Daniel Colson
El nudo entre filosofía y anarquismo parece haber estado deshecho durante mucho tiempo, incluso puede que haya carecido de fundamento. Al contrario del marxismo, hemos de decir que el anarquismo habría desparecido de la escena social y política con el desastre de la Guerra Civil española. Además, el pensamiento libertario nunca habría constituido una filosofía digna de este nombre, de ahí la falta de interés de los filósofos y, con más razón, de las instancias académicas.[1]
El nudo entre filosofía y anarquismo parece haber estado deshecho durante mucho tiempo, incluso puede que haya carecido de fundamento. Al contrario del marxismo, hemos de decir que el anarquismo habría desparecido de la escena social y política con el desastre de la Guerra Civil española. Además, el pensamiento libertario nunca habría constituido una filosofía digna de este nombre, de ahí la falta de interés de los filósofos y, con más razón, de las instancias académicas.[1]
El anarquismo nace a mediados del siglo XIX, en la misma época que el marxismo, a partir de preocupaciones semejantes —la cuestión social y los movimientos obreros—, pero siguiendo unas modalidades prácticas y teóricas bastante claramente diferenciadas. Su gestación se produce a partir de dos procesos distintos. En primer lugar, hay un discurso teórico y político que le confiere su concepto principal: la anarquía se considera un valor positivo, a la vez para explicar la realidad del mundo y, de manera aparentemente más sorprendente, para expresar cómo este mundo, situado desde un principio bajo el signo de la dominación y de la explotación del hombre por el hombre, podría emanciparse y afirmar la libertad y la igualdad de todos mediante lo que Pierre-Joseph Proudhon denomina la anarquía positiva. La originalidad de este nacimiento se debe a que este no depende de un único teórico, contrariamente por ejemplo al marxismo, sino de posicionamientos múltiples y diferentes, de autores en sí mismos muy diversos en cuanto a sus puntos de vista, que se leen y se reconocen sin que se pongan de acuerdo, ni constituyen un grupo ni se someten a la autoridad o a la maestría de uno de ellos.
De estos autores, Proudhon es sin duda el más conocido (léase el artículo de Edgard Castleton que aparece publicado dentro del dossier de la edición impresa «El intratable Pierre-Joseph Proudhon»). Él es quien, antes que nadie, en 1840, en su libro ¿Qué es la propiedad?, se refiere de forma explícita y, de manera teórica, determinante a la idea de anarquía. Es asimismo él quien produce la obra más consecuente, aunque solo sea en cantidad. Pero, a su lado, hay que citar igualmente a Max Stirner, cuyo libro El único y su propiedad (1845) se convertirá en una de las referencias ulteriores del anarquismo, que estaba naciendo entonces. O incluso al médico Ernest Coeurderoy (1825-1862),[2] al pintor-empapelador Joseph Déjacque (1822-1864)[3] y, por supuesto, a Mijaíl Aleksandrovich Bakunin (1814-1816), un viejo y atípico hegeliano de izquierdas que, en cuestión de años, no solo contribuiría de forma determinante al desarrollo del pensamiento libertario, sino, asimismo, en oposición al marxismo, al nacimiento del anarquismo obrero.
La segunda cuna del anarquismo, desde el punto de vista filosófico, se halla (paradójicamente) justo donde no esperaríamos encontrarla: en las prácticas obreras y revolucionarias que, bajo formas muy diferentes y durante un poco más de medio siglo, desde la Primera Internacional hasta el aplastamiento de la revolución española en mayo de 1937, se manifiestan en la mayoría de países en vías de industrialización, en Francia, en España y en Italia, pero asimismo desde Rusia hasta los Países Bajos y desde Estados Unidos hasta Brasil y Argentina.
Desde los obreros relojeros de la Federación Jurasiana hasta la poderosa Confederación Nacional del Trabajo (CNT) española,[4] continuamente renacientes aunque esporádicos y de corta duración debido a su radicalidad, estos movimientos siguen sin conocerse bien.[5] Desparecieron sucesivamente, en el momento de su apogeo, a causa de tres golpes: la Primera Guerra Mundial en el caso europeo, la violenta reacción de los diferentes fascismos y otros regímenes militares que se impusieron en muchos lugares del mundo a lo largo de los años veinte y treinta, y, en último lugar, la versión del «comunismo» que reinaba entonces a la sombra de la dictadura estatal en Rusia.
Habrá que esperar a los acontecimientos conocidos como Mayo del 68 y, desde una óptica más global, al último cuarto del siglo XX para que el proyecto y el pensamiento libertario renazcan de sus cenizas. Y esto, de nuevo, bajo el efecto de un doble impulso.
El producido tanto por los movimientos como por las formas de reivindicación y de acción (autogestión, asambleas generales, luchas antiautoritarias) que, durante algunos años, recorren un gran número de países; y el dado en el plano filosófico por una constelación de enfoques teóricos originales y diversos, desde Jean Baudrillard hasta Gilles Deleuze pasando por Michel Foucault, Jacques Derrida, Félix Guattari y muchos otros.
Con lo que podríamos definir como un nietzscheanismo de izquierdas, no asistimos únicamente a la emergencia de un pensamiento emancipador capaz de hacer vacilar cincuenta años de hegemonía marxista de izquierdas. Era asimismo posible dar sentido al anarquismo, a su dimensión teórica —un inmenso corpus de textos, tratados, opúsculos, así como trabajos inéditos a menudo heteróclitos, difícilmente accesibles y en parte perdidos (respecto de Bakunin)—, pero también, y de forma más sorprendente, a un conjunto de movimientos y de experimentos libertarios, en particular obreros, de los que comenzamos a percibir la importancia. Este sorprendente encuentro entre movilizaciones y nietzscheanismo de izquierdas, con toda la razón denunciado por sus enemigos bajo el nombre de «pensamiento del 68»,[6] presenta tres características singulares.
En primer lugar, el separatismo, la autonomía y la diferenciación. Es decir, la capacidad de los oprimidos de convertirse en «dueños», sus «propios dueños» como dicen los sindicalistas libertarios, al extraer de ellos mismos y de sus movimientos todo lo necesitan para cambiar el mundo. En un libro póstumo, De la capacidad política de la clase obrera (entonces leído y releído por militantes obreros), y en términos eminentemente nietzscheanos, Proudhon explica: «La separación que recomiendo es la condición misma de la vida. Diferenciarse, definirse, es ser; al igual que confundirse y absorberse, es perderse. Que la clase obrera se dé por enterada: ante todo es necesario que deje de estar tutelada y de ahora en adelante actúe exclusivamente por sí misma y para ella misma».[7]
En su lucha por la emancipación, los diferentes movimientos del anarquismo obrero consideran efectivamente que no tienen que pedir nada a nadie, puesto que pretenden «ser todo» (como se pone de manifiesto en la letra de La Internacional). Buscan algo completamente nuevo y que nadie se lo puede dar porque son ellos quienes lo aportan.
En el segundo punto de encuentro filosófico entre el nietzscheanismo de izquierdas y el anarquismo obrero se hallan el federalismo y el pluralismo. Conocemos la concepción nietzscheana de la voluntad de poder, concebida bajo la forma de una pluralidad de pulsiones, fuerzas y deseos. Nos es menos conocido el modo original mediante el cual los diferentes movimientos obreros anarquistas materializaron el concepto de «fuerza colectiva» de Proudhon, ese compuesto de potencias, esa resultante de los conflictos y de la asociación de una multitud de tendencias diferentes y contradictorias.
A la voluntad de poder de Nietzsche concebida bajo la forma de «complejos de fuerzas que se unen o se rechazan, se asocian o se disocian», escribe Michel Haar,[8] responden así, en muchos lugares del mundo y durante más de medio siglo, la tensión, el equilibrio y la multiplicidad de prácticas y de modos de organización basados totalmente en el federalismo, en la libre asociación, en la afinidad y en el contrato siempre revocable. Pero también en la vida intensa y agitada de procesos de masas en los que cada ser —individuo, grupo, sindicato, comuna, unión o federación...— dispone de una completa autonomía, de la posibilidad de poder separarse.
A estos dos primeros encuentros, más allá del tiempo y del espacio, entre el anarquismo práctico y el pensamiento de Nietzsche, pero asimismo de Gottfried Wilhelm Leibniz, de Baruch Spinoza, de Alfred North Whitehead y de muchos otros, podemos añadir un tercero, quizás el más importante: la acción directa y el rechazo de la representación. Para el anarquismo, así como para Nietzsche por ejemplo, se ha de ir más allá de las mentiras y de las trampas de la representación política o social que los movimientos libertarios han denunciado incansablemente y de la que Pierre Bourdieu ha analizado los ardides y la credulidad excesiva en ella.[9]
Al igual que Nietzsche y continuando con Bourdieu, el anarquismo pretende ir a las raíces de la dominación y poner al día los mecanismos de la representación lingüística y simbólica. Es ahí donde Dios, la ciencia y los discursos mentirosos vienen a confundirse con el Estado, ese «perro hipócrita —denuncia Nietzsche— al que le gusta disertar para hacer creer que su voz sale del interior de las cosas».[10] Ahí donde están, como explica Victor Griffuelhes, uno de los responsables de la Confederación Nacional del Trabajo (CGT) francesa antes de 1914, «la confianza en el poder de los políticos y la confianza en el Dios del sacerdote, el sindicalismo sustituye estas por la confianza en uno mismo, esto es, por la acción directa».[11]
Expresando sus potencialidades revolucionarias en el contexto particular de los años sesenta y setenta, el pensamiento de Mayo del 68 no se contenta con dar sentido a ese anarquismo del pasado que alimenta las razones de su propia radicalidad. Contribuye a inscribirlo en una tradición filosófica mucho más vasta, oculta en los defectos de un orden real o imperial. Al igual que Nietzsche algunos años más tarde, el anarquismo nació en un día concreto, en algún lugar de Europa. Pero al igual que él se sorprendía «de escribir libros tan buenos» y asimismo de reencontrar sus propias ideas en Leibniz y en Spinoza, la idea anarquista puede a su vez sorprenderse de dar sentido al conjunto de la historia humana, de los esclavos de las revueltas de Espartaco a los ismailíes reformados del siglo XII persa, a los «turbantes amarillos» del taoísmo del siglo II antes de Cristo o a los husitas checos del siglo XV.
El anarquismo no es una filosofía, ni tan siquiera es un programa político o un modelo de funcionamiento social y económico. A través de sus múltiples caras y de su forma de responderse a sí mismo, en otros lugares, antaño y en el interior de una multitud de prácticas diferentes, el proyecto libertario se afirma como una relación con el mundo que difiere radicalmente de las prácticas, de los códigos, de las percepciones y de las representaciones existentes. Deshace estos en beneficio de una recomposición de la totalidad de lo que es, cuando la vida cotidiana, las prácticas políticas y sociales, las creaciones artísticas, la ética y los ejercicios del pensamiento no son más que ocasiones distintas de expresar y de repetir cada una por sí misma lo que les aglutina a todas ellas.
Notas
[1] La First Anarchist Studies Conference (organizada del 4 al 6 de septiembre de 2008 por el Centre for the Study of International Governance de la Universidad de Loughborough [Reino Unido]) confirma a este respecto una renovación. Los ciento cincuenta participantes provenían de la mayoría de los países anglófonos, pero asimismo de la República Checa, de Grecia, de Países Bajos, de Israel, de Turquía y de Dinamarca.
[2] Autor de Hurrah! ou la Révolution par les cosaques (1854), Cent Pages, Grenoble, 2000.
[3] Cfr. la compilación de textos A bas les chefs!, Champ libre, París, 1979.
[4] Entre las organizaciones más importantes, señalamos: en Francia, la Federation des Bourses du Travail y la Confederación General del Trabajo (CGT, sindicato francés), desde finales del siglo XIX hasta principios de los años veinte; en Italia, la Unión Sindical Italiana (USI, en sus siglas en italiano), desde 1912 hasta 1922; en España, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), desde 1911 hasta 1937; la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), desde 1901 hasta 1930; la CGT portuguesa, desde 1919 hasta 1924; los Industrial Workers of the World (IWW), desde 1905 hasta 1917; en Suecia, la Organización Central de Trabajadores de Suecia (SAC, en sus siglas en sueco), desde 1910 hasta 1934; en Holanda, el Secretariado Nacional de los Trabajadores (NAS, en sus siglas en sueco), desde 1895 hasta principios de los años veinte, la Unión Libre de Trabajadores de Alemania (FAUD, en sus siglas en alemán), a principios de los años veinte, etc.
[5] Léase Daniel Colson, Anarcho-syndicalisme et communisme, Saint Etienne, 1920-1925, Atelier de création libertaire, Lyon, 1986, y, sobre el anarquismo obrero brasileño, Jacy Alves de Seixas, Mémoire et oubli. Anarchisme et syndicalisme révolutionnaire au Brasil, Maison des sciences de l’homme, París, 1992.
[6] Luc Ferry y Alain Renault, La pensée 68. Essai sur l’antihuma-nisme contemporain, Gallimard, París, 1985.
[7] Pierre-Joseph Proudhon, La capacidad política de la clase obrera, Júcar, Asturias.
[8] Michel Haar, Nietzsche et la métaphysique, Gallimard, París, 1993.
[9] Pierre Bourdieu, «La délégation et le fétichisme politique», Actes de la recherche en sciences sociales, nº 52-53, París, junio de 1984.
[10] Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, Edimat Libros, Madrid, 2003.
[11] Victor Griffuelhes, Le Syndicalisme révolutionnaire, La Publication sociale, París, 1909.
[Tomado de https://es.theanarchistlibrary.org/library/daniel-colson-anarquismo-una-tradicion-revolucionaria-y-filosofica.]
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