Cuadernos
de Negación
Le Corbusier (1887-1965)
fue un arquitecto suizo considerado el pope de la arquitectura moderna. Tenía
una concepción funcionalista de la planificación urbana y de la vivienda.
Catalogaba a la vivienda como «una máquina para vivir» añadiendo que «la casa
debe ser el estuche de la vida, la máquina de felicidad.» Diseñó su programa de
ciudad ideal dividida por áreas funcionales separadas las unas de las otras:
vivienda, trabajo, ocio y circulación. La separación de esos cuatro conceptos
no termina por definir nada más que la abstracción propia del conocimiento
moderno y la cosificación desplegada por la economía. Lo que nos interesa del
ejemplo de Le Corbusier y su figura paradigmática —que en el disciplinamiento
estudiantil de la arquitectura perdura hasta el día de hoy— es la organización
del espacio que hace con esos conceptos, la facilidad con que un hombre puede
trazar sobre una hoja en blanco a su mero capricho conceptual la forma en que
miles de personas han de vivir su vida. Habitar, trabajar y consumir estarían
divididos mediante grandes zonas verdes y unidas entre sí mediante carreteras.
Aquí entraba otra parte importante de su proyecto: una ciudad diseñada para el
automóvil, por lo tanto más bien excluyente de los seres vivos.
Esta segregación abstracta
de la vida humana pudo ser edificada, pero la fuerza de los muros de
hormigón armado y la poética del espacio sometido al pensamiento abstracto del
orden de la economía terminó siendo una pesadilla («el sueño de la razón
produce monstruos») que tuvo en la demolición del proyecto urbanístico de
Pruitt-Igoe [*] su cara a cara con las contradicciones que no se encuentran en
los planos de papel.
Continuando con los
mandatos oficiales sobre cómo deberíamos vivir, se nos dice que al interior
de los hogares los espacios no se mezclan o, al menos, ese es el objetivo,
esa es la imagen dominante a tener en cuenta aunque se viva en
condiciones completamente distintas: para dormir y tener sexo está el
dormitorio, para cocinar la cocina y para comer el comedor. Es sinónimo de mal
gusto y de incivilización mezclar los espacios y sus respectivas funciones. El
hogar ideal debe estar habitado por una familia tipo, por ello es extraño que
cohabiten personas que no estén ligadas por el contrato familiar, como hace
décadas pasadas sucedía comúnmente. Esto es aceptado si se trata de un momento
transitorio, como en el caso de los estudiantes que están preparándose y
aspirando a incluirse a aquel «estilo de vida» normalizado y en regla, lo cual
se hace evidente a la hora de alquilar una vivienda: hay empresas inmobiliarias
que sólo alquilan sus inmuebles a familias o reemplazan esto con el pedido de
garantías y avales que cumplen una función de resguardo económico pero, a su vez,
garantizan que a la vivienda se le dará un uso acorde a las normas sociales
dominantes.
Los rasgos de la
arquitectura son separación y privación. El inmueble se convierte en espacio de
orden público como lo es la calle. Y tal como la calle es un espacio de
reordenamiento del Estado en función del Capital, un buen hogar tiene una buena
familia y una buena familia es trabajadora y delega toda responsabilidad en las
instituciones, la cual separa y ordena los aspectos de la vida (trabajo,
escuela, arte, diversión, etc.).
Todo esto hace aparecer a
la familia contemporánea como el producto de un constante trabajo, por parte
del Estado, de reducción de las posibilidades, de destrucción de la
sociabilidad, de atomización de la sociedad. Gloriosa figura de jardinería social
de los poderes públicos, la familia celebrada como «la célula de base de la
sociedad» parece ser una fase transitoria de un largo y devastador proceso de empobrecimiento
de la vida comunal. (Meyer)
Los hogares estandarizados
tienen múltiples cualidades positivas para el orden existente. Tanto a la hora
de ser controlados, como al momento de su producción, siendo construidos bajo
la repetición de cientos de casas anteriores indiferentes a sus entornos, al
sentimiento de quienes las habitarán y de quienes las construyen. Tal como no
debiera salirse de la norma, tampoco debe construirse una casa (u otra
edificación) al margen de lo permitido. Así como el Estado trata de
convencernos por todos los medios que no existe nada más allá del voto y las
consultas ciudadanas en el terreno de los cambios sociales —que codifica en
políticos—, intentan convencernos que no existe espacio fuera de los márgenes
señalados por los urbanistas.
El Capital busca controlar
el espacio, así como la imagen que construimos de él. Aunque el
progresismo pretenda ciudades capitalistas sin «villas de emergencia» (favelas,
chabolas, cantegriles, banlieues; cada una con sus particularidades) estas
están presentes como válvula de escape ante la explosión de la demanda
habitacional, aceptadas a regañadientes o directamente integradas por punteros
políticos o narcotraficantes, al margen de la «política oficial» (la cual
precisa necesariamente de este «lado oscuro»). El control estatal se encuentra
en una encrucijada en las grandes ciudades de casi todo el mundo ya que, a
partir de la mitad del siglo XX, una parte significativa de la población
planetaria ha ido acumulándose en estos sitios. No todo está bajo control,
aunque mientras tanto diferentes brazos estatales ciudadanizan las regiones más
pauperizadas de la urbe, civilizando con milicos, policías, trabajadores
sociales o filántropos ad-honorem que reproducen la ideología del
Estado.
Así como para proletarios
asalariados como para quienes viven más miserablemente, lo que no puede ser
disciplinado por el urbanismo se logra mediante otras instituciones o «estilos
de vida» que ofrece el capitalismo: una vida amueblada a puertas cerradas, un
televisor en cada casa, una lavadora, una computadora, una heladera. Y quien no
pueda tener todo aquello lo tendrá al menos como referencia, intentando vivir
con lo propio lo más parecido al hogar burgués, que es la regla para todo
hogar. Los hogares proletarios, actualmente, son a menudo réplicas a menor
escala y de menor calidad que los hogares burgueses. Pero no siempre fue así.
En algún momento la burguesía se caracterizó por llevar adelante un estilo de
vida propio que no era compartido por el resto de la población, quienes vivían
de una manera más comunitaria, lo cual naturalmente no hace sólo referencia al
espacio físico, sino al hecho de compartir tanto las comidas como la crianza de
los niños, tarea de la cual hoy se ocupa la clase burguesa. Recordemos que es
en el capitalismo donde la clase dominada es educada casi totalmente por la
clase dominante, a través de sus escuelas —tanto privadas como estatales—, con los
mass media como impartidores de esa ideología, o imponiendo modernos mecanismos
para gestionarla libremente por los dominados, haciéndola fluir sin cuestionar
su secreto contenido de clase.
El marco de vida está
determinado de una vez por todas hasta en los más mínimos detalles: las
tuberías del agua, del gas, la electricidad, el teléfono o la antena colectiva
de televisión, reunidas en redes empotradas en las paredes, precondicionan el
reparto de las diferentes habitaciones, su uso e incluso sus muebles.
Cualquier cambio en la
función de algunas de ellas debe realizarse mediante la violencia, valiéndose
de astucias o engaños, y constituye por lo menos un signo de no integración, de
grosería, de rareza (…). La mala utilización de la vivienda, es decir, la
incomprensión o la transgresión de estas múltiples prescripciones llaman necesariamente
la atención y provocan la intervención de los gestores de la desculturización, que son los trabajadores
sociales. (Meyer).
A estas «incomprensiones»
que atraen sobre sí la intervención de los especialistas en disciplina,
podríamos sumar las actuales «medidas ecológicas » sobre el retiro de la basura
de las casas, con sus horarios y hasta en su clasificación, lo que constituye
una nueva herramienta de disciplinamiento y de recaudación monetaria. El
negocio de la basura mueve millones y si no se colabora clasificando plásticos
y papeles, se colabora en base al pago de multas que recaudará el Estado.
Reiteradas veces, el ataque
de diversos gobiernos a los cartoneros o a quienes simplemente viven de los
desperdicios, no es más que una lucha por la propiedad de esa basura. Mientras
el gobierno no pueda hacerse cargo del reciclaje, permite y hasta alienta —se
aguanta en realidad— el trabajo «ecológico » de quienes viven de la basura.
Pero cuando las plantas de reciclaje ya están listas para la valorización, el
negocio de la basura no puede permitirse ser saqueado por «esos mugrientos
incivilizados».
Por otra parte, cabe
remarcar que es con el modo de producción capitalista donde producimos estas
absurdas cantidades de basura. Por lo tanto deberíamos ir a la raíz del
problema: el capitalismo, incluyendo su brazo ecologista que no es más que una
tropa de vendedores de humo y de disciplinadores, que cuando no son empleados
directos del Estado son, nuevamente, esos activistas ad-honorem que
antes nombrábamos.
Nota
[*] Pruitt-Igoe fue un gran
proyecto urbanístico inmerso programáticamente en la arquitectura moderna, que
fue desarrollado entre 1954 y 1955 en la ciudad estadounidense de San Luis, Misuri.
Poco tiempo después de haberse construido, las condiciones de vida en
Pruitt-Igoe comenzaron a decaer; y en la década de 1960, la zona se encontraba
en extrema pobreza, con altos índices de criminalidad y segregación. En 1972 —menos
de 20 años después de su construcción— el primero de los 33 gigantescos
edificios fue demolido. Los otros 32 fueron derruidos en los siguientes dos
años. (Wikipedia)
[Tomado
del libro de varios autores: Urbanismo, espacio y dominación, Madrid, La
Neurosis o las Barricadas, 2013. Volumen completo accesible en https://mega.nz/#!SoIRzCpS!mx4iFQcczjg_kcUD8iJEX_CAmuBCRTKLQ1HnTLIgy6g.]
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