Carlos Taibo
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Texto que abre el libro de igual título recientemente publicado, que en versión
completa puede bajarse de Internet en http://radiozapatista.org/wp-content/uploads/2018/05/Colapso_CarlosTaibo.pdf.
Son
muchas las ocasiones en las que, en actos públicos, me he referido al riesgo de
un colapso general del sistema que padecemos. El argumento, por fuerza, tenía
que suscitar controversias y con el paso del tiempo he ido acumulando experiencias,
de todo tipo, relativas a la discusión correspondiente. Por momentos me ha
parecido que era urgente hincarle el diente al concepto de colapso, y a sus
aledaños, toda vez que bien podía ocurrir que, pese a emplear muchas gentes la
misma palabra, estuviesen pensando a la postre en realidades distintas. Si así
se quiere, este libro es un ejercicio de clarificación, para mí mismo,de la
disputa sobre las muchas aristas que el concepto en cuestión presenta. Al
respecto se ordena en siete capítulos. El primero se interesa por el mentado
concepto de colapso, estudia los problemas que arrastra y sopesa algunas de las
enseñanzas que se derivan de colapsos registrados en el pasado. El segundo considera
las presumibles causas de un colapso sistémico global, con particular atención
dispensada al cambio climático y al agotamiento de las materias primas
energéticas. El tercero, de carácter inequívocamente especulativo, analiza las
posibles consecuencias del colapso. El cuarto y el quinto se acercan a dos
posibles respuestas ante éste: la propia de los movimientos por la transición
ecosocialy la vinculada con lo que ha dado en llamarse ecofascismo . Mientras
el sexto vuelca la atención sobre las percepciones populares en torno al
colapso, el séptimo, y último, procura extraer algunas conclusiones de carácter
general. Me gustaría dejar claro desde el principio que en modo alguno estoy en
condiciones de afirmar que en una u otra fecha se va a verificar un hundimiento
general del sistema que tenemos delante de los ojos. La tesis que, de forma
desapasionada, defiendo en esta obra es más cautelosa y se limita a adelantar que
ese hundimiento, habida cuenta de los ya numerosos datos que obran en nuestro
poder, es probable. Desde esa atalaya el libro que el lector tiene en sus
manos, que no incorpora ninguna certeza absoluta, incluye una modesta
invitación a la reflexión y a la prudencia que queda bien resumida en la figura
del pater familias diligens (padre de
familia diligente) de la que echó mano Castoriadis. Me limitaré a recordar al
respecto que ante un escenario tan delicado como el que plantea la crisis ecológica,
uestra respuesta no puede ser la que el filósofo atribuía a un padre –o a una
madre– al que, tras serle comunicado que era muy posible que su hijo tuviese
una grave enfermedad, en vez de colocar al vástago en manos de los mejores
médicos, lo único que se le ocurrió fue razonar diciendo: “Bien, si es posible que
mi hijo tenga una gravísima enfermedad, también es posible que no la tenga, con
lo que parece moderadamente justificado que me quede cruzado de brazos”. Frente
a ello, el padre de familia consciente se dice a sí mismo: “Ya que los
problemas son enormes, e incluso en el caso de que las probabilidades de que se
manifiesten sean escasas, procedo con la mayor prudencia, y no como si nada
estuviese sucediendo” [1].
Que este
texto sea prudente no significa en modo alguno que desee ocultar la magnitud de
los retos. El primero de ellos es, cómo no, esa combinación en la que se dan
cita el cambio climático, el agotamiento de las materias primas energéticas,
los problemas demográficos y una crisis social y financiera de hondura difícilmente
rebajable. El segundo lo aportan unos datos que reflejan un progresivo, y
rápido, deterioro de la situación. Agregaré, en suma, que hay motivos
suficientes para concluir que es probable que, al amparo de lo que parece ser
una genuina huida hacia adelante, lleguemos tarde si nuestro propósito, lógico,
es evitar el colapso. El escenario mental y político que hemos heredado es muy
delicado, y obliga a realizar sacrificios, en la forma de respuestas urgentes y
contundentes, en un momento en el que las restricciones son, de suyo, muchas.
Si William Ophuls recuerda al respecto que Gibbon atribuyó la decadencia de
Roma a lo que describió como una “grandeza inmoderada”, esto es, un exceso de
orgullo y presunción [2], Elizabeth Kolbert ha tenido a bien subrayar que la
historia revela que la vida exhibe una formidable capacidad de adaptación, sí,
pero que esa capacidad no es infinita [3]. Las extinciones masivas, apostilla
Kolbert, castigan ante todo a los más débiles, pero no dejan indemnes a los más
fuertes [4]. Parece, en cualquier caso, que nos adentramos en una terra incognita marcada por ineludibles reducciones
en la población y en la producción industrial.
En alguno
de mis trabajos anteriores me he interesado ya por categorizar eso que ha dado
en llamarse antropoceno. Para Paul Crutzen, una vez concluido el holoceno, que
se inició hace 11.500 años [5], en la década de 1780 –cuando Watt perfeccionó
la máquina de vapor– se abrió camino una nueva etapa en la historia del planeta
[6]. Al
amparo de esta nueva etapa, el antropoceno, el hombre quedó convertido en una
genuina fuerza geológica que ha venido a alterar el clima y ha permitido que no
sólo seamos grandes depredadores sino, también, grandes dilapidadores de
recursos [7]. Como quiera que el ser humano se halla inmerso en una genuina
tiranía con respecto a la naturaleza –cuántas veces no se habrá hablado de la conquista
de esta última–, ya no tiene sentido concebirlo como una mera parte integrante
del mundo natural. El homo colossus,
depredador y consumidor de recursos escasos no renovables, de apetito ilimitado
y proyecto insostenible, parece empeñado en acabar con un planeta cuya condición
explica que el ser humano exista como tal [8]. Y en ese esfuerzo macabro no hay
ningún espacio –regiones, montañas, océanos, polos– que esté llamado a escapar
a nuestras agresiones. Aunque hay quien piensa que el antropoceno es una etapa que
demuestra, de manera afortunada, la supremacía y la capacidad de control e
invención de la especie humana, como si una y otra no acarreasen ningún riesgo [9],
en este texto me veo obligado a seguir un camino de interpretación muy
diferente que invoca, por encima de todo, las muy delicadas consecuencias de nuestra
conducta.
Una de
ellas es el despliegue de cambios extremadamente rápidos, para los que, con
toda evidencia, estamos mal preparados, tanto más cuanto que parece demostrable
nuestra incapacidad para ir más allá del corto plazo. Estamos asumiendo, en
este orden de cosas, riesgos que no aceptaríamos en la vida cotidiana. Lynas
menciona el testimonio de un experto que, allá por el año 2007, y de la mano de
un pronóstico que hoy nos parece muy optimista, concluyó que había un 7 por
ciento de posibilidades de que dejásemos atrás los dos grados de subida de la
temperatura media en el planeta. Está servida la conclusión, sin embargo, de
que nadie subiría a un barco que tiene un
7 por
ciento de posibilidades de naufragar [10]. Hamilton, por su parte, recuerda
que, según una estimación, si las emisiones de CO2 de los países pobres
alcanzan su máximo en 2030 y a partir de ese momento se reducen un 3 por ciento
anual, en tanto las de los países ricos alcanzaron su clímax en 2015 y pasaron
a reducirse, también, un 3 por ciento anual a partir de esa fecha, sólo
tendremos un 50 por ciento de posibilidades de esquivar que la temperatura
media del planeta se eleve inquietantemente por encima de los cuatro grados
centígrados [11].
Por
decirlo de otra manera, estamos inmersos en una espiral infernal. “Nuestra
civilización industrial se halla obligada a acelerar, a hacerse cada vez más
compleja, y a consumir cada vez más energía”, afirman Servigne y Stevens [12].
No olvidemos que cada año consumimos combustibles fósiles equivalentes a lo que
la naturaleza ha tardado en forjar un millón de años [13]. En virtud de una excelsa
paradoja, lo que comúnmente se entiende por progreso acarrea un formidable
ejercicio de destrucción del medio natural. No parece al respecto que sea de
mucho consuelo, por lo demás, el argumento que subraya que hoy, por fortuna,
disponemos de un conocimiento de lo ocurrido en el pasado que nos permite
extraer conclusiones firmes. Me temo que ese conocimiento a duras penas influye
en las decisiones de los gobernantes y, en los hechos, tampoco marca mayormente
nuestras percepciones cotidianas. El resultado no es otro que un formidable
ejercicio de imprevisión. Ya he recogido en otro lugar una reflexión sugerente
de Stephen Emmott. Imaginemos –nos dice Emmott– que la comunidad científica llegase
a la conclusión, incuestionable, de que en un día preciso del año 2072 un
asteroide chocará con la Tierra y provocará la desaparición del 70 por ciento
de la vida presente en ésta. Parecería inevitable que, ante un riesgo como ése,
los gobiernos, los científicos, las universidades, las fuerzas armadas y las
empresas pusiesen manos a la tarea, con la mayor urgencia, de buscar una
fórmula que permitiese evitar la colisión o, al menos, mitigar sus efectos [14]
Pues bien: lo que tenemos ahora delante de los ojos en mucho recuerda al
ejemplo del asteroide, con dos diferencias interesantes. Mientras, por un lado,
no podemos poner fecha precisa a la catástrofe, por el otro esta última es
producto, llamativamente, de la acción de la especie humana.
Permítaseme
que repita que hay muchos motivos para aseverar que, con sociedades
traumatizadas y traumatizantes [15], nos aprestamos a llegar tarde. Nuestros
gobernantes, con alguna rara excepción, no están dispuestos a reconocer el
riesgo del colapso o, lo que es lo mismo, no toman en serio la delicada combinación
de elementos a la que ya me he referido. Su posición principal queda
simbólicamente retratada de la mano de un par de frases que han hecho suyas
muchas de las personas que dirigen Estados Unidos (EEUU). Si la primera afirma
que el estilo de vida norteamericano es irrenunciable, la segunda subraya que
lo que es bueno para General Motors es bueno para el país. Es lógico, en estas
condiciones, que sopesemos
con
escepticismo la liviandad de las respuestas que llegan de los circuitos
oficiales, en los que una abstrusa mezcla de intereses asentados y
cortoplacismo se traduce en un constante aplazamiento de la discusión o, peor
aún, en la adopción de medidas meramente cosméticas [16]. Infelizmente, sin
embargo, y tal y como lo señala Homer-Dixon, la economía planetaria no tiene un
plan B [17]. Parece como si esquivásemos una y otra vez lo que ha tenido a bien
recordarnos Herman Daly: la economía es un subsistema de la biosfera, y no un
sistema independiente [18].Tal y como ya lo he sugerido, y por añadidura, lo
más probable es que debamos acometer cambios radicales en condiciones muy delicadas,
como son las marcadas por el agotamiento –nuestra conciencia de los límites es
nula– de todas las materias primas energéticas que nos han permitido llegar
hasta aquí.
En dos
trabajos anteriores –En defensa del decrecimiento. Sobre capitalismo, crisis y
barbarie (2009) y ¿Por qué el decrecimiento? Un ensayo sobre la antesala del
colapso (2014)– me he interesado ya por algunas de las materias que me atraen
en este libro. Vuelvo ahora sobre ellas con una franca vocación pedagógica, y
en la creencia de que entre nosotros no hay –o al menos yo no lo conozco–
ningún texto que aborde, con este perfil y estas dimensiones, la discusión del
colapso. A diferencia de lo que sucede en esta obra, lo normal es que el
colapso sea encarado, por lo demás, desde el prisma de disciplinas académicas específicas,
como es el caso de la arqueología, de la economía o de la ecología [19]. A
menudo el interés suscitado se manifiesta, por otra parte, a través de textos
de carácter práctico orientados a explicar –no es en modo alguno mi intención
acometer semejante tarea– qué es lo que debemos hacer para prepararnos ante el
colapso o para sobrevivir a él.
Verdad es
que contamos con un espléndido volumen, el segundo de los dos que llevan por
título En la espiral de la energía, del que son autores el fallecido Ramón
Fernández Durán y Luis González Reyes
[20]. Ese
trabajo recoge de manera brillante una abrumadora y bien tratada información al
respecto del colapso. Resulta, sin embargo, y a mi entender, una obra en exceso
compleja que, en su perfil actual, es difícil que llegue a las muchas personas
que deben sentir interés por esta discusión y por sus ramificaciones. En
nuestro panorama editorial, y en la propia Red –en la que disponemos, eso sí,
de la rica información volcada en un grupo de facebook titulado “Colapso” y de páginas
web muy interesantes como la que alimenta Antonio Turiel–, ni siquiera han
menudeado, por lo demás, las traducciones de textos foráneos que mitiguen
nuestra sed de conocimiento. Por cierto que el grueso de la bibliografía sobre
el colapso tiene, como se verá, su origen en Estados Unidos, hecho que por sí
solo merecería una reflexión. Pareciera como si esa abstrusa combinación de
problemas sociales, despilfarro –el norteamericano medio consume tres veces más
energía que el europeo medio [21]– y supeditación de la política a los negocios
configurase el escenario más adecuado para pensar en un futuro muy delicado.
Quienes más saben sobre el colapso son, en cualquier caso, quienes ya lo han
padecido en sus carnes. Y es que explicar qué es el colapso a un niño nacido en
la franja de Gaza se antoja harto difícil.
Notas:
1] Castoriadis, 2005: 242.
2] Ophuls, 2012: 2.
3] Kolbert, 2014: 265.
4] Ibíd., 2014: 268.
5] Bonneuil y Fressoz, 2013: 17.
6] Kolbert, 2006: 186.
7] Lorius y Carpentier, 2010: 70.
8] Catton, 2009: 144.
9] Heinberg, 2015: 104
10] Lynas, 2007: 231.
11] Hamilton, 2015: 196.
12] Servigne y Stevens, 2015: 127.
13] Lynas,
2007: 239.
14] Emmott,
2013: 91.
15] Heinberg,
1996: XIII.
16] En el
mejor de los casos se recuerda –intuyo que de la mano de argumentos que poco o
nada quieren decir– que la especie humana ha sido capaz de reaccionar rápida y
contundentemente ante situaciones delicadas. Ahí estaría, para demostrarlo, y
por ejemplo, el hecho de que, con ocasión de la segunda guerra mundial, el
gasto militar estadounidense creció desde un 1,6 por ciento del producto
interior bruto para emplazarse en un 37 por ciento en sólo cuatro años
(Gilding, 2012: 129). Hay quien ha sugerido que el tipo de movilización
necesario para hacer frente al cambio climático y al pico
del
petróleo debería ser similar al que se registró en EEUU cuando este país decidió
intervenir en la segunda guerra mundial (Heinberg, 2010: 140).
17] Homer-Dixon,
2006: 94
18] Orr,
2009: 196
19] Servigne
y Stevens, 2015: 109.
20] Fernández
Durán y González Reyes, 2014.
Bibliografía
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- FERNÁNDEZ
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Why Civilizations Fail, CreateSpace, North Charleston.
- ORR, David W. (2009): Down to the Wire.
Confronting Climate Collapse, Oxford University, Oxford.
- SERVIGNE, Pablo; STEVENS, Raphaël (2015): Comment
tout peut s’effondrer, Seuil, París.
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