Raúl Zibechi
La experiencia bolivariana en Venezuela generó una oleada de entusiasmo en América Latina, como no se veía desde la revolución sandinista en 1979. Aunque se trató de un proceso electoral con fuerte movilización popular, el chavismo siempre mencionó la palabra “revolución” para describir lo que estaba sucediendo. La construcción de “poder popular”, como las comunas, fue difundida como uno de los principales argumentos de que se estaba transitando hacia el “socialismo del siglo XXI”.
No debemos olvidar que el chavismo nació desde abajo mucho antes de hacerse gobierno. En primer lugar, porque es hijo de la revuelta popular conocida como Caracazo, cuando un 27 de febrero de 1989 “bajaron los cerros” donde habitan los sectores populares para responder al ajuste estructural de un gobierno corrupto. Fue la primera gran rebelión popular contra el Consenso de Washington en toda la región. En segundo lugar, porque el alzamiento armado de un grupo de militares, entre los que estaba Hugo Chávez, el 4 de febrero de 1992, fue seguido con expectativa y esperanza por los sectores populares que se alzaban contra el sistema y sufrían tremendos embates represivos, como sucedió durante el Caracazo, con la muerte de alrededor de 500 personas a manos de las fuerzas armadas (Machado y Zibechi, 2016).
A mi modo de ver, ambos hechos marcan a fuego el proceso bolivariano: la rebelión popular desde abajo y el alzamiento militar y civil organizado desde los cuarteles y los grupos políticos. Para los sectores populares fue importante que un sector de la fuerza armada se alzara, ya que se sintieron respaldados por los uniformados, lo que fortaleció el sentimiento antisistema y la autoestima, anclados sobre todo en los barrios populares. Poco después del alzamiento, en abril y marzo de ese año, fueron convocados cacerolazos con características insurreccionales, en los que se escucharon por primera vez gritos de “Chávez, Chávez” en los barrios populares.
Se trató, sin duda, de la construcción popular de un liderazgo, con todas las potencialidades y las contradicciones que ello implica. La cultura política de la revuelta contiene dos elementos opuestos e infinidad de grises: la participación de las bases populares y la dirección de los militares a través del Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 (MBR). Un mismo movimiento que contiene horizontalidad y jerarquías y que, en los hechos, es una de las señas de identidad más destacadas del llamado proceso bolivariano.
Cuando Chávez pasa a ocupar el centro del escenario político, ya en 1992, desplazando al pueblo movilizado de las calles, debe comprenderse que fue ese mismo pueblo el que lo colocó en ese lugar. Lo hizo actualizando la vieja cultura caudillista, reforzada por los alzamientos militares que contribuyeron tanto a derrocar a las élites tradicionales, como a desplazar el protagonismo popular en las calles
.En Caracas y en otras ciudades se observan en este periodo comunidades urbanas que actúan de forma autogestiva y difusa, sin llegar a institucionalizar su funcionamiento ni a cristalizarlo en aparatos. Se trata de modos de hacer inspirados en el sentido común comunitario frente a un Estado débil, que nunca se preocupó por los barrios. Esos modos muestran potencia, se sostienen en el tiempo largo y son resistentes, muy resistentes, a las imposiciones desde arriba.
La “revolución” intenta darles forma, institucionalizar las prácticas “informales” y autónomas a través de la “legalización” de las situaciones de hecho, que son los modos habituales como los de abajo ocupan los espacios que necesitan. Éste es un momento delicado, ya que aparecen, antes incluso que las instituciones, los mediadores, bisagras entre el Estado y la comunidad, con intereses propios, pero siempre afines a la lógica institucional que les ofrece las mejores condiciones para reproducir sus pequeños poderes.
En Venezuela, como en América Latina, alrededor de 60% de las viviendas en las grandes ciudades, y de la misma urbanización, fueron construcciones populares sin apoyo estatal. Por eso la estructura de los barrios populares parece caótica y opaca para el observador externo (el Estado y el capital), pero brinda protección y soberanía a quienes los habitan. Mientras en otros países de la región la “legalización” o “regularización” promovidas por el Estado fueron el modo de anular los espacios de autogestión y de autonomía, en Venezuela las cosas fueron diferentes.
El Estado chavista no pudo hacer legible el entramado social de los barrios populares ni lo pudo codificar burocráticamente, sólo de forma parcial, ya que “la sociedad mantiene su opacidad urbanística, económica, violenta”, en el sentido de que no fue posible imponer el monopolio estatal de la violencia (Boni, 2017: 56). Los límites del Estado pueden ser una clave interpretativa de la crisis venezolana que rehúya la polarización política —incluso la corrupción— como eje en torno al cual comprenderla. Ante la potencia del tejido social, el Estado chavista retrocedió y negoció, porque no podía disciplinar, y porque se trataba de su propia base social. Ésta es quizás una de las más notables particularidades del proceso bolivariano.
La creación del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) debe ser interpretada en el marco de la cultura de la renta petrolera, que abarca desde la vieja idea de “sembrar el petróleo” hasta la cultura del no trabajo, para continuar y reestablecer lazos clientelares, intercambiando bienes por votos o por fidelidad al dirigente local. Patrimonialismo y personalización de las relaciones políticas son casi naturales en una sociedad escasamente organizada en movimientos y con estructuras políticas permeadas por esa cultura rentista-clientelar (Boni, 2017).
En este punto debe entenderse también el funcionamiento de los consejos comunales, la principal creación del “poder popular” chavista. Con los consejos el chavismo institucionalizó las diversas formas de participación popular que existían en el país desde la década de 1970. Al hacerlo, la diversidad quedó sujeta al aparato estatal por los abundantes recursos que se entregaron. Sólo en el Edo. Sucre se crearon en pocos años unos 1 500 consejos comunales, siendo un estado de poco más de un millón de habitantes, lo que habla de la extensión de la organización popular.
Se trata de organismos para la colaboración con las instituciones estatales y la participación de la población, que puede decidir el destino de los proyectos que maneja, así como la relación con la burocracia estatal y la canalización de servicios para la comunidad. Debe destacarse que los consejos comunales, en ningún momento fueron proyectados ni funcionaron como organismos con poder, como suele presentarlos buena parte de los intelectuales y los militantes que apoyan de modo incondicional el proceso chavista (Machado y Zibechi 2016; Boni, 2017). Lo que no quiere decir que los consejos no tengan ningún valor o importancia. La tienen: son formas de organización comunitaria territorial en la que los vecinos de un barrio se sienten representados y sus intereses son gestionados ante el Estado. Pero no son órganos de poder. Son gestores del Estado en el territorio, actúan como intermediarios.
Y aún hay algo más que nos puede servir como síntesis del ciclo progresista en relación con los autogobiernos populares y la autonomía. Los consejos nacen horizontales y jerárquicos a la vez, en una tensión no resuelta. Por un lado, dependen del financiamiento estatal y funcionan en clave burocrática, por lo que “el poder popular tiene una debilidad estructural respecto a las instituciones con las que debe confrontar” (Boni, 2017: 103). Un poder que no es autónomo, no es poder. La subordinación de los consejos al PSUV se hace evidente durante los procesos electorales, cuando se asiste a su creciente homogeneización y pérdida de independencia. Al final de este largo proceso, los consejos comunales terminan formando parte de la estructura organizativa del Estado. De algún modo, puede decirse que fue un paso atrás respecto al universo heterogéneo de las asociaciones vecinales, jerárquicas y clientelares de los años setenta, trasladando el análisis de De Oliveira a la realidad venezolana.
En el mejor de los casos, puede decirse que la lógica igualitaria y autónoma mantiene cierta permanencia en los barrios populares, donde la horizontalidad y la ausencia de jerarquías son cultura, mucho más allá de partidos e ideologías. El predominio de las direcciones, de los cuadros y de los oficiales de las fuerzas armadas, acotó y controló los espacios de igualitarismo, en particular bajo la gestión presidencial de Nicolás Maduro (2013).
Referencias
- Boni, Stefano, Il Poder Popular nel Venezuela socialista del ventunesino secolo, Florencia, Editpress, 2017.
- Machado, Decio y Raúl Zibechi, Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo, México, Bajo Tierra, 2017.
- Oliveira, Francisco de et al ., Hegemonía as avessas, São Paulo, Boitempo, 2010.
[Tomado del ensayo “Autonomías y autogobiernos después del progresismo”, incluido en el volumen colectivo Vuelta a la autonomía. Debates y experiencias para la emancipación social desde América Latina. México, El Colectivo 2019. El libro completo es accesible en https://www.academia.edu/40907004/VUELTA_A_LA_AUTONOM%C3%8DA_Debates_y_experiencias_para_la_emancipaci%C3%B3n_social_en_Am%C3%A9rica_Latina?email_work_card=view-paper.]
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