Octavio Alberola
La prematura desaparición del antropólogo y activista David Graeber ha provocado una viva emoción en las redes sociales y suscitado, en la prensa internacional, numerosos titulares: tanto en reconocimiento del valor intelectual de su extensa y valiosa obra como de su activismo militante.
Un reconocimiento ampliamente merecido. No solo por el interés que sus trabajos de investigación, en el campo de la antropología y la filosofía política, despertaron, dentro y fuera de los ámbitos académicos, sino también por haber sido un infatigable y consecuente activista militante. Dos facetas inseparables que le permitieron ofrecer –a la vez– una vasta panorámica de la experiencia humana y conclusiones útiles para luchar contra el autoritarismo y la desigualdad en nuestras sociedades.
Constituida en su mayor parte por trabajos de investigación académica, en el terreno y bien documentados, su obra ha tenido gran repercusión en el mundo de la ciencia y la cultura, convirtiéndole en un antropólogo conocido y reconocido mundialmente. Lo que no le impidió de poner su pensamiento y erudición accesibles para la gran mayoría de lectores.
Una labor de investigación y divulgación democrática que muy pronto encontró eco y adhesión en los medios de la izquierda radical. No solo por sus tomas de posición públicas sino también por su implicación activa en los conflictos y luchas sociales. Al punto de convertirse en una «celebridad» mediática mundial en tanto que activista y «antropólogo anarquista». Notoriedad que él puso siempre al servicio de esas causas.
De ahí que en este reconocimiento póstumo hayan sido frecuentes las referencias –más o menos bien intencionadas– a su militancia anarquista y a su concepción del anarquismo. Aunque insistiendo sobre todo en lo de que a él no le gustaba ser catalogado de «antropólogo anarquista», porque, para él, el anarquismo es una práctica y no una identidad: «el anarquismo se hace, no es».
Una concepción del anarquismo que le lleva al activismo en los movimientos altermundialistas, luego en Occupy Wall Street y últimamente en Rojava, por considerar a estos movimientos muy proclives al hacer anarquista en sus praxis y en la lucha contra la desigualdad y la dominación. Lucha que se inscribe de más en más en coordenadas éticas, humanas, y cada vez menos en coordenadas ideológicas. No solo por estar los aparatos de persuasión y coerción más movilizados –desde hace unos treinta años– para ganar la guerra ideológica, que para imponer el sistema por la fuerza, sino también por estar el modo de producción actual fundado sobre principios «morales» consumistas (el derecho al consumo) más que económicos y ser los objetos del deseo siempre objetos imaginados. Y de ahí la importancia cada vez mayor de los imaginarios en la lucha contra el sistema capitalista.
Es por todo esto que esta concepción del anarquismo me parece, además de pertinente, de gran actualidad, y que, más allá de pensarlo David Graeber y de corresponder ampliamente a su militantismo activista, la considere una concepción lógica, coherente con los orígenes del anarquismo y válida para todos los tiempos y circunstancias.
El anarquismo: una práctica y pensamiento de la acción
Claro que no es nada nuevo y que no es David Graeber quién lo ha descubierto, ni el primero que lo ha defendido con tanta convicción. Antes que él, mucho antes, por no decir desde siempre, se ha concebido el anarquismo como una manera no autoritaria de comportarse, de luchar contra todas las formas de autoritarismo y de rechazar dogmas y ortodoxias. De joven fui censurado –en la revista del Grupo Tierra y Libertad de los anarquistas españoles exiliados en México– por afirmar en un artículo que el anarquismo era una praxis y no una filosofía, una doctrina, una ideología.
No está por demás recordar que, aunque en la historia convencional se presenta al anarquismo y al marxismo, como ideologías muy próximas en el tiempo y los objetivos, la verdad es que, a diferencia del marxismo, que sí surge de la mente de Marx como una construcción teórica, el anarquismo no surge de ninguna mente en particular, aunque haya muchos pensadores que se han declarado anarquistas. La prueba: las escuelas del marxismo (leninistas, maoístas, althusserianos…) y sus corrientes (lacanianos, foucaultdianos…) tienen generalmente fundadores, en cambio, las del anarquismo emergen casi siempre de principios o prácticas organizacionales (anarco–sindicalistas y anarco–comunistas, insurreccionistas y plataformistas, cooperativistas, individualistas, etc.).
Principios y prácticas (ayuda mutua, asociación voluntaria, toma de decisiones igualitaria) que, en realidad, son tan viejos como la humanidad. Y lo mismo puede decirse del rechazo del Estado y toda forma de violencia estructural, desigualdad o dominación, por haberse producido desde que éste y éstas han existido. Nada que ver pues con ninguna teoría ideológica general o una doctrina sorprendentemente nueva, sino como una tendencia persistente en la historia de la humanidad y del pensamiento humano.
No es, pues, solo la existencia –desde tiempos inmemoriales– de estas prácticas, de horizontalidad radical y de auto organización, lo que no permite considerar el anarquismo como una construcción teórica, una doctrina o una ideología, también lo impide el resultado catastrófico de haber reducido su praxis a una declaración o una postura ideológica. Otra cosa es la necesidad de reflexiones teóricas, sobre esas prácticas ancestrales y espontáneas, para potenciar su desarrollo en la sociedad actual; pues, pensar y vivir el anarquismo, como una práctica consecuente y cotidiana de la libertad y la igualdad, no es obviamente suficiente para cambiar el curso de la historia. Ni siquiera para evitar las intrusiones del poder en nuestras vidas cotidianas.
El anarquismo, o el movimiento revolucionario del siglo XXI
En una obra de 2004 con este título, sus autores, David Graeber y el antropólogo yugoslavo Andrej Grubacic, consideraban que «la era de las revoluciones no ha terminado» y que «el movimiento revolucionario global del siglo veintiuno será uno que tenga sus orígenes no tanto en la tradición del marxismo, o incluso de un socialismo restringido, sino del anarquismo». Una convicción fundada en que «desde la Europa del Este hasta Argentina, desde Seattle hasta Bombay», las ideas y principios anarquistas estaban «generando nuevas visiones y sueños radicales». Pues, aunque sus exponentes no se proclamaran anarquistas y se dieran otros nombres («autonomismo, anti–autoritarismo, horizontalidad, Zapatismo, democracia directa…»), en todos esos lugares los principios fundamentales eran: «descentralización, asociación voluntaria, ayuda mutua, redes sociales, y sobre todo, el rechazo a cualquier idea de que el fin justifica los medios, y mucho menos que el objetivo de la revolución sea el de tomar el poder estatal para imponer una visión propia».
Para ellos, el anarquismo, en tanto que «ética de la práctica» (la idea de construir una nueva sociedad dentro de la antigua sociedad) se había convertido en la inspiración básica del «movimiento de movimientos» (del cual los autores formaban parte), cuyo objetivo era, desde el principio, «exponer, deslegitimizar y desmantelar los mecanismos del poder mientras se ganan espacios cada vez más amplios de autonomía y de gestión participativa dentro de él».
Ahora bien, aunque el interés creciente por las ideas anarquistas en el comienzo del siglo 21 es real y proviene –en gran parte– de la ruptura producida en los años 60 y 70 entre las generaciones del anarquismo, al denunciar las más jóvenes los hábitos sectarios del siglo pasado y participar activamente en movimientos feministas, ecologistas, contra–culturales e indígenas, en realidad este auge, de las formas de funcionamiento ácrata, es el resultado del interés de las nuevas generaciones por experimentar formas más democráticas del proceso de toma de decisión. O sea, crear una cultura alternativa de democracia más que un objetivo prefigurativo del mundo que quieren crear a través de ésta.
La razón es obvia, la nueva generación está mucho más interesada en el modo de funcionar, y de funcionar ya, que en argumentar «sobre los puntos más finos de la ideología» para prefigurar ese mundo y luchar por hacerlo posible. Lo que, en principio, es un pragmatismo legítimo y prometedor a largo plazo; pero que, en lo inmediato, deja el campo libre a la política institucional para recuperar –con el señuelo de la «participación» en las decisiones institucionales y de una «economía participativa» en el seno del sistema capitalista– esas prácticas ácratas.
Claro que esta recuperación política no puede evitar la vuelta del anarquismo al centro de la creatividad revolucionaria, ni que sus promotores se vean obligados a reconocer o, por lo menos, a enfatizar la cercanía de sus idearios políticos con una visión anarquista de la democracia. Pero, obviamente, esto no permite afirmar que el anarquismo es «el movimiento revolucionario del siglo XXI». Aunque, como lo reconocen los autores de este texto en su conclusión, es «un proceso a largo plazo» y «el siglo anarquista tan sólo acaba de comenzar».
Además de ser cada vez más evidente que la agudización de los problemas de desigualdad social, desde el derrumbe financiero de 2008, y de preservación de la vida, por la catastrófica gestión capitalista de la pandemia COVID–19, plantea con carácter de extrema urgencia la necesidad vital de cambiar el curso de la historia humana.
«Cómo cambiar el curso de la historia»
En otra obra, publicada en 2018 con este título, David Graeber y el joven arqueólogo británico David Wengrow denunciaban el gran relato –de inspiración rousseauniana– de los «orígenes» de la humanidad y el gran relato teleológico de la «civilización», que le acompaña. No solo por haber sido desmentida esta narrativa por una cantidad abrumadora de evidencias arqueológicas y antropológicas, sino también por acreditar la idea de que solo somos «espectadores impotentes» para cambiar «la realidad y las jerarquías» que le serían consustanciales.
Su análisis, fundado en el «largo tiempo» en la historia y en los últimos aportes de la arqueología, mostraba –por el contrario– las numerosas y reversibles circulaciones entre las sociedades nómadas y las sedentarias, entre las comunidades extendidas y las restringidas, entre las organizaciones sociales jerarquizadas y las igualitarias. Como también que la igualdad no es solo alcanzable en el marco de comunidades restringidas y que la desigualdad no ha sido necesariamente el precio a pagar para el desarrollo de las sociedades humanas y nuestro confort. Lo que desmentía la idea, de que el interés personal y la acumulación de poder eran y son las fuerzas inmutables detrás del desarrollo de las sociedades humanas. Además de reforzar las idea de que el vaivén entre igualdad y desigualdad, entre autoritarismo y horizontalidad, estaba ritmado en la vida social prehistórica por los ritmos estacionales. Por ser las variaciones estacionales –desde el comienzo de la humanidad– las que permitían a los seres humanos experimentar, en plena consciencia, diferentes posibilidades sociales en función de sus necesidades.
Esta flexibilidad institucional es la prueba de la capacidad de los humanos y humanas de liberarnos, de no importa que estructura social, cada vez que las circunstancias lo exigen. De ahí que la verdadera cuestión –como lo precisan Graeber y Wengrow– no sea preguntarnos por el origen de la desigualdad social sino ¿por qué la aceptamos? Y ello a pesar de no haber ninguna prueba de que las estructuras de poder piramidal son la consecuencia necesaria de una organización a gran escala, y de que las circunstancias actuales exigen un cambio radical del curso de la historia para preservar nuestra propia existencia.
Es verdad que la pérdida más dolorosa de libertad comienza a pequeña escala –al nivel de las relaciones de género, de grupos de edad y de la servidumbre domestica– y que es en ella en donde vivimos las relaciones en una gran intimidad, acompañada simultáneamente de las más profundas formas de violencia estructural. Pero esto no es suficiente para explicar el por qué la especie humana no reacciona ante un poder y un sistema que la ponen en peligro de desaparecer. Pues, a pesar de ser una necesidad vital para nuestra especie, esta reacción no se produce, pese a que, como lo recuerdan pertinentemente Graeber y Wengrow, «las piezas están todas allí para crear una historia mundial completamente diferente».
Como no coincidir pues con ellos en que, «si realmente queremos entender cómo se volvió aceptable para algunos convertir la riqueza en poder, y para que a otros les digan que sus necesidades y vidas no cuentan, es aquí donde debemos mirar». Como también en que «es donde tendrá que producirse el trabajo más difícil de crear una sociedad libre». Sin embargo, me parece que será muy difícil de producir este trabajo sin liberarnos antes de la inercia existencial que nos mantiene atados y atadas a la normalidad capitalista en la que se desenvuelven nuestras existencias. Más que «cegados por nuestros prejuicios para ver las implicaciones», por comodidad o miedo a salir de la normalidad. Y ello a pesar de saber ahora adonde ella nos conduce.
De ahí la importancia de no olvidar que «el anarquismo se hace, no es» y de no resignarnos a solo serlo.
[Publicado originalmente en https://blogs.publico.es/dominiopublico/34491/david-graeber-y-el-anarquismo.]
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