Félix García M.
Hay una fuerte tendencia en el pensamiento anarquista a denostar el ejército como institución absolutamente nociva para la sociedad. El rechazo ha sido siempre total y puede quedar perfectamente reflejado en un texto que incluye Tolstoi en su novela Resurrección: “El servicio militar pervierte de por sí a los hombres, colocando a los que entran en él en unas condiciones de ociosidad completa, es decir, de falta de un trabajo racional y útil; los exime de toda clase de deberes comunes a la generalidad de los hombres, en sustitución de los cuales pone sólo el convencional honor del regimiento, del uniforme, de la bandera, concediéndoles, por una parte, un poder ilimitado sobre los demás y colocándolos, por otra parte en una sumisión servil frente a sus jefes”.
Hay una fuerte tendencia en el pensamiento anarquista a denostar el ejército como institución absolutamente nociva para la sociedad. El rechazo ha sido siempre total y puede quedar perfectamente reflejado en un texto que incluye Tolstoi en su novela Resurrección: “El servicio militar pervierte de por sí a los hombres, colocando a los que entran en él en unas condiciones de ociosidad completa, es decir, de falta de un trabajo racional y útil; los exime de toda clase de deberes comunes a la generalidad de los hombres, en sustitución de los cuales pone sólo el convencional honor del regimiento, del uniforme, de la bandera, concediéndoles, por una parte, un poder ilimitado sobre los demás y colocándolos, por otra parte en una sumisión servil frente a sus jefes”.
Esa aversión al ejército ha calado en la sociedad trascendiendo las filas anarquistas y siendo compartida por mucha gente. Hace un par de semanas, decenas de colegios de Cataluña firmaban una carta solicitando que el ejército no apareciera por sus aulas, declarándolo de ese modo institución “non grata”. Tras muchas presiones se consiguió la supresión del servicio militar obligatorio, convirtiendo el ejército en una institución profesional, puesto que su desaparición no se contempla.
Puestas así las cosas, poco más hay que decir. Nos sumamos todos a la iniciativa escolar catalana y subscribimos apasionadamente el lema de un cartel conocido: “Si no hubiera ejércitos, no habría guerras”, al que podemos sumar en tono lúdico aquella petición impresa en una camiseta: “Más tanques, pero de cerveza”. Apuntarse a todo esto queda bien, es políticamente correcto para la progresía y no tiene mucho costo personal. No obstante, no deja de ser una simplificación notable y considero necesario ir un poco más allá.
En primer lugar, es posible rechazar el ejército como institución, en especial por su profundo sentido militarista, dentro del cual es decisivo y fundamental lo que Tolstoi incluye en la cita: patriotismo cerril, sumisión absoluta a la cadena de mando, prohibición del pensamiento a la tropa... Ahora bien, de ahí no se deriva en absoluto la opción por unas fuerzas armadas concebidas de una manera radicalmente distinta. Durante la guerra civil se organizaron unas milicias anarquistas en las que se pretendía compaginar las exigencias de la lucha armada contra el enemigo fascista con las exigencias autogestionarias y democráticas del ideario libertario. El experimento no duró mucho, pero aportó ideas sugerentes sobre las que convendría reflexionar un poco más.
Una segunda opción es más radical y entronca con la rama pacifista del anarquismo. En ningún caso está justificada la violencia y lo que necesitamos todos es desarrollar estrategias de defensa basadas en la no violencia activa. Existen igualmente diversas experiencias en la historia, siendo la de Gandhi la más famosa, aunque no la única. El uso de la no violencia se ha extendido a otras prácticas de lucha social, como la lucha sindical, con cierta fortuna. Lo interesante de ambas opciones es que en ellas se admite el derecho a la legítima defensa, pero se replantea radicalmente la forma de ejercerla. Si hablamos de milicias populares, o del pueblo en armas, estamos planteando un recurso a la violencia para defendernos de la violencia padecida que no se desmarca de las exigencias participativas que plantea toda democracia. Durante los años setenta y ochenta se produjeron algunas reflexiones interesantes sobre un programa de defensa civil activa que iban en ese sentido, aunque no lograron tener demasiado éxito. Lo que plateaban, en definitiva, era la radical democratización de las fuerzas armadas, en lugar de la subrepticia militarización de la sociedad civil, como se plantea habitualmente en los planes de emergencia diseñados por las correspondientes juntas de defensa del estado.
Por lo que se refiere al pacifismo total, el proceso es mucho más complejo y exige una tarea educativa de la población profunda y a largo plazo. No es nada sencillo renunciar completamente al uso de la violencia, a no ser que lo hagamos en circunstancias de sustancial tranquilidad social, como pueden ser las actuales en España. Si nuestras condiciones de vida fueran las de los indígenas mayas en Chiapas, probablemente tendríamos un planteamiento diferente.
Lo que me preocupa en estos momentos es que, debido a esa situación de sólida paz social en la que los conflictos existentes no parecen necesitar el uso de la fuerza extrema para su solución, estemos cayendo en una situación que no considero positiva. Se ha conseguido suprimir el servicio militar obligatorio, bien es cierto, y las fuerzas armadas no encuentran quien las quiera. Ahora bien, ¿se trata realmente de un paso adelante hacia una sociedad más solidaria y libre? No lo tengo tan claro, al menos a corto plazo.
Lo que está ocurriendo ahora es que el ejército profesional se convierte en una institución posiblemente más peligrosa que la anterior. No desaparece el ejército, y sus filas son engrosadas por los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Como no podía ser menos, se convoca a inmigrantes, pues entre las clases medias (incluyendo gran parte de la clase trabajadora) está mal visto cumplir el servicio militar o, como es el caso actual, ser soldado profesional. Es decir, no se acaba con el trabajo sucio, porque no parece que estén los tiempos para ello; lo que se hace es dejárselo a los parias sociales. Mientras, nosotros hacemos gala de pacifismo y nos metemos con el ejército.
Cuando hay misiones militares, por discutibles que sean, son esas tropas de choque las que acuden y las que mueren. Su formación puede terminar siendo más militarista que la que había en la etapa previa. Y su función social también puede ser más reaccionaria. Al mismo tiempo, no se da el rechazo a las intervenciones militares que se daba en otras ocasiones.
El caso de Estados Unidos es significativo; la guerra de Vietnam suscitó una gran oposición social entre otras cosas porque la gente de clase media y lo estudiantes universitarios eran conscientes de que podía tocarles a ellos acudir al frente. Esa preocupación ya no existe en estos momentos. Otros se encargan del trabajo y mi vida no corre riesgo. En cierto sentido, me atrevería a decir que mientras haya ejércitos, mejor que sea toda la población la que haga el trabajo. Eso no significa en absoluto renunciar a denunciar constantemente el militarismo y la cultura de la guerra.
Experiencias como las de los ejércitos británico (profesional) o salvadoreño (obligatorio), o de las milicias armadas en Sierra Leona (brutales), nos deben llevar a pensar que el problema no es exactamente la existencia de ejércitos, sino la manera de entender la defensa como he dicho antes. Es cierto que debemos seguir siendo radicalmente antimilitaristas y mantener el objetivo a largo plazo de convivencia pacífica entre gentes de diferentes ideas y prácticas. La llamada de atención la hago solamente para que no se baje la guardia y no gastemos energías “revolucionarias” en frases y gesto vacíos. Necesitamos algo más de reflexión y de prácticas pacifistas alternativas.
[Tomado de http://www.antimilitaristas.org/spip.php?article1094.]
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