Joël Delhom
González Prada se define como un liberal anticapitalista y sus referencias demuestran que considera el anarquismo como una forma avanzada del liberalismo radical. Del socialismo utópico adopta la exigencia igualitarista de justicia social y del liberalismo clásico la de libertad individual. Se recordará que Proudhon definía también su socialismo como liberal. En realidad, el escritor limeño se inscribe en una doble tradición liberal, la antiestatal y la anticlerical, principalmente anglosajona la primera y latina la segunda.
Como todos los liberales y algunos socialistas utópicos (Fourier, Proudhon), González Prada desprecia los regímenes autoritarios y centralistas. Expresa con mucho pragmatismo su indiferencia en cuanto a la forma institucional (monarquía o república), puesto que ésta no determina las condiciones sociales de existencia, o como dice en su periodo anarquista: “[...] en último resultado, no hay buenas o malas formas de gobierno, sino buenos o malos gobernantes” (1940: 37; «El deber anárquico», post. 1912). Reduce un problema político general a una cuestión moral de práctica individual. A finales de los noventa, aboga por un Estado mínimo que garantice el bienestar social y la libertad, una síntesis del socialismo utópico francés y del liberalismo británico, o tal vez la fórmula que preconizaba Pi y Margall. La comparación internacional (1924: 32-33; «Los partidos y la Unión Nacional», 1898) fundamenta su análisis:
<<Aunque s’escandalicen los adoradores de mitos i de fraseolojías tradicionales, conviene prescindir de cuestiones sobre fundamentos del Estado i principios del Gobierno i repetir con un verdadero pensador: cualquier gobierno, con la mayor suma de garantías individuales i lo menos posible de acción administrativa. Al comparar las garantías que el súbdito inglés disfruta en la Gran Bretaña con las vejaciones que el ciudadano sufre en el Perú, se comprende que las formas de Gobierno nada o mui poco significan para la libertad del individuo.>> (1985: 175; «Propaganda i ataque», post. 1894)
El “pensador” al que se refiere González Prada es el historiador francés Thierry, que había sido secretario de Saint-Simon y cuya figura también está asociada a la de su protector Guizot, un monárquico liberal partidario de un régimen parlamentario que limite la intervención del Estado y facilite las iniciativas individuales. En 1905, González Prada rechaza definitivamente el parlamentarismo y sus lógicas partidarias como una traición al pueblo, apuntando a los socialistas europeos más que a los republicanos:
<<Los socialistas, con el señor Pablo Iglesias a la cabeza, siguen los rastros de Bebel y Jaurés, haciendo creer o figurándose que de las chácharas y de los
infundios parlamentarios deben salir las reformas radicales. Por odio a los republicanos, los socialistas les cierran el camino al Parlamento y favorecen la elección de los diputados clericales y monarquistas>> [ sic]. (1941: 239; «Cosas de España», 1905).
Sin que haya dejado de influir el pensamiento liberal de Mill y de Spencer, lo orienta entonces la doctrina anarquista, cuya filiación socialista utópica recuerda aludiendo a Fourier a través de una referencia a su discípulo Considérant y citando nuevamente a Thierry (1940: 36-37; «El deber anárquico», post. 1912). González Prada no se limita a estas fuentes y busca en “el saber oficial y universitario” argumentos a favor de las ideas antiestatales: cita al jurista francés Duguit, que vaticina en sus obras la decadencia del poder político y condena la centralización (1940: 18-19; «La Anarquía », 1916). Pero la última palabra del limeño sigue siendo de índole moral: “Dada la inclinación general de los hombres al abuso del poder, todo gobierno es malo y toda autoridad quiere decir tiranía, como toda ley se traduce por la sanción de los abusos inveterados” (1940: 37; «El deber anárquico», post. 1912). Sobre la cuestión del respeto de la ley, acude nuevamente al pensamiento liberal británico después de evocar la tradición española y las ideas de la Ilustración francesa:
<<[...] Bentham dice: "Toda ley es un mal porque toda ley es una infracción de la libertad"; y Spencer afirma: "Las leyes no son sagradas en sí mismas... y he aquí la consecuencia: cuando carecen de sanción moral, no tienen nada de sagrado y es lícito recusarlas en buenos principios de Derecho". (1941: 125; «El libre pensamiento y la ley», 1905)
Finalmente, piensa como Kropotkin que la ley, la autoridad y la represión son inútiles porque no moralizan a los individuos (1940: 39; «El Estado», 1904).
En cuanto a la tradición liberal anticlerical, se impone la referencia al republicanismo francés, aunque González Prada menciona también al español Salmerón, al peruano Mariano Amézaga y al colombiano Rojas Garrido. En los países católicos, la cuestión religiosa le parece por lo menos tan importante como la cuestión del Estado, porque la Iglesia controla la educación y, según él, la transformación social colectiva depende de la educación individual. Por eso critica la falta de determinación y la inconsecuencia de los liberales.
A raíz de su propia experiencia con la Unión Nacional, González Prada mantiene toda su vida un juicio negativo sobre la posibilidad de moralizar la política peruana. Así, a las palabras pronunciadas a su regreso de Europa en 1898: “[...] las tentativas de reunir a los hombres por algo superior a las conveniencias individuales resultan vanas y contraproducentes. ¡Quién sabe si en el Perú no ha sonado la hora de los verdaderos partidos!” (1924: 25-26; «Los partidos y la Unión Nacional», 1898), hacen eco las frases de 1907: “Hoy no se concibe la existencia de partidos ni la formación de oposiciones desinteresadas. Los grupos no se constituyen por asociación de individuos bien intencionados, sino por conglutinación de vientres famélicos: no se alían cerebros con cerebros, se juntan panzas con panzas” (1924: 246; «Nuestros ventrales», 1907).
En la década de 1870 y principios de los ochenta, influenciaba a González Prada la doctrina de la modernización económica liberal y positivista de inspiración sansimoniana (desarrollo de la agricultura, de la industria, del comercio y mejora de las condiciones sociales del pueblo). A partir de los noventa, probablemente por influencia del anarquismo, desaparece de los escritos el interés por la economía nacional, quedando sólo una preocupación social que adopta, en la década siguiente, la forma de un discurso anticapitalista de lucha de clases. Sobresale entonces la utopía de la abundancia ilimitada, basada en el progreso técnico y científico. González Prada se opone al maltusianismo, que había influenciado el liberalismo inglés y francés, y se muestra optimista en cuanto a las capacidades de producción (1985: 167; «Propaganda i ataque», post. 1894). Condena el “régimen inicuamente egoísta del Capital” y opone “la justicia y la solidaridad” a “la caridad evangélica” para resolver “el pauperismo” del “proletariado” (1924: 33 y 342; «Los partidos y la Unión Nacional», 1898, y «Política y religión», 1900). ... Parece que es sólo a partir de 1905 cuando, por influencia de las teorías revolucionarias, denuncia el derecho de propiedad como un crimen social y admite la licitud moral de la expropiación violenta: “No extrañemos si un socialista del siglo XIX, al mirar en Caín el primer detentador del suelo y el primer fratricida, se valga de esa coincidencia para deducir una furibunda conclusión: “La propiedad es el asesinato” (1924: 75; «El intelectual y el obrero», 1905). También se apoya en los estudios jurídicos de Duguit, acercándolos al pensamiento de Proudhon (Qu’est-ce que la propriété ?, 1840):
<<Dictada y sancionada por las clases dominadoras, la ley se reduce a la iniquidad justificada por los amos. El rigor excesivo de las penas asignadas a los delitos contra la propiedad revela quiénes animaron el espíritu de los códigos. Duguit afirma: "Se ha podido decir, no sin razón, que el Código de Napoleón es el código de la propiedad y que es preciso sustituirlo por el código del trabajo". (Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón, Traducción de Carlos G. Posada). [...]
Los profesores de la universidad o voceros de la ciencia oficial no se atreven a decir con Proudhon: "La propiedad es un robo"; mas algunos llegarían a sostener con Duguit: "La propiedad no es un derecho subjetivo, es una función social" (Le Droit Social, etc.). Cómo ejercerán esa función las sociedades futuras –si por las confederaciones comunales; si por los sindicatos profesionales; etc.– no lo sabemos aún: basta saber y constatar que hasta enemigos declarados de la Anarquía niegan hoy al individuo su tradicional y sagrado derecho de propiedad.>> (1940: 30-31; «El deber anárquico», post. 1912)
La última frase alude al debate, que dividía a los anarquistas desde finales de los sesenta, sobre la organización autogestionaria de la sociedad ácrata, y especialmente las relaciones entre los sindicatos y las comunas. De su negativa a pronunciarse en favor del colectivismo proudhoniano revisado por Bakunin o del comunismo de Kropotkin se puede inferir la confianza de González Prada en la espontaneidad revolucionaria. Además, querer decidir por las generaciones futuras sería dogmático y antilibertario. Le basta con abogar por la necesidad de una socialización de los bienes de producción, tras la Primera Internacional de los trabajadores: “El ideal anárquico se pudiera resumir en dos líneas: la libertad ilimitada y el mayor bienestar posible del individuo, con la abolición del Estado y la propiedad individual” (1940: 16; «La Anarquía», 1916). Sin embargo, como los anarcocomunistas Kropotkin y Reclus, partiendo de la moral de Guyau, reivindica el más generoso igualitarismo. Se aparta así tanto del minimalismo de Proudhon y Tolstoi, que buscan la felicidad en una vida austera y frugal, como del colectivismo de Bakunin que pretende que cada uno reciba sólo el producto de su trabajo: “Todo ser humano tiene derecho, no sólo al agua y al pan, al aire y al abrigo, sino al amor, al confortable, al goce, al saber, en resumen, a la vida más intensa y más extensa” (1924: 165; «Nuestros liberales», 1902).
Tanto en los ochenta y noventa, después de la Guerra del Pacífico, como en su periodo anarquista, González Prada, inspirado por Nietzsche, exalta la fuerza como único medio de lograr la justicia, aunque insiste en la impotencia de la fuerza bruta no guiada por la razón. En este divorcio radica según él la debilidad de los explotados (1940: 165-169; «La fuerza», 1901). El discurso de 1905 «El intelectual y el obrero» (1924: 63 sq.) desarrolla el tema de la reconciliación del cerebro y del músculo en la forma de una crítica de la división social del trabajo y desemboca en la idea de un frente revolucionario único multiclasista. Aunque esta alianza estratégica ya había sido propuesta por Bakunin, es evidente que procede principalmente de un análisis sociológico del Perú, iniciado por lo menos desde el «Discurso en el Politeama» (1888). González Prada renueva así el llamado a la organización de la clase media, que constituía el objetivo político de la Unión Nacional. Como Proudhon, Bakunin y Kropotkin, confía en la espontaneidad del pueblo y en su inteligencia intuitiva, mostrándose más optimista en 1905 que en 1901 debido a los avances del sindicalismo (1924: 69; «El intelectual y el obrero», 1905). Sin embargo, acentúa más que los mencionados teóricos del anarquismo el papel de los intelectuales, probablemente por influencia del elitismo de pensadores como Saint-Simon, Renan o Comte. Claro que no está ausente el lema de la solidaridad de clase, inicialmente propagado por Marx y Engels en su Manifest der Kommunistischen Partei (1848) y luego adoptado por la Primera Internacional, pero el anarquista limeño cree necesario extender la unión más allá del mundo obrero a todos los “desheredados”, término que incluye a los indígenas y al lumpenproletariado:
<<Uno de los grandes agitadores del siglo XIX no cesaba de repetir: Trabajadores del mundo, uníos todos. Lo mismo conviene decir a todas horas y en todas partes, lo mismo repetiremos aquí: Desheredados del Perú, uníos todos. Cuando estéis unidos en una gran comunidad y podáis hacer una huelga donde bullan todos –desde el panadero hasta el barredor– ya veréis si habrá guardias civiles y soldados para conteneros y fusilaros.>> (1940: 109; «Antipolíticos», 1907)
Nótese la reticencia ideológica de González Prada a nombrar a Marx, por desaprobación del concepto de dictadura del proletariado. En efecto, rechaza cualquier forma de dominación de una clase o de un grupo sobre otros y aspira a la concordia universal, considerando que todos los hombres padecen alguna forma de opresión e injusticia:
<<La revolución de una clase para surgir ella sola y sobreponerse a las otras, no sería más que una parodia de las antiguas convulsiones políticas.
Se ha dicho y diariamente sigue repitiéndose: La emancipación de los obreros tiene que venir de los obreros mismos. Nosotros agregaremos para ensanchar las miras de la revolución social, para humanizarla y universalizarla: la emancipación de la clase obrera debe ser simultánea con la emancipación de las demás clases. [...] (1940: 21; «Fiesta universal», 1905)
Considera que es el progreso intelectual y moral del individuo lo que constituye el principio motor de la historia humana y no, como lo piensan los marxistas, los antagonismos de clases y las contradicciones económicas. La selección frecuente de un vocabulario de connotación cristiana en sus evocaciones de las utopías sociales revela el arraigo de su filosofía política en la cultura evangélica, particularmente mediante una ética de igualdad y justicia. González Prada concibe la anarquía como la doble superación de la inmoralidad intrínseca del liberalismo y del carácter opresor del socialismo como sistemas sociales. Según él, la anarquía realiza la síntesis de la máxima libertad individual con la máxima justicia social:
<<Braceros y no braceros, todos clamamos por una redención, que no pudo venir con el individualismo enseñado por los economistas ni vendrá con el socialismo multiforme, predicado de modo diferente por cada uno de sus innumerables apóstoles. (Pues conviene recordar que así como no hay religión sino muchas religiones, no existe socialismo sino muchos socialismos.)
Pero, ¿nada se vislumbra fuera de individualistas y socialistas? Lejos del socialismo depresor que, sea cual fuere su forma, es una manera de esclavitud o un remedo de la vida monacal; lejos también del individualismo egoísta que profesa el Dejar hacer, dejar pasar, y el Cada uno para sí, cada uno en su casa, divisamos una cumbre lejana donde leemos esta única palabra: Anarquía.>> (1940: 22-23; «Fiesta universal», 1905).
González Prada manifiesta también su interés por la organización sindical, que analiza como un instrumento para reforzar la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora. Las conquistas sociales, como por ejemplo la jornada de ocho horas por la que el autor se compromete en 1906, permiten que los obreros rompan las cadenas de su alienación, instruyéndose y consolidando sus asociaciones. Al no considerar la acción sindical o las mejoras laborales como una finalidad en sí misma, al hacer del sindicato una escuela práctica de anarquismo, González Prada se muestra próximo al concepto de la Federación de las Bolsas del Trabajo propugnado por Pelloutier en Francia:
<<Según la iniciativa que parece emanada de los socialistas franceses, todas las manifestaciones que hagan hoy [1° de mayo de 1906] los obreros deben converger a crear una irresistible agitación para conseguir la jornada de ocho horas. Cierto, para la emancipación integral soñada por la anarquía, eso no vale mucho; pero en relación al estado económico de las naciones y al desarrollo mental de los obreros, significa muchísimo: es un gran salto hacia adelante en un terreno donde no se puede caminar ni a rastras. Si la revolución social ha de verificarse lentamente o palmo a palmo, la conquista de las ocho horas debe mirarse como un gran paso; si ha de realizarse violentamente y en bloque, la disminución del tiempo dedicado a las faenas materiales es una medida preparatoria: algunas de las horas que el proletariado dedica hoy al manejo de sus brazos podría consagrarlas a cultivar su inteligencia, haciéndose hombre consciente, conocedor de sus derechos y, por consiguiente, revolucionario. Si el obrero cuenta con muchos enemigos, el mayor está en su ignorancia.>> (1940: 83-84; «El primero de mayo», 1906)
La verdadera meta es la revolución social; las otras luchas sólo constituyen una gimnasia revolucionaria preparatoria. De ahí la reivindicación del máximo radicalismo: “Toda huelga debe ser general y armada” (1940: 97; «Las huelgas», 1906). De hecho, González Prada advierte a los trabajadores del peligro reformista que entraña el sindicalismo, anticipando las críticas formuladas por Malatesta en el congreso anarquista internacional celebrado en Amsterdam en agosto de 1907:
<<Ignoramos si los trabajadores, no sólo del Perú sino del mundo entero, andan acordes en lo que piensan y hacen hoy [1° de mayo de 1907]. Si conmemoran las rebeliones pasadas y formulan votos por el advenimiento de una transformación radical en todas las esferas de la vida, nada tenemos que decir; pero si únicamente se limitan a celebrar la fiesta del trabajo, figurándose que el desiderátum de las reivindicaciones sociales se condensa en la jornada de ocho horas o en el descanso dominical, entonces no podemos dejar de sonreírnos ni de compadecer la candorosidad de las huestes proletarias.>> (1940: 101; «Primero de mayo», 1907)
La recomendación de la “propaganda por el hecho” ofrece otra muestra de la radicalización del autor y, acaso, de su desesperación. A partir de 1905, o sea unos diez años después del gran periodo de los atentados anarquistas en Francia (1892-94) y en España (1893-96), el publicista peruano justifica el terrorismo individual, aún cuando Kropotkin lo había desechado desde 1891 como factor de emancipación social. La argumentación de González Prada estriba en la debilidad de la acción colectiva popular frente a la creciente capacidad represiva de los Estados. El suceso que toma como referencia es la sangrienta represión rusa de enero de 1905, que provoca una ola de atentados (1940: 52-57; «Cambio de táctica», 1905). Pero también puede influir el recuerdo de la Comuna de París (1871), objeto de un artículo en 1909 que evoca “la implacable saña de los vencedores” (1940: 159). González Prada se muestra más severo que Bakunin y Kropotkin, al enjuiciar la sublevación parisina: “La Comuna incurrió en la gravísima falta de haber sido un movimiento político, más bien que una revolución social [...]. Sus hombres [...] sentían hacia las instituciones sociales y hacia la propiedad un respeto verdaderamente burgués. [...] afirmamos que si en algo pecó la Comuna, fue, seguramente, en la lenidad de sus medidas: amenazó mucho, agredió muy poco” (1940: 160-161; «La Comuna de París», 1909). De la justificación del terrorismo salta a la preconización activa, después de la masacre por el ejército chileno de centenares de huelguistas en Iquique en diciembre de 1907, subrayando que el Estado está siempre al servicio del Capital y vinculando la represión militar con la explotación económica:
<<Nosotros no lanzaremos protestas o descargas verbales que sólo arrancan una sonrisa a los poderosos y a los ricos; tampoco haremos únicos responsables de la matanza a los instrumentos de una orden dictada por elevadísimos personajes, interesados quizá en la explotación del salitre; nos limitaremos a desear que el delito no quede impune, que los verdaderos autores sufran las consecuencias, que la acción individual responda enérgicamente a la barbarie colectiva.
Donde florecen los Cánovas y los Humberto, deben surgir los Angiolillo y los Bresci.>> (1941: 244; «La huelga de Iquique», 1908)
El asesinato político es para González Prada tanto un acto de justicia natural como una forma de ahorrar vidas y sufrimientos, que permite además edificar a las masas. El terroristasustituye transitoriamente a la acción colectiva, la precede y la anuncia, marcando el rumbo revolucionario al pueblo (1940: 127; «La acción individual», post. 1909). El publicista peruano se opone al idealismo de Rousseau (1940: 56; «Cambio de táctica», 1905), y procede a un aggiornamento de la tradición clásica del tiranicidio, afirmando su adecuación a la realidad latinoamericana contemporánea, caracterizada por la recurrencia de las dictaduras militares sangrientas. Así, pues, cita al español Mariana (1940: 25; «El deber anárquico», post. 1909), al ecuatoriano Montalvo (inspirador del asesinato de García Moreno en 1875) y al venezolano Blanco Fombona (autor de un furioso panfleto contra Gómez, Judas Capitolino, 1912):
<<Cuando el tiranicidio implica el término de un régimen degradante y el ahorro de muchas vidas, su perpetración entra en el número de los actos laudables y benéficos, hasta merece llamarse una manifestación sublime de la bien entendida caridad cristiana. Si un Francia, un Rosas, un García Moreno y un Porfirio Díaz hubieran sido eliminados al iniciar sus dictaduras, ¡cuántos dolores y cuántos crímenes se habrían ahorrado el Paraguay, la Argentina, el Ecuador y México! Hay países donde no basta el simple derrocamiento: en las repúblicas hispanoamericanas el mandón o tiranuelo derrocado suele recuperar el solio o pesar sobre la nación unos veinte y hasta treinta años, convirtiéndose en profesional de la revolución y quién sabe si en reivindicador de las libertades públicas. [...]
[...] Montalvo, ajeno a toda hipocresía, dijo con la mayor franqueza: "La vida de un tiranuelo ruin, sin antecedentes ni virtudes, la vida de uno que engulle carne humana por instinto, sin razón, y quizá sin conocimiento... no vale nada..., se le puede matar como se mata un tigre, una culebra". Blanco-Fombona, después de constatar lo inútil de las revoluciones y guerras civiles en Venezuela, escribe con una sinceridad digna de todo encarecimiento: "¿Quiere decir que debemos cruzarnos de brazos ante los desbordamientos del despotismo o llorar como mujeres la infausta suerte? No. Quiere decir que debemos abandonar los viejos métodos, que debemos ser de nuestro tiempo, que debemos darnos cuenta de que la dinamita existe. El tiranicidio debe sustituir a la revolución... Que se concrete, que se personifique el castigo en los culpables. Esa es la equidad. Prender la guerra civil para derrocar a un dictador vale como pegar fuego a un palacio para matar un ratón." (Judas Capitolino. Prólogo.)12 (1940: 124-125; «La acción individual», post. 1914).
Bibliografía:
González Prada, Manuel (1915): Páginas libres [1894]. Madrid: Sociedad Española de Librería-Biblioteca Andrés Bello.
González Prada, Manuel (1924): Horas de lucha [1908]. Callao: Tip. Lux, 2ª ed.
González Prada, Manuel (1933): Bajo el oprobio. París: Tip. Louis Bellenand.
González Prada, Manuel (1937): Nuevas páginas libres. Santiago de Chile: Ercilla.
González Prada, Manuel (1939): Propaganda y ataque. Buenos Aires: Imán.
González Prada, Manuel (1940): Anarquía [1936]. Santiago de Chile: Ercilla, 3ª ed.
González Prada, Manuel (1941): Prosa menuda. Buenos Aires: Imán.
González-Prada, Manuel (1945): El tonel de Diógenes. México: Tezontle.
González Prada, Manuel (1985): Pájinas libres [1894]. En: González Prada, Manuel: Obras. T. I, vol. 1. Lima: Copé-Petroperú.
Sánchez, Luis Alberto (1977): Nuestras vidas son los ríos...: historia y leyenda de los González Prada. Lima: UNMSM.
[Extraído de "Aproximación a las fuentes del pensamiento filosófico y político de Manuel González Prada: un bosquejo de biografía intelectual", que en versión original completa es accesible en https://www.academia.edu/7854474/Aproximaci%C3%B3n_a_las_fuentes_del_pensamiento_filos%C3%B3fico_y_pol%C3%ADtico_de_Manuel_Gonz%C3%A1lez_Prada_un_bosquejo_de_biograf%C3%ADa_intelectual?email_work_card=title.]
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