veces en la pura indigencia, un sujeto que forma parte de un nuevo grupo humano
inerte e inerme actualmente, pero que al existir y tener formación puede despertar
de su alienación y recuperar una conciencia de clase con capacidad
revolucionaria.
El precariado
está siendo identificado como la nueva clase social proletaria del siglo XXI
según el economista británico Guy Standing y es fruto de la globalización y la competitividad
que caracteriza al capitalismo actual. Entre las señas de identidad de esta
nueva clase social a escala mundial (hay unos 1.500 millones de personas en
situación de precariedad) podemos apuntar que posee inseguridad económica y profesional;
está en permanente cambio y búsqueda de empleo, estudiando, rastreando en las
redes; encadenando pequeños trabajos temporales, becas de formación, contratos
a tiempo parcial; sujeta a recibir oferta de políticas sociales como el work-fare (trabajar sin cobrar); carece
de derechos, acceso a las pensiones, a la regularización laboral, salario
digno, a los mínimos derechos laborales y sociales; es candidata al desahucio.
Sin duda,
a las personas integrantes de esta “nueva clase social” les une la indignación
y ello les puede hacer sentirse grupo, emerger la disidencia, la subversión y
evolucionar hacia convertirse en el nuevo sujeto revolucionario que no solo
evite el apego a las ideas totalitarias y neofascistas sino que las combata.
Como bien
señala Raúl Zibechi, el sujeto revolucionario no se define en torno a una sola
condición, como la precariedad, sino que intervienen otras variables que sin
duda hay que considerar, como el género, la etnia, el país de origen, la
identidad personal, la ideología...
Para
postmarxistas como Ernesto Laclau, tras la profunda crisis sistémica iniciada
en 2008, el sujeto revolucionario lo componen todas y cada una de las personas
y colectivos que desean enfrentarse con el sistema, ciertamente con una
dispersión de luchas pero con objetivos claros de transformación social, junto
a las organizaciones políticas comunistas, ya que la revolución pasa por ocupar
el poder participando en procesos electorales al uso. Para el pensamiento libertario
esta vía electoralista orientada a tomar el poder está suficientemente
experimentada y siempre ha conducido a la frustración, al fracaso del
movimiento obrero y al fortalecimiento del sistema que se quiere combatir.
Pero para
el movimiento libertario, la gran discusión no reside en identificar teórica,
empírica y deductivamente al nuevo sujeto revolucionario y esperar a que sus prácticas
sean consecuentes, sino en identificar, potenciar, divulgar, expandir aquellas
voluntades, aquellas prácticas de sistema alternativo real –ligadas a los
principios libertarios, siempre con un funcionamiento de abajo arriba– que ya se
están experimentando e, inductivamente, inferir quiénes integran el nuevo
sujeto revolucionario.
Pensemos
en los éxitos de las luchas sindicales contra la precariedad; las luchas de los
movimientos sociales, ecologistas, animalistas, mareas ciudadanas, migrantes,
antiglobalización, okupa; los éxitos de las luchas del movimiento feminista
contra el patriarcado y por la emancipación de la mujer; la defensa de los
servicios públicos; las empresas autogestionarias; la economía social y
solidaria con democracia directa y apoyo mutuo; las plataformas por la amnistía
social y la renta básica de las iguales; las experiencias de intercambio entre producción
y consumo; comercio local; centros sociales autogestionados; el uso social de
las redes sociales alternativas para construir comunidades autogestionarias...
y, todo ello, según los principios anarquistas del federalismo e internacionalismo.
Aquí
reside el vivero de la verdadera transformación social. La desesperanza no
tiene cabida porque, para el movimiento libertario, la revolución comienza ya,
en cada instante, en cada lugar del mundo, negándose a colaborar con el sistema
y comenzando a tener prácticas libertarias, sin distractores electoralistas ni
ilusiones de conquista del poder. Tú, yo, aquel, la otra, la gente que lucha
día a día y no se rinde: ese es el germen de la nueva clase social que pretende
transformar el mundo. Como dice Camus: “aunque la lucha sea difícil, las razones
para luchar, al menos, continúan estando claras”.
[Publicado
originalmente en el periódico Rojo y
Negro # 330, Madrid, enero 2019. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20330%20enero.pdf.]
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