Luis
Alberto Buttó
A partir de 1999, el pretorianismo se revistió con
bases legales en Venezuela. En otras palabras, desde esa fecha, se legalizó la
intervención militar en política. Ello ocurrió al borrarse los impedimentos
formales y sustanciales establecidos en épocas anteriores para que dicha
injerencia pudiera manifestarse y al dictarse emergentes textos legales que
consagraron tal participación. La combinación de lo dispuesto en las normas
jurídicas traídas a colación en este ensayo trocó a los integrantes del
estamento castrense en actores políticos lícitamente reconocidos. Así las
cosas, la legalización del pretorianismo abrió las compuertas para la autonomía
de acción en materia política de los numerarios de la fuerza armada nacional,
resquebrajando con ello el control civil democrático, elemento imprescindible
para el sostenimiento de la democracia liberal representativa. En este
contexto, aspectos cruciales de dicho control pasaron a ser competencia directa
y exclusiva de la organización castrense; verbigracia, el proceso relativo a
los ascensos militares, la formulación de la doctrina militar estratégica y la
compra y uso de armamento, amén de los otros detallados en estas páginas.
Al propiciar el diseño e implementación del marco
legal validador de la condición política de los militares venezolanos, la
autodenominada revolución bolivariana blindó el derecho de aquéllos a
escenificar las conductas correspondientes y facultó a la organización armada,
más concretamente a sus órganos directivos, a devenir en factor crítico en
última instancia determinante a los fines de garantizar la supervivencia en el
tiempo del modelo de acumulación y desarrollo y del proyecto político
históricamente asumido como pertinente por la élite dominante en Venezuela a partir
de 1999.
Independientemente del prisma desde el cual se mire
el proceso descrito, sus alcances se tradujeron en la configuración práctica de
una incontrovertible realidad militarista, pues si algo caracteriza a ésta es
el hecho de que la fuerza armada (o cuando menos los personeros con mando
efectivo sobre los componentes en que se divide la fuerza armada y/o sobre las
grandes unidades de combate) se erige en árbitro supremo de los conflictos
generados por el acceso al poder político. Para decirlo con los términos
exactos contenidos en el Diccionario de la Real Academia, lo militarista debe
entenderse como ...«perteneciente o relativo al militarismo»... y éste se lee ...«preponderancia
de los militares, de la política militar o del espíritu militar en una
nación»...
Es decir, la entronización en el país de los
militares como élite dominante o parte fundamental de la élite dominante; el
predominio de las políticas públicas formuladas, dirigidas e implementadas por ellos;
el darle carácter, espíritu o esquemas militares a los procesos colectivos en
desarrollo (organización para contiendas electorales, organización para la
convivencia en centros poblados, organización para el acceso a los bienes y
servicios brindados por el Estado o el gobierno, etc.); así como también la
expansión de la cosmovisión militar en todo el conjunto social. Aquí, de nuevo,
el diccionario. La autodenominada revolución bolivariana militarizó la sociedad
venezolana al cubrir cabalmente las siguientes acepciones del verbo: ...«dar
carácter u organización militar a una colectividad»... y/o ...«infundir la
disciplina o el espíritu militar»... La cotidianeidad pasó a discurrir entre
toques de diana, especie de “adhan” recitado por nuevos almuédanos para
convocar a la movilización de las masas.
En concreto, la consolidación como poder
constituido del proyecto político coloquialmente llamado «chavismo», acarreó el
resultado progresivo de la materialización efectiva de uno de los dos
descriptores fundamentales de la aberración institucional denominada Estado
Cuartel; a saber, la configuración de un régimen político donde los
depositarios de las armas de la nación se erigen en grupo dominante de la
sociedad al adquirir supremacía, sea ésta cuantitativa o cualitativa, en el
manejo del Estado y/o del gobierno. Condición dominante que, huelga aclarar,
implica el aprovechamiento de las ventajas socioeconómicas derivadas de tal realidad;
por ejemplo, ejercer el control absoluto sobre múltiples e importantes empresas
estatales, al punto de que la organización castrense se instituye en sí misma
emporio empresarial de primera magnitud en el contexto económico general. (Para
una explicación detallada de cómo, durante la vigencia de la autodenominada revolución
bolivariana, la fuerza armada se convirtió en emporio empresarial, consúltese:
Luis Alberto Buttó. «Unión Cívico-Militar: la falacia uniformada de la Revolución
Bolivariana», en Luis Alberto Buttó y José Alberto Olivar (coordinadores). El
chavismo frente al espejo. El rostro de la mentira. Caracas: Fundación
Negro sobre Blanco Grupo Editorial, 2017.)
El cuadro reseñado obliga a la consideración de los
aspectos axiológicos asociados, en especial por su vinculación con la posibilidad
de que se produzca algún tipo de ejercicio democrático real. Las condiciones
intrínsecas de la institución armada, derivadas del potencial de fuego
acumulado y monopolizado, sempiternamente le otorgan capacidades indiscutidas
para alterar el equilibrio de fuerzas requerido en la competencia por el
control de las maquinarias estatal y gubernamental. Esto ocurre cuando los
integrantes de esta institución, o por lo menos su plana directiva, actúan con
base en motivaciones farisaicas y no profesionales; es decir, incurren en pretorianismo
al decantarse por la actuación política.
Por consiguiente, es imperativo puntualizar que la
legalización de la intervención militar en política, desarrollada en predios nacionales
de 1999 en adelante, no proporcionó legitimidad alguna a la politización de la
fuerza armada, pues tal legitimidad no puede entenderse a partir de las
implicaciones jurídicas del proceso (acto ceñido a la ley), sino en sus
connotaciones sociológicas; es decir, a partir de la comprensión de que al
aceptar y/o respaldar la comunidad tal injerencia, se pone en entredicho la
convivencia política al apartarla de la situación ideal donde, o se construye
la mayor armonía posible, o se enfrenta el menor grado de conflictividad
posible. Las leyes que sirven al mal, más allá de su formal vigencia, resumen
despotismo y arbitrariedad. En este sentido, la edificación de una realidad
tipo Estado Cuartel, aún estando sustentada en determinada arquitectura legal ad
hoc, no puede considerarse legítima y demanda denuncia y rechazo sin reservas.
El segundo gran descriptor del Estado Cuartel,
léase el uso desmedido, implacable y abiertamente ilegal de la fuerza por parte
del Estado para mantener contenido el avance de la oposición política y
enfrentar el descontento popular concretado en manifestaciones y protestas, se
hizo tangible en Venezuela a partir de 1999, cuando la institucionalidad
dominante asumió como propios y puso en práctica los postulados programáticos
de la Doctrina de Seguridad Nacional; razón por la cual, cada vez que lo
consideró necesario, conveniente y factible, concibió y trató bajo la categoría
de enemigo interno toda expresión de desacuerdo y resistencia en su contra.
Con este proceder, se reafirmó la militarización de
la sociedad emprendida con la implantación del marco legal propiciador del pretorianismo,
en tanto y cuanto se le impuso carácter militar a la colectividad al resolver manu
militari los conflictos políticos y socioeconómicos incubados en ella cuando
estos no pudieron disiparse con mecanismos propiamente políticos (elecciones, referendos,
negociaciones entre las partes, etc.). Ejercicio de la violencia que, como era
de esperarse, siempre estuvo acompañada de la correspondiente expresión
discursiva. En este sentido, es altamente ilustrativo que luego de lo ocurrido
en abril de 2002, momento en el cual una masiva manifestación popular conllevó
la destitución momentánea del presidente en funciones, el oficialismo jamás
experimentó prurito alguno en advertirle a la comunidad nacional disponer de la
organización y la capacidad de fuego suficientes para desbaratar cualquier
situación parecida. Como se narró en páginas precedentes, estas amenazas se
cumplieron al presentarse la ocasión.
Es igualmente significativo, en términos de
comprobación del planteo anterior, el hecho de que en cada contienda electoral de
las escenificadas desde la conquista del poder por parte de la autodenominada
revolución bolivariana, el liderazgo de ésta, para favorecer su opción de triunfo,
infundió temor en la población al señalar que la posible victoria de la
oposición desembocaría en el estallido de una guerra civil. Dada la
responsabilidad inherente a la realización de afirmaciones de tan grave tenor,
lo menos que debió preguntarse la sociedad venezolana en su momento fue lo
relativo a los escenarios previstos por dicho liderazgo en función de los bandos
a enfrentarse en ese conflicto hipotético y lo relacionado con el instrumental
a ser utilizado al respecto por la parcialidad gobernante, incluyendo su lado
oficioso. Lo cierto del caso es que cada vez que se hicieron advertencias de
este tipo se recurrió al ideario característico del Estado Cuartel, mediante el
cual toda opción política es entendida como batalla potencial.
Amén de lo dicho, la aplicación de la Doctrina de
Seguridad Nacional en Venezuela a partir de 1999, como basamento teórico del
Estado Cuartel así edificado, encontró adecuada manifestación en la
promulgación de textos legales encaminados a construir una sociedad donde los
aparatos de inteligencia pasaron a operar sin restricciones como mecanismos
dispuestos para la persecución y control político de la población y donde la
vigilancia se instituyó norma para acusaciones anónimas y para la manipulación
política en función de facilitar o denegar el acceso a los programas sociales desarrollados
por el gobierno.
En síntesis, el «chavismo» convirtió al
funcionariado castrense en actor político con sustento legal para asumir tal
papel y le otorgó condición de preponderancia sobre otros factores sociales en
este sentido. Igualmente, desde su arranque como proyecto político dominante,
se dio a la tarea de reprimir con todos los medios posibles las actividades
opositoras al considerarlas expresión de la presencia de enemigos internos
actuantes en contra de la estabilidad del país, como manda el catecismo de la
Doctrina de Seguridad Nacional. Sin menoscabar la importancia de otros
indicadores contenidos en el constructo teórico, sólo con la constatación de
ambos procederes se hizo pertinente y apropiado hablar de Estado Cuartel en
Venezuela, como signo característico y producto directo de la autodenominada revolución
bolivariana. Huelga decir, Estado Cuartel encarnado en los representantes de la
fuerza y sostenido por ésta.
[Fragmento que recoge las conclusiones del texto de
igual título incluido en el libro El Estado Cuartel en Venezuela, que en
versión completa es accesible en http://www.unimet.edu.ve/unimetsite/wp-content/uploads/2018/05/El-Estado-Cuartel-en-Venezuela-pub-1.pdf.]
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