Zelia Gattai (1916-2008)
* Esta exitosa novela que también dio pie a una miniserie de TV –ambas traducidas a varios idiomas- cuenta lo sucedido a una familia de emigrantes anarquistas italianos que en la 1ª mitad del siglo XX se estableció en la ciudad de Saõ Paulo.
Sacco y Vanzetti
Tema palpitante el de Sacco y Vanzetti, dos anarquistas italianos condenados a muerte en los Estados Unidos. Daba motivo a los diarios para amplias informaciones y gran número de artículos que papá y mamá leían atentamente.
Cierta noche nos extrañó oír a nuestros padres que se preparaban a salir solos. Protestamos, también queríamos ir. Papá, que no perdía ocasión de adoctrinar a sus hijos, nos explicó que iban a una reunión de las «Clases Laboriosas» que tratarían un tema serio y urgente. Nos contó entonces la historia de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti que iban a ser ejecutados en la silla eléctrica, en los Estados Unidos, por un crimen que no habían cometido: robo, asalto a mano armada y asesinato de dos hombres. Hacía más de tres años que se encontraban en la cárcel, aunque había pruebas suficientes y hasta de sobra, de su inocencia. Los condenados aguardaban, en la antesala de la muerte, el momento de la ejecución. Agregó que todavía no los habían ejecutado —asesinado, decía papá— porque existía un movimiento mundial cada vez más grande, de protesta, organizado por personas idóneas, pertenecientes a todos los partidos, de todas las tendencias filosóficas, no sólo de anarquistas. Que en el Brasil también se trabajaba en ese sentido, y en aquel momento, los anarquistas de Sao Paulo estaban convocando con urgencia a los ciudadanos de todos los sectores y principios liberales, a los demócratas, para organizar el lanzamiento de una campaña nacional, sin tregua, contra el hediondo crimen a punto de ser cometido.
Por eso no podían llevarnos con ellos esa noche. Sólo iría gente adulta. No era una noche de fiesta. Era una noche de lucha.
Las «Clases Laboriosas»
Mis padres eran muy afectos a las reuniones políticas. Don Ernesto, siempre atento a los anuncios en los diarios, en busca de conferencias y actos de solidaridad, no se perdía una. Y arrastraba a sus hijos, menos a Remo, joven irresistible del barrio y adyacencias, más interesado en conquistar corazones que en asistir, sentado durante horas, a discursos pesados. Antes de que lo invitasen desaparecía como por encanto, se evaporaba. De modo que sólo las tres niñas y Tito se incorporaban a la caravana político-cultural.
Esa noche, el conde Frola —ese era el nombre del conferenciante— hablaría a las masas trabajadoras y a los intelectuales de Sao Paulo, en las «Clases Laboriosas», salón de fiestas y conferencias, situado en el primer piso de un edificio de la Rúa do Carmo, en el centro de la ciudad. Seguramente trataría del caso de Sacco y Vanzetti. Ese conde, según papá nos explicó, era un ardiente antifascista, un talento. Su título nobiliario no interfería en sus ideas avanzadas.
Los chicos transformaban esas reuniones políticas en diversiones. Ambiente festivo, todo el mundo llevaba a sus hijos, costumbre —o necesidad— de las personas pobres que, en general, no tienen con quien dejarlos cuando necesitan salir. Comparecían niños de todas las edades, inclusive de pecho, que mamaban durante las conferencias; el pecho servía de tapón para cerrarles la boca cuando amenazaban llorar.
Las veladas se dividían en dos partes y para mí la primera era la mejor; se vendían periódicos, A Lanterma, periódico anticlerical, y La Difesa, periódico socialista; se hacían rifas de objetos y de libros, todo en beneficio de los mismos periódicos y para pagar el alquiler del salón. Vera y yo integrábamos el cuerpo de vendedoras. Había dos grupos en la emulación de las ventas y las participaciones artísticas: el de las italianas y el de las españolas. Nosotros, lógicamente, formábamos parte del primer grupo, aunque nos sentíamos completamente brasileñas. Pero así nos designaban.
Bastante relacionada y atrevida, vedette por mis participaciones en la parte literaria-musical, como declamadora, yo vendía muchísimo.
Los versos que Wanda me enseñaba para tal ocasión en general eran poesías de Guerra Junqueiro, sonoras, anticlericales y larguísimas.
Un grupo de niñas «españolas» causaba sensación en el escenario cantando una vieja canción anarquista: ¿Dónde vas con paquetes y listas / que tan pronto te veo correr?, / voy al congreso de los anarquistas / que reclaman un derecho: ¡vivir!
Ellas cantaban y el público hacía coro en los finales, todos repetían «¡vivir!» a pleno pulmón. Nunca conseguí encontrar nada tan vibrante como para competir con esa ardiente canción, capaz de derrotar a las «españolas».
En cierta ocasión, Vera, que se quedaba de pie en la primera fila, ante el escenario, me declaró que no oía una sola palabra de mi recitado hecho en medio de charlas y gran barullo. ¡Quedé muy decepcionada! Yo me esforzaba al máximo a fin de no olvidar versos, de no equivocarme, de emocionar a la platea, de conquistar aplausos... En adelante sabría cómo actuar, usaría otra técnica, emplearía una buena estratagema: movería más los brazos, el texto sería relegado a un segundo o tercer plano. Si olvidaba las palabras, paciencia, inventaría otras en el momento...
Ese nuevo método me valió críticas vehementes de Tito y un buen disgusto de mamá: «¿Qué son esas exageraciones, esos ojos torcidos o cerrados, los brazos para arriba y para abajo?»
Todo el mundo me pagaba Gasosa y Sissi en el barcito de al lado del salón. Esos días yo me ahogaba en refrescos.
Antes de iniciarse la segunda parte, un secretario subía al escenario para leer la lista de recaudaciones y los nombres de los campeones, los grupos que más habían vendido.
Mamá se quedaba molesta cuando me elogiaban. En seguida adoptaba una actitud defensiva, parecía que la estaban insultando: «¡Pero no, por favor! ¡No tiene ninguna gracia! ¡Qué va a tener! Es igual a cualquier otra. Desobediente y atrevida eso sí que es. Vera, por ejemplo, la señora la conoce, Vera, la del medio, es de lo más dispuesta...» Sospecho que sentía recelo de que la encontrasen vanidosa si concordaba con los elogios que dirigían a su hija menor.
Durante la fiesta del Primero de Mayo (¡Ah, qué maravilla, las fiestas del Primero de Mayo, ésas sí que eran divertidas!), Vera, la descarada, con un muchacho de su edad (que andaba cortejándola desde la última fiesta), salieron bailando el himno de La Internacional, el mismo nada más ni nada menos. Esa vez mamá casi se murió de vergüenza. «¡Qué falta de respeto, Madonna mía Santissima!» La parejita sólo paró después de haber sido advertida, cuando ya casi habían cruzado el salón con el paso de baile de moda en ese momento, el «paso de camello».
Ese día recibí un buen pellizco en el brazo por haber cambiado la letra de La Internacional (el himno esa noche no tenía suerte). En lugar de cantar « En pie, famélica legión», yo había dicho sin el menor intento de hacer una parodia, sólo cantaba como lo entendía: «El pie de la famélica legión...»
El gran mártir de esas conferencias era José do Rosário Soares, que aparecía clandestinamente; papá tenía el ojo bien abierto vigilando a su hija, y continuaba intransigente, diciendo que era demasiado joven para novios. José era completamente extraño a ese ambiente. Se sentía ahí como un pez fuera del agua, tragando sin digerir todas las locuras que presenciaba. Todo al revés, todo contrario a lo que había oído decir de los anarquistas. Allí nadie hablaba de tirar bombas, y aun más, estaban en contra de la violencia... No pretendía calentarse el seso buscando entender esas contradicciones. Su único ideal era su novia, por quien se sacrificaba a punto de permanecer ahí, aislado, raras veces sentado, casi siempre de pie, durante horas. Se quedaba mirando a distancia, y sobre todo, fiscalizaba a su amada; no quería dejarla sola, era demasiado bonita y mil ojos se le echaban encima.
Presencia infalible en esas reuniones, la de un viejito italiano, ciego, el más entusiasta de las reivindicaciones entre todos. Siempre que conseguía burlar la vigilancia de los organizadores de la fiesta subía al escenario con desenvoltura de gato y se ponía a hablar. De todos los oradores era el único que yo escuchaba con placer. Pero nadie lo tomaba en serio. Su mayor pesadumbre era tener que pagar la cuenta del agua:—¿Por qué tenemos que pagar el agua que nos da la naturaleza gratuitamente? —preguntaba siempre en italiano
—. El agua, compañeros, es un bien que pertenece a todos, el agua no tiene dueño.
Hacía la afirmación en tono exaltado para cambiar en seguida el diapasón y preguntar casi en un susurro:
—Si los pajaritos pueden tomar libremente su agua, ¿por qué nosotros tenemos que pagar? Non é forse vero? (¿No tengo razón?).
Se exaltaba a tal punto que yo llegaba a mirar a todas partes tratando de localizar a algún cobrador del agua...
La mayor parte de las veces no podía seguir con mi entendimiento a los oradores. Prestaba más atención a las hojas escritas apiladas frente al conferenciante, sobre la mesa, de lectura interminable. Lo peor era que algunos no se limitaban a lo que estaba escrito, tejiendo consideraciones improvisadas sobre lo que acababan de leer, además de las pausas para encarar al público y sentir su reacción.
Cuando trataba de concentrarme, estimulada por mamá en los mejores trozos, no entendía gran cosa. Mientras ellos hablaban, cansada de la excitación de la primera parte, muchas veces me dormía. Si no dormía, mi diversión era fijarme en los trajes y en las maneras de la gente. Mamá se indignaba con «esa manía de criticar a los otros. Se fija en todo, es una falta de educación. Imita a las personas, qué cosa más fea. Peligrosa como ella sola, una bromandela». Mamá inventaba palabras... Conocía la palabra bromista, pero prefería enriquecer el vocabulario.
Los españoles eran los más divertidos, los mejores en sus ropas: aparecían con sombreros de fandango y chalecos de terciopelo bordados, cortos en la cintura, con una faja de satén, salidos no sé de dónde. Eran los más fanáticos, los que más aplaudían y hacían apartes. Los apartes, esos sí que valían la pena. Siempre muy inflamados, hechos en varios idiomas al mismo tiempo, cada cual usando el suyo, aunque normalmente todos hablaban bien el portugués.
El conde Frola
Esa noche papá nos metió prisa. Con un orador tan importante, el salón estaría repleto desde temprano. Todo el mundo ya estaba preparado esperando a mamá, el auto con el motor encendido ante la puerta y ella todavía haciendo cosas. Mamá siempre era la última en estar arreglada. Papá protestaba dejando a la pobre desatinada y haciendo que se atrasara todavía más.
Al fin apareció llevando algunas mantas. Largamos una carcajada. Hasta papá, que estaba irritado por la demora, se rió de buena gana. Con las prisas se había colocado el sombrero torcido; el pompón de plumas de avestruz en lugar de estar atrás o al costado, no recuerdo bien, brillaba en su frente. ¡Qué cosa más divertida! Doña Angelina jamás usaba los vistosos sombreros de «Mappin» para esas reuniones; eran demasiado elegantes para reuniones de obreros, usarlos sería una afrenta. El modesto sombrerito separado para esos días era casi un gorro, de terciopelo negro, sin alas —«el ala estorba a los que están detrás, les quita visión, es falta de educación ir al cine o al teatro con sombreros de alas anchas o copas altas»—, pegado a la cabeza; su único adorno era el pompón, muy discreto.
Mamá no sabía de qué nos reíamos, se enojaba: «no soy payaso de nadie...»; sin recurrir a la ayuda de ningún espejo, se enderezó el sombrerito en la cabeza: «no necesito mucho lujo para arreglarme...».
Papá tenía razón. Al llegar, una hora antes de la prevista para que se abrieran las puertas, ya había una multitud en la calle, casi impedían el tránsito. Hubo una carrera para conseguir sitio. Yo salí disparada al bar, me moría de sed, como sucedía siempre que iba a cualquier parte fuera de casa. Mamá, perdida, llamaba a sus hijos para que colocasen alguna señal en las sillas. Volví corriendo, dejé mi sombrerito color rosa al lado de mamá y salí de nuevo disparada para desaparecer entre la multitud; mis hermanas también usaban sus sombreros para guardar sus lugares.
Muchas caras diferentes aparecieron esa noche, personas que jamás habían estado en las «Clases Laboriosas». Tito se reía en un rincón señalando a don Luciano más adelante, con su indefectible bastón. Repetiríamos una vez más la broma que solíamos hacer con él. Combinábamos con algunas chicas vendedoras de periódicos como yo, ir una a una a ofrecérselos a don Luciano, suscriptor de los dos periódicos que vendíamos y que jamás compraría otro ejemplar. A la primera oferta —me gustaba ser la primera, cuando él todavía se comportaba ceremoniosamente— rehusaba pidiendo disculpas, explicaba que ya tenía esos ejemplares en su casa, sonreía como despedida. En seguida era abordado por la segunda vendedora —las otras observaban desde lejos—, la misma disculpa era repetida, y cuando llegaba el turno de la cuarta o la quinta, el viejo, ya harto, perdía los estribos y gritaba: Porco di un Bacco Barilacio! El pobre jamás desconfió de nuestra broma de mal gusto.
Esa noche vendimos no sólo periódicos, sino también billetes de los sorteos, pues había varios. Tomé refrescos a montones, todo el mundo me pagaba alguno. Había tantos chicos, tantas corridas para un lado y otro, que hasta parecía una fiesta de Primero de Mayo. Sólo faltaba la música para dar alegría y los números de canto y recitado.
El conferenciante se atrasó un poco, la gente que había llegado temprano comenzó a impacientarse. Yo, contenta, disfrutaba de la fiesta, pero mamá, la pobre, se caía de cansancio, había madrugado para ir a casa de Maria Negra.
El viejito ciego, aprovechando la confusión, pidió a una persona a su lado que lo acompañase y subió al escenario para repetir su cantilena siempre con el agua, la bendita agua. De repente me asaltó una idea, «¿qué tal si ese conde Frola, tan importante, lo escuchase y tomase medidas para resolver el problema que tanto angustiaba al viejo?».
Finalmente el conde Frola arribó. Hombre fuerte, rostro redondo, sanguíneo, el cráneo calvo relucía como un queso. Reconocí a algunos miembros de la comitiva que lo acompañaba en el escenario. Todas eran figuras importantes: profesores y periodistas renombrados. Entre ellos estaba Edgard Leuenroth, José Oiticica, Alexandre Cerchiai, Angelo Bandoni y Oreste Ristori. Todos habían sido amigos de mi abuelo Gattai.
Edgard Leuenroth era el orador preferido de mamá. Su figura me impresionaba: flaco, cara de cera, casi transparente, frente alta, cabellos peinados a lo Mascagni, grises. Cuando hablaba era escuchado en el mayor silencio, con gran respeto. En esos momentos nadie abría la boca. Cierta vez, en el entreacto de una conferencia suya, traté de venderle un periódico; me sonrió, me tomó del mentón cariñosamente. No le vendí el periódico, pero quedé muy envanecida por la caricia recibida. Papá, que miraba de lejos, se enojó por mi atrevimiento: «¡Venderle un periódico al mismo conferenciante, qué atrevimiento!»
Angelo Bandoni frecuentaba nuestra casa. Hablaba siempre en tono oratorio, cantaba, declamaba, discutía cualquier asunto, sabía de todo, era un pozo de sabiduría. Había escrito una parodia del himno fascista: Con il terrore / con il fascismo / non si vince il comunismo... Distribuía la letra de su autoría entre los amigos y los hijos de los amigos; siempre que aparecía organizaba un coro para cantar su versión. Adoraba dar conferencias, con cualquier pretexto se salía con improvisaciones. Era profesor, nunca supe de qué. Nunca entendí tampoco por qué, ya viejo y hombre de ideas avanzadas, se teñía el pelo de colorado. Una franja blanca en las raíces lo revelaba.
Oreste Ristori, ¡ah, ése sí, cómo me gustaba el viejo Ristori! Apoyado en su bastón, pues tenía las dos piernas curvadas, completamente torcidas en arco, resultaba, sin embargo, heroico, todos lo celebraban.
Ristori se sentó al lado del conde Frola. Quedé decepcionada cuando vi al tal conde sin corona. Me volví hacia Tito que estaba a mi lado. El me observaba riendo, divirtiéndose a mi costa. ¡Diablo de muchacho mentiroso! Me había garantizado que el conde aparecería con una corona y yo, tonta, le había creído. Le di un pellizco y retrocedió hacia papá para escapar de mis garras.
Además de una rápida pasada de su brazo para separar a los dos beligerantes, colocándolos en sus debidos sitios, papá nos fusiló con su mirada: «ése no era momento ni lugar de diversiones. Hay que tener respeto». Yo no me conformaba. Ese Tito. Hablaba poco, pero era muy astuto.
Abriendo el acto, un periodista hizo el elogio del ilustre visitante. Finalmente Frola tomó la palabra, hablaba improvisando, difícil saber si sería extenso o no. La sala se vino abajo de tantos aplausos. Orador experto, transmitía con facilidad su pensamiento, dando inflexiones a la voz, pausado, con poca gesticulación. Como se esperaba, trató del asunto Sacco y Vanzetti, informó respecto de los movimientos mundiales en pro de los inocentes. Aplausos interminables lo interrumpían cada vez que pronunciaba los nombres de los prisioneros, prolongando enormemente la conferencia. Pero sobre todo habló del régimen fascista de Italia, «implantado por Mussolini —silbidos de nunca acabar—, verdadero atentado a la dignidad humana...»
Regresamos muy tarde esa noche; llegué a casa dormida. Muerta de sueño, me desvestí tirando la ropa y el sombrero sobre el baúl, al lado de la ventana.
Tuve que levantarme temprano, había tomado demasiados refrescos. Nuestro único baño quedaba en el fondo de la casa, al lado de la cocina. Para ir hasta él debíamos cruzar el dormitorio de los muchachos y el comedor. Por eso, siempre había en el cuarto, a nuestra disposición, un orinal, al lado del baúl.
Por cierto, esa madrugada yo no había sido la primera en despertar. Wanda o Vera, tal vez las dos, ya lo habían hecho y habían confundido el orinal con mi sombrero caído en el piso, con la copa al revés. Y ahí estaba el pobre todo mojado, una isla rodeada de orina. La guirnalda de flores del campo que lo circundaba se había convertido en una hilera de trapitos deformes y marchitos. La tintura de las flores se desparramaba en un festival de arco iris. De rosa, mi sombrerito se había vuelto escarlata. Perdí para siempre el sombrero de mi vida que tanto me había hecho sufrir, pero que había dado tantas satisfacciones a mi vanidad.
[Párrafos tomados del libro Anarquistas, gracias a Dios, que en traducción al castellano y edición digital completa está disponible en http://www.solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/libros/Zelia%20Gattai%20-%20Anarquistas%20gracias%20a%20dios.pdf.]
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