Francisco J. Velasco
Entre los meses de junio y agosto de 2020 se han sucedido una serie de derrames petroleros en las costas venezolanas que han concitado la preocupación, entre otros, de comunidades, ecologistas e investigadores. Incluso, al momento que redactamos este escrito, pescadores del estado Falcón están denunciando la presencia de una nueva mancha de petróleo frente al golfete de Coro. Estos eventos, cuyos terribles impactos ecosociales están aún siendo evaluados, han igualmente atraído una significativa atención mediática nacional e internacional.
En el contexto de aguda crisis sistémica que atraviesa Venezuela desde hace más de un lustro y en el marco de la feroz controversia política que enfrenta a diferentes grupos de poder político y económico, se han expresado diversos cuestionamientos al desempeño del gobierno presidido por Nicolás Maduro y, en particular a PDVSA, por haber sido incapaz de impedir y remediar los desastrosos vertidos de petróleo que amenazan la estabilidad de importantes ecosistemas, así como la salud y las posibilidades de subsistencia de poblaciones humanas litorales.
Una de las expresiones de crítica de este variado coro de voces ha centrado su planteamiento en la incapacidad reactiva de la industria petrolera y otros entes oficiales, argumentado que el estado de virtual colapso en que se encuentra la empresa estatal petrolera venezolana impide las acciones de remediación pronta y efectiva. Señalan además que personal muy calificado para intervenir en estos casos trabajó durante años en la industria y que ahora muchos de sus técnicos y profesionales se encuentran fuera debido a la mala gestión y a la propia crisis que aqueja al país.
En este grupo figuran entre otros exgerentes y antiguos cuadros medios de PDVSA, voceros de la oposición, tecnócratas e incluso algunos activistas del ambiente. Un elemento en común que caracteriza a las críticas formuladas por este grupo es una suerte de añoranza de la supuesta eficiencia de la PDVSA meritocrática (que, según se dice, comenzó a decaer luego del paro petrolero de 2002-2003) y el elogio a la manera “muy técnica y profesional” con la que operan las transnacionales petroleras a la hora de afrontar problemas ambientales derivados de sus actividades de explotación, transporte, procesamiento y distribución.
Ciertamente, a la luz de todo lo que viene ocurriendo con PDVSA, resulta innegable la afirmación de que la industria petrolera venezolana se encuentra en su peor momento. Corrupción, mal manejo, desprofesionalización, descapitalización y clientelismo convergen en un creciente caos cuya responsabilidad fundamental recae sobre el gobierno. No obstante, debe considerase también como un elemento importante de perturbación la serie de sanciones impuestas por el gobierno de los Estados Unidos a la petrolera venezolana. Conviene sin embargo señalar que esta industria tiene un extenso y oscuro historial de atentados contra el ambiente, los trabajadores y las comunidades a lo largo de su desempeño en el país desde las primeras décadas del siglo XX hasta la actualidad, con las transnacionales al frente y con la industria nacionalizada.
Como emblema de ese prontuario socioambiental debemos citar el caso del Lago de Maracaibo, el reservorio de agua dulce más grande de América Latina, convertido hoy en una verdadera cloaca petrolera luego de más de cien años de continuos derrames, accidentes e intervenciones depredadoras. Testimonio de esa estela de contaminación y destrucción son también las miles de fosas esparcidas en distintas regiones del país, en las que se encuentran grandes cantidades de desechos altamente tóxicos resultantes de la explotación petrolera.
La estela de depredación dejada por esta actividad es similar a la que las grandes corporaciones como Exxon, Shell, Chevron y British Petroleum, por nombrar algunas de las más grandes, han dejado en diferentes partes del mundo. En ningún momento los creadores de opinión, plañideras del paraíso perdido, cuestionan la naturaleza intrínsecamente expoliadora y contaminante de la industria petrolera, ni tampoco sugieren alternativas. Soslayan además el papel central desempeñado por gigantescos volúmenes de gases de efecto invernadero que se agregan constantemente a la atmósfera, como consecuencia del consumo masivo de petróleo y demás combustibles fósiles en todo el mundo.
Igualmente, hacen abstracción de las crecientes presiones para que la energía fósil sea sustituida por otras matrices energéticas conformadas en torno a fuentes renovables o alternas. Por el contrario, se mantiene la fe en los beneficios de la misma entendida como principal “palanca del desarrollo”, argumento al que apelan por igual asesores y miembros del autoritario gobierno madurista y sus aparentemente enconados opositores, hoy en día fraccionados en varios frentes. Expertos, tecnócratas y opinadores con notoriedad escamotean así el derecho de los ciudadanos a participar en la construcción colectiva del recuerdo y a debatir sobre sus múltiples posibilidades societales ante la historia única del extractivismo petrolero que se les quiere imponer.
Otro tanto ocurre con la minería y, en particular, con la gran minería o megaminería. Al calor de las denuncias formuladas por Michelle Bachelet en las Naciones Unidas, así como de las persistentes críticas hechas por personalidades y grupos de ciudadanos organizados, el conflicto generado en torno al megaproyecto Zona de Desarrollo Especial Arco Minero del Orinoco, ha tenido mayor eco en diversos escenarios nacionales e internacionales. Tal circunstancia ha dado pie a que actores importantes del espectro político y social venezolano, que hasta ahora habían guardado silencio en torno a las denuncias y movilizaciones llevadas a cabo por diversos grupos, organizaciones y personalidades en contra del mencionado megaproyecto, hayan formulado ahora sus propios cuestionamientos.
Simultáneamente, asociados de manera directa o indirecta a esos actores, se realizan foros, se suceden declaraciones y se refuerza el lobby minero con propuestas que hablan de la posibilidad de llevar a cabo una minería “responsable”, una “minería sostenible”, una vez que el actual gobierno sea sustituido por otro con distinto signo político-partidista. Hay quienes, criticando lo que denominan planes extractivos del gobierno, han hablado incluso de la posibilidad deseable de un “Arco Minero del Orinoco Liberal” que como proyecto podría funcionar distanciándose del intervencionismo estatal e incorporando consideraciones ambientales.
En este sentido se promete a empresas nacionales y transnacionales amplias garantías para invertir en la minería de oro y otros renglones mineros en un futuro, en el cual ya Nicolás Maduro y el chavismo habrán sido desplazados del aparato gubernamental. Más aún, se señala a la gran minería como la solución ideal para el Arco Minero debido a sus supuestas virtudes tecnológicas y una capacidad de “poner orden” allí donde la minería “artesanal” y/o “ilegal” hace de la suyas depredando y creando conflictos sociales. Quienes así se expresan, obvian en sus afirmaciones y propuestas el hecho de que el gobierno de Nicolás Maduro ofreció a un nutrido grupo de empresas megamineras transnacionales amplias garantías y discrecionalidades para invertir y operar en al Arco Minero, llegando incluso a firmarse un acuerdo de intención con 150 de ellas. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que, dado el cuadro de prolongado conflicto e inestabilidad socio-política que ha marcado la dinámica de nuestro país en los últimos años, la mayor parte de esas empresas han optado por abstenerse de cualquier inversión hasta el momento, circunstancia esta que ha llevado al gobierno a convenir alianzas más o menos inestables con una serie de mafias que operan en la zona del Arco Minero desde hace tiempo para garantizar una mayor producción de oro.
Para quienes aspiramos, más que a un mero cambio de gobierno, a un cambio de modo colectivo de existir en el territorio en aras de la sustentabilidad, la preservación de la trama vital y la mejora en las condiciones de vida de la población venezolana, resulta imprescindible divulgar y denunciar las implicaciones del espejismo del “desarrollo” basado en la gran minería. La megaminería es una actividad problemática que se desenvuelve a corto plazo pero con efectos nefastos a mediano y largo plazo. Allí donde están presentes, las corporaciones mineras y los estados que pactan con ellas hacen continuos esfuerzos para convencer a la opinión pública de que son «sustentables». En la realidad concreta, los impactos de la gran minería exceden largamente lo que la mayoría de la gente tiende a considerar como insustentable.
La mega-minería es responsable por la pérdida del sustento diario de millones de personas en diversas latitudes; se ubica en el origen de no pocas guerras civiles, dictaduras despiadadas e intervenciones militares extranjeras; es responsable por la violación sistemática y en gran escala de derechos humanos; es responsable por el envenenamiento de gran cantidad de personas y la contaminación del ambiente; es una de las principales causas directas y subyacentes de la deforestación y la degradación de bosques y selvas. Agreguemos a esto el hecho de que existe evidencia irrefutable en América Latina y otras regiones del mundo que demuestra la manera cómo la gran minería, y la minería en general, limita seriamente la capacidad de una nación de darle sostén al crecimiento económico (inclusive dentro de las nociones estrechas a las que por lo general adhieren las ópticas de los estados nacionales).
Es cierto que las sociedades humanas necesitan de manera diferencial una determinada cantidad de minerales para satisfacer algunas de sus necesidades. Pero también es verdad que el consumo excesivo de una parte de la humanidad y de ciertos grupos sociales privilegiados está destruyendo las formas de subsistencia y los ecosistemas donde se asienta la otra parte de la humanidad que habita en áreas fuertemente impactadas por la minería, como es el caso del sur del rìo Orinoco en Venezuela y un número creciente de otras zonas en el resto del país.
En el marco del tiempo convulso de crisis nacional y crisis civilizatoria global que nos ha tocado vivir, está en juego nuestra viabilidad como sociedad y, más allá, nuestra supervivencia como especie. No necesitamos recuperar el “paraíso petrolero” ni encontrar un nuevo “El Dorado” que exalte y exacerbe aún más el extractivismo, sino iniciar un gran debate para que de manera autónoma, proactiva, creativa, democrática y efectiva exploremos e impulsemos posibilidades diversas de emancipación integral y de reconfiguración ecosocial en Venezuela, América Latina y el mundo en general.
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