David Graeber (1961-2020)
[Nota previa de El Libertario: Recordando que para el domingo 11 de octubre de 2020 ha sido convocado el Carnaval Intergaláctico en homenaje a David Graeber (ver http://periodicoellibertario.blogspot.com/2020/09/convocatoria-carnaval-intergalactico.html), como un preámbulo a esa conmemoración publicamos va este texto sobre una faceta menos conocida de su pensamiento.]
A fines de febrero y principios de marzo de 1991, durante la primera Guerra del Golfo, las fuerzas estadounidenses bombardearon, explotaron y dispararon sobre miles de jóvenes iraquíes que estaban intentando escapar de Kuwait. Hubo una serie de incidentes de este tipo – la “Autopista de la Muerte”, la “Autopista 8”, la “Batalla de Rumaila” – en las que el poder aéreo norteamericano cortó las columnas de retirada iraquíes, y de acuerdo a lo que los militares refieren como un “tiro al pavo”, los soldados atrapados fueron simplemente sacrificados en sus vehículos. Imágenes de cuerpos carbonizados tratando desesperadamente de arrastrarse desde sus camiones se tornaron símbolos icónicos de la guerra.
Nunca pude entender por qué esta matanza masiva de hombres iraquíes no es considerada crimen de guerra. Es claro que en esas épocas, la comandancia estadounidense temió que así fuese. El presidente George H. W. Bush anunció rápidamente un cese temporal de las hostilidades, y el ejército invirtió enormes esfuerzos desde ese momento en minimizar el número de bajas, ocultar las circunstancias, difamar a las víctimas (“una parva de violadores, asesinos y matones”, insistió más tarde el General Norman Schwarzkopf), y prevenir la mayoría de las imágenes explícitas que aparecían los medios de Estados Unidos. Se rumorea que hay videos de cámaras montadas en las armas de los helicópteros, de los iraquíes en pánico, las cuales nunca se darán a conocer.
Tiene sentido que las elites estuviesen preocupadas. Eran después de todo, mayormente jóvenes que habían sido formados y que cuando fueron arrojados al combate, tomaban precisamente la decisión que uno desearía que todos los jóvenes en esa situación tomasen: decir al infierno con todo esto, empacar sus cosas, y volver a casa. Por ello, ¿debían ser quemados vivos? Cuando ISIS quemó vivo a un piloto jordano el invierno pasado, fue universalmente denunciado como una barbarie impronunciable – que lo fue, por supuesto. Sin embargo, ISIS al menos puede señalar que el piloto estaba lanzando bombas sobre ellos. Los iraquíes en retirada en la “Autopista de la Muerte” y otras carnicerías norteamericanas eran solo chicos que no deseaban pelear.
Pero tal vez fue ese mismo rechazo el que impidió que los soldados iraquíes cosechasen más simpatías, no solo en los círculos de elite, de los que no se puede esperar mucho, sino también en el tribunal de la opinión pública. En algún nivel, enfrentémoslo: estos hombres eran cobardes. Tuvieron lo que se merecían.
Parece que hay, de hecho, una decidida falta de simpatía por los hombres no combatientes en zonas de guerra. Incluso los reportes de las organizaciones internacionales de derechos humanos hablan de las matanzas como dirigidas casi exclusivamente contra mujeres, niños y quizás, ancianos. La implicancia, casi nunca manifiesta abiertamente, es que los machos adultos son combatientes o hay algo mal en ellos (“¿Quieres decir que había gente masacrando mujeres y niños y no estabas para defenderlos? ¿Qué eres? ¿Gallina?”). Los que llevan a cabo estas masacres han sabido manipular cínicamente esta conscripción tácita: el más famoso, aquel comandante serbio-bosnio quien calculó que podría evitar cargos de genocidio si, en vez de exterminar la población completa de pueblos y villas conquistadas, eliminaba solamente a todos los varones entre los quince y los cincuenta y cinco años.
Pero hay algo más aquí que circunscribir nuestra empatía por los iraquíes que huían y fueron masacrados. Los consumidores de noticias de los Estados Unidos fueron bombardeados con acusaciones respecto a que en realidad eran un grupo de delincuentes quienes personalmente habían violado, saqueado y sacado de incubadoras a los recién nacidos (a diferencia del piloto jordano, quien simplemente había estado tirando bombas sobre ciudades llenas de mujeres y niños desde una altitud, o al menos eso creía, segura). A todos nos enseñaron que los matones son realmente cobardes, por lo que aceptamos fácilmente que lo opuesto debe naturalmente ser cierto. Para la mayoría de nosotros, la experiencia primordial de intimidar y ser intimidado está siempre de fondo cuando se discuten crímenes y atrocidades. Esto modela nuestras sensibilidades y capacidades de empatizar, de formas profundas y perniciosas.
La cobardía también es una causa
A la mayoría de la gente no le gusta la guerra y siente que el mundo sería un lugar mejor sin ellas. Sin embargo, el desprecio por la cobardía parece moverse a niveles aún mucho más profundos. Después de todo, la deserción – la tendencia de los conscriptos convocados a su primer experiencia de gloria militar por abandonar las líneas y escapar a esconderse en el bosque, quebrada, o granja abandonada más cercana y luego, cuando la columna ha pasado con seguridad, buscar la forma de volver a casa – es probablemente la mayor amenaza de las guerras de conquista. Los ejércitos de Napoleón, por ejemplo, perdían más tropas por deserción que en combate. Los ejércitos tienen que desplegar un significativo porcentaje de reclutas detrás de las líneas con órdenes de disparar a cualquiera de sus compañeros que trate de huir. Así, incluso quienes dicen odiar la guerra tienden a sentirse incómodos celebrando la deserción.
Quizás la única excepción real que conozco es en Alemania, donde se ha erigido una serie de monumentos etiquetados “Al Desertor Desconocido”. El primero y más famoso, en Potsdam, tiene inscripto: “A UN HOMBRE QUE RECHAZÓ MATAR A SU PRÓJIMO”. Pero incluso aquí, cuando le cuento a mis amigos sobre este monumento, tiendo a encontrar una especie de mueca instintiva de dolor. Creo que lo que la gente va a preguntar es: “¿Realmente desertó porque no quería matar a otros, o porque no quería que lo maten?”. Como si hubiera algo de malo en ello.
En sociedades militaristas como los Estados Unidos, es casi axiomático que nuestros enemigos deban ser cobardes – específicamente si el enemigo puede ser etiquetado como “terrorista” (por ejemplo, alguien acusado de querer crear miedo en nosotros, de convertirnos, a todas las personas, en cobardes). Es necesario entonces dar vuelta la cuestión de forma ritual e insistir en que no, son ellos los que realmente están asustados. Todos los ataques a ciudadanos norteamericanos fueron definidos como “ataques cobardes”. El segundo George Bush se refirió a los ataques del 9/11 como “actos cobardes” a la mañana siguiente al suceso. Enfrentémoslo, esto es extraño. Después de todo, no faltan cosas malas que uno pueda encontrar para decir sobre Mohammed Atta y sus secuaces – hay una serie de opciones, realmente – pero seguramente “cobarde” no es una de ellas. Volar por los aires una fiesta de casamiento usando un drone no tripulado puede ser considerado un acto de cobardía. Pilotear personalmente un avión hacia un rascacielos requiere agallas. Sin embargo, la idea de que uno puede ser valiente por una mala causa parece caer fuera del dominio del discurso público aceptable, a pesar del hecho de que gran parte de lo que pasa en la historia del mundo consiste en interminables relatos sobre personas valientes haciendo cosas horribles.
Sobre los Defectos Fundamentales
Tarde o temprano, todo proyecto en busca de la libertad humana tendrá que comprender por qué aceptamos, en primer lugar, que las sociedades sean clasificadas y ordenadas por la violencia y la dominación. Y se me ocurre que nuestra reacción visceral a la debilidad y a la cobardía, nuestra extraña renuencia a identificarnos incluso con las formas más justificables de miedo, podría proveer una pista.
El problema es que hasta ahora el debate ha sido dominado por los defensores de dos posturas igualmente absurdas. Por un lado, están quienes niegan que sea posible decir nada respecto a los seres humanos como especie; y por el otro, quienes suponen que la meta es explicar por qué los seres humanos parecen disfrutar de maltratar a quienes tienen alrededor. El campo de acción de estos últimos invariablemente termina girando en historias sobre babuinos y chimpancés, usualmente para introducir la propuesta de que los humanos – o al menos aquellos que tengamos suficientes cantidades de testosterona – heredamos de nuestros ancestros primates una tendencia intrínseca a un agresivo auto engrandecimiento que se manifiesta en la guerra, del cual no podemos liberarnos, pero podemos derivar hacia actividades competitivas de mercado. En la base de estos supuestos, los cobardes son quienes carecen de este impulso biológico fundamental, y no es de extrañar que tendamos a despreciarlos.
Hay un montón de problemas con esta historia, pero la más obvia es que simplemente no es verdad. La perspectiva de ir a la guerra no establece que automáticamente se active un disparador biológico en el varón humano. Basta con contemplar lo que Andrew Bard Schmookler ha denominado la “parábola de las tribus”. Cinco sociedades comparten el mismo valle. Todas ellas pueden vivir en paz mientras permanezcan tranquilas. Al momento en que es introducida una “manzana podrida” – por ejemplo, los jóvenes de una tribu deciden que la mejor manera de lidiar con la pérdida de un ser querido es obtener la cabeza de un extranjero, o que su Dios los ha escogido para ser el azote de los no creyentes – pues, las otras tribus, si no quieren ser exterminadas, solo tienen tres opciones: huir, someterse, o reorganizar sus propias sociedades en torno a la eficacia en la guerra. Parece no haber defectos en la lógica. Sin embargo, cualquiera que esté familiarizado con la historia de, digamos, Oceanía, Amazonia o África, estaría al tanto que un gran número de sociedades simplemente se negaron a organizarse en líneas militares. Una y otra vez, nos encontramos con descripciones de comunidades relativamente pacíficas quienes simplemente aceptaron que cada cierta cantidad de años, tendrían que subir a las colinas ya que alguna partida de saqueo de muchachos locales llegaría a la aldea para incendiarla, violar, saquear, y llevarse como piezas de trofeo a los desafortunados rezagados. La gran mayoría de los varones humanos han negado pasar su tiempo entrenando para la guerra, incluso cuando tenían interés práctico inmediato en ella. Para mí, esto es una prueba positiva de que los seres humanos no son una especie particularmente belicosa.
Aun así, antes de dejar a los machos adultos completamente fuera del tema, debo observar que el argumento a favor de la eficiencia militar atraviesa dos vías: incluso en aquellas sociedades cuyos hombres se niegan a organizarse de forma efectiva para la guerra también, en la inmensa mayoría de los casos, insisten que las mujeres no deben luchar de ninguna manera. Esto no es muy eficiente. Incluso si uno concediese que los hombres son, en general, mejores peleando (y esto no es claro, sino que depende del tipo de lucha), y uno tuviera que elegir simplemente la mitad mejor preparada físicamente de una población dada, entonces algunas serían mujeres. De todos modos, en una situación verdaderamente desesperada podría ser suicidio no emplear todas las manos disponibles. Sin embargo, una y otra vez encontramos hombres – incluso aquellos relativamente no beligerantes – decidiendo que preferirían morir antes que romper el código que establece que nunca se debe permitir manejar armas a una mujer. No es extraño que hallemos tan difícil simpatizar con las víctimas masculinas de las atrocidades: ellos son, en la medida en que segregan a las mujeres del combate, cómplices en la lógica de la violencia masculina que los destruyó. Pero si estamos intentando identificar ese defecto clave o conjunto de fallas en la naturaleza humana que permite que la lógica de la violencia masculina pueda existir, para comenzar, esto nos deja una imagen confusa. Nosotros, quizás, no tenemos incorporada ninguna inclinación a la dominación violenta. Pero tenemos la tendencia a tratar esas formas de dominación violenta – comenzando por la del hombre sobre la mujer – como imperativos morales en sí mismas.
No se puede negar, por supuesto, que los seres humanos somos criaturas imperfectas. Casi todos los idiomas poseen algún análogo para el término español “humano”, o expresiones tales como “tratar a alguien como ser humano”, implicando que el simple reconocimiento de otra criatura como un prójimo humano conlleva la responsabilidad de tratarlos con un cierto mínimo de bondad, consideración y respeto. Es obvio, sin embargo, que en ningún lado los seres humanos viven constantemente con esta responsabilidad. Y cuando fallamos, nos encojemos de hombros y decimos solo “somos humanos”. Ser humano, entonces, es tanto tener ideales como estar a la altura de los fracasos.
Si así es como los seres humanos tienden a pensar de sí mismos, entonces no es de extrañar que cuando tratamos de entender qué hace posibles a las estructuras de dominación, tendemos a ver la existencia de impulsos antisociales y preguntarnos: ¿Por qué algunas personas son crueles? ¿Por qué desean dominar a otras? Estas, sin embargo, son exactamente las preguntas equivocadas. Los humanos tienen una infinita variedad de impulsos. Por lo general, nos tironean en muchas direcciones diferentes a la vez. Su mera existencia no implica nada.
La pregunta que deberíamos hacernos no es por qué las personas son a veces crueles, o inclusive por qué algunas son generalmente crueles (todo indica que los verdaderos sádicos son una proporción muy pequeña de la población total), sino la forma en que se han llegado a crear instituciones que fomentan tal comportamiento y sugieren que las personas crueles son, en cierta forma, admirables, o al menos merecedores de más simpatía que las que someten.
A este punto creo que es importante mirar cuidadosamente la forma en que las instituciones organizan las reacciones del público. Usualmente, cuando tratamos de imaginar la escena primordial de dominación, vemos una especie de dialéctica hegeliana amo-esclavo en la que ambas partes están compitiendo por el reconocimiento de otro, lo que lleva a que uno sea permanentemente pisoteado bajo los pies del otro. Debemos imaginar en cambio una triple relación agresor, víctima y testigo, una en la cual ambas partes contendientes se sienten atraídas por el reconocimiento (validación, simpatía, etc.) de alguien más. La batalla hegeliana por la supremacía, después de todo, es apenas una abstracción. Simplemente una historia. Pocos de nosotros hemos sido testigos de un duelo a muerte entre dos hombres adultos con el objetivo de que otro lo reconozca como verdaderamente humano. El escenario de triple relación, en el que una de las partes aporrea a otra mientras ambas atraen a quienes están alrededor para que reconozcan su humanidad, es uno en el que todos hemos participado o presenciado, tomando un rol u otro, mil veces en la escuela primaria.
Estructuras (Escolares) Elementales de Dominación
Estoy hablando, por supuesto, acerca del bullying en el patio escolar. El bullying, propongo, representa una especie de estructura elemental de dominación humana. Si queremos entender cómo es que todo va mal, aquí es donde debemos comenzar.
También en este caso se deben introducir salvedades. Sería muy fácil caer nuevamente en los crudos argumentos evolutivos. Hay una tradición de pensamiento – el Señor de las Moscas, podríamos llamarla – que interpreta a los matones escolares como la encarnación moderna del ancestral “mono asesino”, el macho alfa primordial quien restaura instantáneamente la ley de la selva una vez que no está restringido por la autoridad racional de un varón adulto. Pero claramente esto es falso. De hecho, libros como el Señor de las Moscas son mejor leídos como meditaciones respecto al tipo de técnicas calculadas de terror e intimidación que las escuelas británicas utilizan para formar a los niños de clases altas en funcionarios capaces de manejar un imperio. Estas técnicas no surgieron en ausencia de autoridad; eran técnicas diseñadas para crear cierto tipo de sangre fría, calculando la autoridad masculina adulta con la que empezar.
Hoy en día, la mayoría de las escuelas no son como la Eton y Harrow de la época de William Golding, pero incluso en las que se jactan de sus elaborados programas anti bullying, éste ocurre de formas que de ningún modo están en desacuerdo con o pese a la autoridad institucional escolar. El bullying es más como una refracción de esta autoridad. Para comenzar con un punto obvio: los niños en la escuela no se pueden ir. Normalmente, el primer instinto de un niño al ser atormentado o humillado por alguien mucho más grande es irse a otro sitio. Los escolares, sin embargo, no tienen esta opción. Si intentan persistentemente huir a la seguridad, las autoridades lo traerán de nuevo. Esta es una razón, sospecho, para el estereotipo del matón como mascota del maestro o monitor del patio: incluso cuando no es verdad, se basa en el conocimiento tácito de que el agresor depende de la autoridad de la institución en al menos una forma – la escuela, efectivamente, mantiene a las víctimas en un lugar mientras sus verdugos les pegan. Esta dependencia de la autoridad es también la razón del por qué las formas más extremas y elaboradas de bullying tienen lugar en las prisiones, donde los reclusos dominantes y los guardia cárceles forman alianzas.
Inclusive, los agresores suelen ser conscientes que el sistema probablemente sancione a toda víctima que responda al ataque con más dureza. Del mismo modo que una mujer, confrontada por un hombre abusivo que bien puede ser el doble de su tamaño, no puede permitirse el lujo de participar de una “lucha justa”, sino que debe aprovechar el momento oportuno para infligir el mayor daño posible en el hombre que la ha estado abusando – ya que no puede dejarlo en una posición en que pueda tomar represalias – también la víctima de bullying escolar debe responder con fuerza desproporcionada, no para desactivar al oponente, en este caso, sino para propinar un golpe tan decisivo que haga que el antagonista dude de volver a participar.
Aprendí esta lección de primera mano. Yo era escuálido en la escuela primaria, más joven que mis compañeros – me salté un curso – y por lo tanto era el objetivo prioritario para algunos de los niños más grandes quienes parecían haber desarrollado una técnica casi científica para golpear mequetrefes como yo, aguda, ruda y lo suficientemente rápida como para evitar ser acusados de “pelear”. Rara vez pasaba un día sin que fuese atacado. Finalmente, decidí que era suficiente, encontré mi momento, y envié un golpe particularmente nocivo desparramándolo por el corredor con una trompada muy bien ubicada en la cabeza. Creo que debí haberle partido el labio. En cierta forma, funcionó exactamente como lo esperaba: por uno o dos meses, los matones permanecieron a cierta distancia. Pero el resultado inmediato fue que ambos fuimos llevados a la dirección por pelear, y el hecho de que él había golpeado primero se consideró irrelevante. Fui encontrado la parte culpable y expulsado del club escolar de matemáticas y ciencias avanzadas (Dado que él era un estudiante C, no había nada, realmente, de lo que pudiese ser expulsado).
“No importa quien empezó” son quizás cuatro de las palabras más insidiosas del idioma español. Por supuesto que importa.
Los Múltiples Recursos de la Crueldad
Muy poco de este foco en el rol de la autoridad institucional se refleja en la literatura psicológica del bullying, la cual, siendo mayormente escrita por autoridades escolares, asume que su rol es completamente benigno. Además, estudios recientes – de los cuales hubo un enorme crecimiento desde Columbine – han producido, creo, cierto número de sorprendentes revelaciones respecto a las formas elementales de dominación. Vayamos más profundo.
Lo primero que estas investigaciones revelan es que la inmensa mayoría de los incidentes de bullying tienen lugar frente a una audiencia. La persecución solitaria, privada, es relativamente rara. Mucho del bullying es sobre la humillación, y sus efectos no pueden ser realmente producidos sin que alguien sea testigo de ellos. A veces, los espectadores alientan activamente al agresor, riendo, incitando o sumándose a él. Más a menudo, la audiencia es pasivamente aquiescente. Rara vez alguien interviene para defender al compañero de clases amenazado, burlado o físicamente atacado.
Cuando los investigadores preguntan a los niños por qué no intervienen, una minoría suele decir que la víctima obtuvo lo que se merecía, pero la mayoría dice que no le gustó lo ocurrido, y ciertamente no les caía bien el agresor, pero decidieron no involucrarse porque podría significar acabar recibiendo el mismo trato – y eso sería sólo empeorar las cosas. Curiosamente, esto no es cierto. Los estudios también muestran que, en general, si uno o dos espectadores objetan al agresor, éste se retira. Sin embargo, de algún modo los espectadores están convencidos que ocurrirá exactamente lo contrario ¿Por qué?
Por un lado, porque casi todos los géneros de ficción popular a los que son propensos a estar expuestos dicen que así ocurrirá. Los superhéroes de los cómics rutinariamente aparecen para decir, “Hey, deja de golpear a ese niño” – e invariablemente el culpable redirige su ira hacia ellos, dando lugar a todo tipo de caos (Si existe algún mensaje oculto en tales ficciones, seguramente es algo así como: “Mejor no intervengas en tales asuntos a menos que seas capaz de dominar algún monstruo de otra dimensión que puede disparar rayos por los ojos”). El “héroe”, tal como lo han desarrollado los medios de comunicación de Estados Unidos, es en gran parte una coartada para la pasividad. Esto se me ocurrió por primera vez cuando estaba viendo a un locutor de TV de una pequeña ciudad alabar a un adolescente que había saltado a un río para salvar a un niño que se ahogaba. “Cuando le pregunté por qué lo hizo”, el locutor remarcó, “él dijo lo que dirían los verdaderos héroes, ‘Sólo hice lo que cualquiera haría en esas circunstancias’”. Se supone que el público entiende que, por supuesto, esto no es cierto. No lo haría cualquier persona. Y eso está bien. Los héroes son extraordinarios. Es perfectamente aceptable que bajo las mismas circunstancias usted simplemente se pare allí a esperar la llegada de un equipo de rescate profesional.
También es posible que un público de niños de primaria reaccione pasivamente a la intimidación, ya que han captado cómo opera la autoridad del adulto y erróneamente asumen que la misma lógica se aplica a las interacciones con sus pares. Si, digamos, un oficial de policía está empujando a algunos adultos desafortunados, entonces sí, es absolutamente cierto que intervenir es como aterrizar en serios problemas – muy posiblemente, en el extremo equivocado de una cachiporra. Y todos sabemos que ocurre con los “soplones” (¿Recuerdas al Secretario de Estado John Kerry exigiendo a Edward Snowden que se “haga hombre” y se someta a una vida de sádico bullying en manos del sistema de justicia penal de Estados Unidos? ¿Qué se supone que un niño debe hacer con esto?). El destino de los Mannings o los Snowdens del mundo es convertirse en una advertencia de alto perfil del principio cardinal de la cultura norteamericana: abusar de la autoridad puede ser malo, pero apuntar directamente a quien está abusando de la autoridad es mucho peor – y merece el castigo más severo.
Un segundo hallazgo sorprendente de las investigaciones recientes: los matones no sufren, de hecho, baja autoestima. Los psicólogos han asumido durante mucho tiempo que estos niños estaban derivando sus inseguridades en otros. No. Resulta que la mayoría de los matones no actúan como pequeños imbéciles auto-satisfechos porque se torturan con dudas sobre sí mismos, sino porque realmente son pequeños imbéciles satisfechos de sí mismos. De hecho, tal es su seguridad que crean un universo moral en el que su arrogancia y violencia se convierten en el estándar por el cual todos los demás deben ser juzgados; la debilidad, la torpeza, la distracción, o el lloriqueo no son sólo pecados, sino provocaciones que sería erróneo dejar sin tratar.
De esto también puedo ofrecer un testimonio personal. Recuerdo vivamente una conversación con un deportista que conocía en la escuela secundaria. Era un grandulón, pero de buen carácter. Creo que incluso fumamos juntos un par de veces. Un día, luego de ensayar alguna obra teatral, pensé que sería divertido caminar hacia las habitaciones con el atuendo renacentista. Cuando me vio, se abalanzó sobre mí como si fuera a pulverizarme. Yo estaba tan indignado que me olvidé de aterrorizarme. “¡Matt! ¿Qué diablos estás haciendo? ¿Por qué quieres atacarme?”. Matt parecía tan desconcertado que se olvidó de seguir amenazándome. “Pero... ¡entraste en el dormitorio usando calzas!”, protestó. “Quiero decir, ¿qué esperabas?”. ¿Matt estaba expresando inseguridades profundamente arraigadas sobre su propia sexualidad? No lo sé. Probablemente. Pero la pregunta es ¿por qué suponemos que su perturbada mente es tan importante? Lo que realmente importa es que él sentía que estaba defendiendo un código social.
En este caso, el matón adolescente estaba desplegando su violencia para hacer cumplir con un código homofóbico de masculinidad que también sustenta la autoridad de los adultos. Pero con los niños más pequeños, a menudo no es este el caso. Aquí llegamos al tercer hallazgo sorprendente de la literatura psicológica – quizás el más revelador de todos. Al principio, no es la niña gorda, o el niño con gafas, quienes tienen la mayor posibilidad de convertirse en blancos. Eso viene después, cuando los matones (siempre al tanto de las relaciones de poder) aprenden a elegir sus víctimas de acuerdo a las normas de los adultos. Inicialmente, el criterio principal es cómo reacciona la víctima. La víctima ideal no es totalmente pasiva. No, la víctima ideal es aquella que se defiende de alguna manera, pero lo hace ineficazmente, agitándose, por ejemplo, gritando o llorando, amenazando con contarle todo a su madre, pretendiendo que va a luchar y luego tratando de huir. Hacer eso es justamente lo que posibilita la creación de un drama moral en el que el público puede decirse que el matón está, en cierto sentido, en lo correcto.
Esta dinámica triangular entre agresor, víctima y audiencia es a lo que me refiero con la estructura profunda de la intimidación. Merece ser analizado en los libros de texto. En realidad, merece ser puesto con letras gigantes de neón por todos lados: El bullying crea un drama moral en el que la forma de reaccionar de la víctima ante un acto de agresión, puede ser usado como justificación retrospectiva del acto de agresión original.
Este drama no aparece sólo en los orígenes mismos del bullying durante la primera infancia; es precisamente el aspecto que perdura en la vida adulta. Yo lo llamo la falacia del “ustedes dos, córtenla”. Cualquier persona que frecuenta foros en redes sociales va a reconocer el patrón. Ataques del agresor. El objetivo trata de elevarse por encima de la situación y no hacer nada. Nadie interviene. El agresor salta al ataque. El objetivo trata de elevarse por encima de la situación y no hacer nada. Nadie interviene. El agresor vuelve a saltar al ataque.
Esto puede pasar una docena, cincuenta veces, hasta que finalmente el objetivo responde. Entonces, y sólo entonces, una docena de voces suenan inmediatamente, gritando “¡Lucha! ¡Lucha! ¡Miren a estos dos idiotas por pelear!” o “¿Ustedes dos, no pueden simplemente calmarse y aprender a ver el punto de vista del otro?”. El matón inteligente sabe que esto va a pasar – y que no perderá ningún punto por ser el agresor. También sabe que si atempera su agresión al tono justo, la respuesta de la víctima sí puede ser vista como el problema.
Y lo que es cierto para las clases sociales también es cierto para cualquier otra forma de desigualdad estructural: Así tenemos epítetos como “mujeres estridentes”, “hombres furiosos de raza negra”, y una infinita variedad de términos similares de desprecio. Pero la lógica esencial del bullying es anterior a estas desigualdades. Es el material del que están hechas.
Deja de Golpearte
Y esto, propongo, es el defecto humano fundamental. No es que como especie seamos particularmente agresivos. Es que tendemos a responder muy mal a la agresión. Nuestro primer instinto cuando observamos la agresión no provocada es ya sea simular que no está pasando nada o, en caso de que sea imposible, equiparar al atacante y la víctima, ubicándolos bajo una especie de cuarentena que, se espera, evite que se propague a todos los demás (Por lo tanto, los psicólogos encuentran que los agresores y las víctimas tienden a tener una equitativa antipatía mutua). El sentimiento de culpa causado por la sospecha de que ésta es fundamentalmente una manera cobarde de actuar – abre un complejo juego de proyecciones, en el que el matón es visto de manera simultánea como un super-villano inconquistable y alguien de quien lamentarse, un rudo inseguro, mientras que la víctima se convierte tanto en agresor (un violador de convenciones sociales, sean cuales sean que el agresor haya invocado o inventado) como en un patético cobarde no dispuesto a defenderse.
Obviamente, estoy ofreciendo el más mínimo esbozo de una compleja psicodinámica. Pero aun así, estas ideas pueden ayudar a entender por qué nos resulta tan difícil extender nuestra simpatía a, entre otros, los conscriptos iraquíes asesinados a balazos mientras huían del “tiro al pavo” de los soldados estadounidenses. Aplicamos la misma lógica que seguimos cuando mirábamos a un matón infantil aterrorizando a su agitada víctima: equiparamos agresores y víctimas, insistimos en que todos son igualmente culpables (nótese cómo, cada vez que uno escucha un reporte respecto a una atrocidad, algunos comienzan inmediatamente a insistir que las víctimas también debieron cometer atrocidades), y esperamos que al hacerlo, el contagio no se propague entre nosotros.
Este es un tema difícil. No pretendo entenderlo por completo. Pero si alguna vez vamos a avanzar hacia una sociedad genuinamente libre, tendremos que reconocer cómo la relación triangular y mutuamente constitutiva del agresor, la víctima y el público realmente funciona, y luego desarrollar formas de combatirla. Recordemos, la situación no es desesperanzada. Si no fuera posible crear estructuras – hábitos, sensibilidades, formas de sabiduría común – que prevengan a veces estas dinámicas, entonces las sociedades igualitarias de cualquier tipo jamás hubiesen sido posibles. Recordemos, también, qué poco coraje se requiere para frustrar a los matones que no están respaldados por ningún tipo de poder institucional. Sobre todo, recordemos que cuando los matones realmente están respaldados por tal poder, los héroes pueden ser aquellos que simplemente huyen.
[Publicado en español por la revista Palimpsestos # 0, Catamarca (Arg), abril 2017. Número completo accesible en https://palimpsestoanarqui.wixsite.com/palimpsestos/blank.]
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