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lunes, 17 de agosto de 2020

El programa revolucionario de Murray Bookchin



Janet Biehl [1]

El proyecto de vida de Murray Bookchin (1921-2006) fue tratar de perpetuar la centenaria tradición socialista revolucionaria mediante su renovación para la era actual. Frente al fracaso del marxismo después de la Segunda Guerra Mundial, muchos socialistas, quizá los más radicales de su generación, abandonaron la izquierda. Pero Bookchin se negó a abandonar el objetivo de sustituir el capitalismo y el Estado-nación por una sociedad racional, ecológica, comunista, libertaria, sobre la base de las relaciones sociales humanas y de cooperación.

En lugar de abandonar esas ideas, trató de repensar la revolución. Durante la década de 1950 llegó a la conclusión de que el nuevo escenario revolucionario no sería la fábrica, sino la ciudad; que el nuevo agente revolucionario no sería el trabajador industrial sino el ciudadano; que la institución básica de la nueva sociedad debe ser, no la dictadura del proletariado, sino la asamblea de ciudadanos en una democracia cara a cara; y que los límites del capitalismo eran sobre todo ecológicos.
 
Además, Bookchin concluyó que la tecnología moderna estaba eliminando la necesidad del trabajo (una condición que él llamó "post-escasez"), liberando a las personas para reconstruir la sociedad y participar en el autogobierno democrático. Desarrolló un programa para la creación de asambleas y confederaciones en barrios urbanos, pueblos y aldeas que, en varios momentos de su vida, llamó ecoanarquismo, municipalismo libertario o comunalismo.

En la década de 1970, surgieron nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, comunitarismo, ambientalismo) que aumentaron las esperanzas para el cumplimiento de este programa, pero finalmente no lograron generar una nueva dinámica revolucionaria. Hoy, 2015, cuando fue escrito este trabajo, el concepto de asambleas radicales de ciudadanos está ganando un renovado interés entre la izquierda internacional. Para esta nueva generación, me propongo a bosquejar el programa básico a medida que Bookchin lo desarrolló en las décadas de 1980 y 1990.

Municipalismo libertario

El ideal de la “comuna de comunas”, planteó Bookchin frente a muchos públicos y lectores, ha sido parte de la historia revolucionaria durante dos siglos: el ideal de las comunas descentralizadas, sin Estado y autogestionadas colectivamente, o de municipios libres, unidos en confederaciones. Los sans-culottes [2] de principios de 1790 habían gobernado el revolucionario París precisamente a través de asambleas. La Comuna de París de 1871 pidió “la autonomía absoluta de la comuna extendida a todas las localidades en Francia”. Los principales pensadores anarquistas del siglo XIX, Proudhon, Bakunin y Kropotkin, pidieron una federación de comunas.

El municipalismo libertario pretendía ser una expresión de esta tradición. En lugar de tratar de formar una máquina de partido para alcanzar el poder del Estado e instituir reformas desde arriba hacia abajo, aborda la pregunta que Aristóteles hizo hace dos mil años, el problema central de toda teoría política: ¿qué tipo de política permite del mejor modo el florecimiento de la vida humana comunal? Y la respuesta de Bookchin fue: la política en la que los ciudadanos empoderados manejan su vida comunitaria a través de democracia asamblearia.

Para Bookchin, la ciudad era la arena revolucionaria, mientras que la política ideal sería aquella en la que los ciudadanos empoderados administran su vida comunitaria a través de la democracia asamblearia.

Según Bookchin, la ciudad era la nueva arena revolucionaria, como lo había sido en el pasado. La izquierda del siglo XX, cegada por su compromiso con el proletariado y con la fábrica, había pasado por alto este hecho. Históricamente, la actividad revolucionaria en París, San Petersburgo y Barcelona se había basado al menos tanto en el barrio urbano como en el lugar de trabajo. Durante la Revolución
española de 1936-37, los amigos anarquistas de Durruti insistieron en que “el municipio es el auténtico gobierno revolucionario”.

Hoy en día, pensaba Bookchin, los barrios urbanos guardan recuerdos de antiguas libertades cívicas y de luchas libradas por los oprimidos. Si reviviésemos esos recuerdos y construyésemos sobre esas libertades, argumentó, podríamos resucitar el ámbito político local, la esfera cívica, como la arena para la autogestión política autoconsciente.

Gran parte de la vida social actual es trivial y vacía, señaló, en una modernidad que nos deja sin dirección y desarraigados, viviendo bajo Estados nacionales que nos hacen consumidores pasivos. El municipalismo libertario, por el contrario, presente en la tradición del humanismo cívico, ofrece una alternativa moral, otorgando el más alto valor a la participación ciudadana activa y responsable. La política, insiste, es demasiado importante para dejarla en manos de profesionales: debe convertirse en la provincia de la gente común y corriente, y cada ciudadano adulto es potencialmente competente para participar directamente en la política democrática.

La democracia asamblearia es un proceso civilizador que puede transformar a un grupo de individuos interesados solamente en sí mismos en un cuerpo político deliberativo, racional y ético. Al compartir la responsabilidad de la autogestión, los ciudadanos se dan cuenta de que pueden confiar unos en otros, y pueden ganarse la confianza entre ellos. El individuo y la comunidad se crean mutuamente en un proceso recíproco. Incrustar la vida social en formas de vida éticas e instituciones democráticas da como resultado una transformación tanto moral como material.

Donde ya existen asambleas, el municipalismo libertario apunta a expandir su potencial radical; donde antes existían, su objetivo es reavivarlas; y donde nunca existieron, su objetivo es crearlas por fin. Bookchin ofreció recomendaciones prácticas sobre cómo crear tales asambleas, que en 1996, en colaboración con él, resumí en un manual, comenzando con la autoeducación a través de grupos de estudio.

El proceso puede involucrar la presentación de candidatos para cargos electivos municipales en programas que exigen la devolución del poder a los vecindarios. Donde eso es imposible, las asambleas pueden formarse extralegalmente y esforzarse por alcanzar el poder conferido a través de la fuerza moral.

En las grandes ciudades, los activistas pueden establecer inicialmente asambleas en solo unos pocos barrios, que luego pueden servir como modelos para otros barrios. A medida que las asambleas ganen un poder real de facto, la participación ciudadana aumentará, mejorando aún más su poder. Finalmente, las normativas de la ciudad “city charters” [3] u otras constituciones serían alteradas para legitimar el poder de las asambleas en el autogobierno local.

Vida política democrática

En una reunión típica de la asamblea, se convoca a los ciudadanos a abordar un problema en particular, desarrollando un curso de acción o estableciendo una política. Desarrollan opciones y deliberan sobre las fortalezas y debilidades de cada uno, luego deciden por mayoría de votos. El proceso mismo de deliberar racionalmente, tomar decisiones pacíficamente e implementar sus elecciones de manera responsable desarrolla una estructura de carácter [character structure] en los ciudadanos (fortalezas personales y virtudes cívicas) que es adecuada a la vida política democrática.

Los ciudadanos se toman en serio la noción de que la supervivencia de su nueva comunidad política depende de la solidaridad, de su propia participación compartida en ella. Llegan a comprender que disfrutan de derechos en su sistema de gobierno, pero que también deben deberes a su comunidad y cumplen con sus responsabilidades sabiendo que tanto los derechos como los deberes son compartidos por todos.

La civilidad razonada es esencial para una participación democrática tolerante, funcional y creativa. Es un prerrequisito para la discusión constructiva y la deliberación. Es indispensable para superar los prejuicios personales y al espíritu de venganza, y para resistir los llamamientos a la codicia [cupidity] y la avaricia [greed], en aras de preservar la naturaleza cooperativa de la comunidad.

Una cosa de la que no depende la democracia directa es de la homogeneidad étnica: ni sus prácticas ni sus virtudes son propiedad exclusiva de ningún grupo étnico. Una política democrática racional proporciona los espacios públicos donde el entendimiento mutuo entre personas de diferentes etnias puede crecer y florecer: sus procedimientos neutrales permiten a los miembros de los grupos étnicos articular sus problemas específicos en el intercambio de ideas. En este contexto compartido, las personas de todas las culturas pueden desarrollar modestia sobre sus propios supuestos culturales y lograr un reconocimiento común de un interés general, especialmente en función de las preocupaciones ambientales y comunales.

Es de esperar que las decisiones de las asambleas se guíen por criterios racionales y ecológicos. El ethos de la responsabilidad pública podría evitar la adquisición derrochadora, exclusiva e irresponsable de bienes, la destrucción ecológica y las violaciones de los derechos humanos. Los ciudadanos en las asambleas podrían asegurar conscientemente que la vida económica se adhiere a los preceptos éticos de cooperación y participación, creando lo que Bookchin llamó una economía moral en lugar de una economía de mercado.

Las nociones clásicas de límite y equilibrio reemplazarían el imperativo capitalista de expandirse y competir en la búsqueda de ganancias. La comunidad valoraría a las personas, no por sus niveles de producción y consumo, sino por sus contribuciones positivas a la solidaridad comunitaria.

Descentralización y confederación

Para apoyar el autogobierno democrático, la vida política municipal debería ser reescalada a dimensiones más pequeñas: las grandes ciudades tendrán que descentralizarse política y administrativamente en municipios de un tamaño manejable, en barrios. La forma física de la ciudad podría descentralizarse también. Al descentralizar las ciudades y reescalar los recursos tecnológicos a lo largo de líneas ecológicas, el municipalismo libertario propone llevar a la ciudad y al país a un equilibrio creativo.

La descentralización, sin embargo, no presupone la autarquía. Cualquier comunidad individual dada, en lo que respecta a los medios de vida, necesita más recursos y materias primas que las que se encuentran dentro de sus propias fronteras. Los municipios son necesariamente interdependientes, especialmente en la vida económica. La interdependencia económica es una función no de la economía de mercado competitiva o del capitalismo, sino de la vida social como tal: es simplemente un hecho.

La cooperación organizada es, por tanto, necesaria, y Bookchin argumentó que hacer esto posible requiere la forma institucional de una confederación, una unión lateral en la que varias entidades políticas se combinan para formar un todo más amplio, como la ciudad o la región. Los barrios democratizados no se disuelven en la confederación, sino que conservan su identidad distintiva mientras se entrelazan para abordar su vida municipal o regional compartida.

Las asambleas envían delegados a un consejo confederal para coordinar y administrar las políticas que las asambleas han establecido, para conciliar (con aprobación de las bases) las diferencias entre ellas y llevarlas a cabo. Los delegados no son encargados de formular políticas, sino que son responsables ante las asambleas que los eligieron, y tienen un mandato imperativo, inmediatamente revocable a discreción de las asambleas.

Los consejos confederales existen únicamente para fines administrativos y adjudicativos. Conscientemente formados para expresar y acomodar la interdependencia, y asegurar que el poder fluya de abajo hacia arriba. Encarnan, por esto, el sueño revolucionario de una “comuna de comunas”.

Propiedad comunitaria

La vida económica que promueve el municipalismo libertario no está nacionalizada (como en el socialismo de Estado), ni puesta en manos de los trabajadores de cada fábrica (como en el sindicalismo), ni de propiedad privada (como en el capitalismo), ni reducida a pequeñas cooperativas propietarias (como en comunitarismo). Más bien, está municipalizada, es decir, se coloca bajo “propiedad” de la comunidad en forma de asambleas de ciudadanos.

Todos los principales activos económicos serían expropiados y entregados a los ciudadanos en sus municipios confederados. Los ciudadanos, los “propietarios” colectivos de los recursos económicos de su comunidad, formulan políticas económicas persiguiendo interés de la comunidad en su conjunto. Es decir, las decisiones que se toman no serían guiadas por los intereses de la empresa o los de una vocación específica, que pueden volverse estrechos, particulares u orientados sólo al lucro, sino por las necesidades de la comunidad. Así, los miembros de un lugar de trabajo particular ayudarían a formular políticas no solo para ese lugar de trabajo sino para todos los demás lugares de trabajo en la comunidad; y ellos no participarían como trabajadores, agricultores, técnicos, ingenieros o profesionales, sino como ciudadanos.

La asamblea tomaría decisiones sobre la distribución de los medios de vida materiales entre todos los barrios de un municipio y entre todos los municipios de una región, donde se puede utilizar en beneficio de todos, de acuerdo con la máxima de los movimientos comunistas del siglo XIX: “de cada uno según su capacidad y para cada uno según su necesidad”. Todos en la comunidad tendrían acceso a los medios de vida, independientemente del trabajo que él o ella fuera capaz de realizar. La asamblea determinaría racionalmente los niveles de necesidad.

La vida económica como tal se incluiría en el ámbito político, absorbida como parte de los asuntos públicos de las asambleas confederadas. Si un municipio intentara absorberse a expensas de otros, sus confederados tendrían el derecho de evitar que lo haga. Ni la fábrica, ni la tierra podrían volver a ser una unidad competitiva separada con sus propios intereses particulares.

Hoy, argumentó Bookchin durante mucho tiempo, las tecnologías productivas se han desarrollado lo suficiente como para hacer posible una inmensa expansión del tiempo libre, a través de la automatización de las tareas que alguna vez fueron realizadas por el trabajo humano. Los medios básicos para eliminar el trabajo extenuante [toil] y el trabajo pesado [drudgery], que además son para vivir con comodidad y seguridad, racional y ecológicamente, y para atender los fines sociales más que los meramente privados, están potencialmente disponibles para todos los pueblos del mundo. En la sociedad actual, la automatización ha creado dificultades sociales, como la pobreza que resulta del desempleo debido a que las corporaciones prefieren las máquinas al trabajo humano para reducir los costos de producción. Pero en una sociedad racional, las tecnologías productivas podrían usarse para crear tiempo libre en lugar de miseria. Sería usada la infraestructura tecnológica de hoy para satisfacer las necesidades básicas de la vida y eliminar el trabajo oneroso en lugar de servir a los imperativos del capitalismo. Los hombres y las mujeres tendrían el tiempo libre para participar en la vida política y disfrutar también de una vida personal rica y significativa.

Milicias de ciudadanos

A medida que más y más municipios se democratizasen y formasen confederaciones, observó Bookchin, su poder compartido constituiría una amenaza tanto para el Estado como para el sistema capitalista. Resolver esta situación inestable podría implicar una confrontación, ya que la estructura de poder existente seguramente se movería contra el sistema de gobierno autónomo. Bookchin pensaba que las asambleas tendrían que crear una guardia armada o una milicia ciudadana para proteger sus libertades recién descubiertas.

En este respecto, él se alinea con la comprensión de larga data del movimiento socialista internacional de que el pueblo armado, las milicias de los ciudadanos como una alternativa a los ejércitos permanentes, era una condición sine qua non para una sociedad libre. Bakunin, por ejemplo, escribió en la década de 1860: “Todos los ciudadanos que estén en condiciones de hacerlo, deberían, si es necesario, tomar las armas para defender sus hogares y su libertad. La defensa y el equipo militar de cada país deben ser organizados localmente por la comuna, o provincialmente, de manera similar a las milicias en Suiza o los Estados Unidos”.

La milicia de los ciudadanos no es simplemente una fuerza militar, sino que también manifiesta el poder de una ciudadanía libre, lo que refleja su determinación de hacer valer sus derechos y su compromiso con su nueva dispensación política. La milicia o guardia cívica estaría organizada democráticamente, con oficiales elegidos tanto por la milicia como por la asamblea de ciudadanos, y existiría bajo la estrecha supervisión de las asambleas de ciudadanos.

Es posible que la confrontación armada sea innecesaria, observó Bookchin, ya que la existencia  misma de la democracia directa podría “vaciar” el propio poder del Estado, deslegitimando su autoridad y ganando a la mayoría de la gente a las nuevas instituciones cívicas y confederales. Cuanto más grandes y numerosas se vuelvan las confederaciones municipales, mayor será su potencial para constituir un poder dual (para usar la frase de Trotsky) o un contrapoder para el Estado-nación. Expresando la voluntad del pueblo, la confederación podría constituir una palanca para la transferencia del poder.

Con o sin confrontación armada, el poder se desviaría del Estado y pasaría a manos del pueblo y sus asambleas confederadas. En París en 1789 y en Petrogrado en febrero de 1917, la autoridad estatal simplemente colapsó frente a una confrontación revolucionaria. Tan vacío estaba el poder de las aparentemente poderosas monarquías francesas y rusas que cuando el pueblo revolucionario los desafió, se derrumbaron. En ambos casos, y esto es crucial, los soldados ordinarios de las fuerzas armadas adhirieron al movimiento revolucionario. También hoy, pensaba Bookchin, sería decisivo que las fuerzas armadas existentes cruzaran del lado del Estado al lado del pueblo.

Aprovechando el momento revolucionario

Bookchin enfatizó en repetidas veces en sus últimos años que para que una revolución tenga éxito, la historia debe estar de su lado. El éxito no es posible en todo momento; además de la voluntad de los individuos, también deben actuar grandes fuerzas sociales.

Pero, con demasiada frecuencia, cuando una revolución está en el horizonte, la gente no está lista para ella. En los “momentos revolucionarios”, como los llamaba Bookchin, en el momento en que estalla una crisis social o política, las personas salen a las calles y manifiestan su rabia. Sin embargo, sin la existencia de instituciones revolucionarias para encarnar una alternativa, terminan preguntándose qué se puede hacer. Cuando se produce un momento revolucionario, es demasiado tarde para crear tales instituciones.

Es imposible predecir, insistió Bookchin, cuándo ocurrirán las crisis sociales, por lo que las instituciones emancipadoras deben crearse conscientemente antes del momento revolucionario, a través de un trabajo molecular minucioso. Instó a sus estudiantes a comenzar a crear las instituciones de la nueva sociedad dentro del cascaron de la antigua, para que estén en su lugar en el momento de la crisis.

Los arquitectos de la revolución de Rojava entendieron este punto claramente. A principios de la década de 2000, incluso cuando el brutal régimen de Assad proscribió la actividad política, el sindicato de mujeres Yekitîya Star y el PYD [4] comenzaron a organizarse clandestinamente, de acuerdo con la ideología del confederalismo democrático, la nueva ideología del PKK [5]. En marzo de 2011 comenzó el levantamiento sirio, lo que permitió una organización más abierta, y se lanzaron con toda su fuerza: el Consejo Popular del Kurdistán Occidental (MGRK) creó consejos en barrios, aldeas, distritos y regiones.

Los ciudadanos ingresaron a estas instituciones alternativas, tanto que se creó un nuevo nivel, la calle residencial, que se convirtió en el hogar de la comuna, la verdadera asamblea de ciudadanos. Cuando el momento revolucionario de Rojava ocurrió en julio de 2012, cuando el régimen de Assad evacuó la región, el proceso había estado en marcha durante más de un año, y se habían establecido sus bases: el sistema del consejo democrático estaba en su lugar y contaba con el apoyo del pueblo.

El próximo desafío no será sólo sobrevivir en la guerra contra los yihadistas, sino garantizar que el poder continúe fluyendo de abajo hacia arriba. Para el resto del mundo, la revolución de Rojava ofrece una importante lección sobre la necesidad de una preparación anticipada. Si bien los activistas occidentales a menudo enfrentan represión, no se enfrentan a nada parecido a la brutalidad de la dictadura de Assad, y tienen la relativa libertad para comenzar a crear nuevas instituciones ahora mismo.

La cuestión del poder

Bookchin descubrió con frustración que muchos activistas en los movimientos sociales de hoy consideran el poder mismo como un mal maligno, algo que debe ser abolido o evitado como moralmente impuro. Se opuso con vehemencia a esta noción, al final de la vida, insistiendo en que el poder no es ni bueno ni malo, simplemente es. La cuestión pertinente no es si existirá (existirá, siempre) sino si está en manos de las élites o en manos del pueblo, y los propósitos e intereses para los que se ejerce.

Ilustra Bookchin este punto comentando una historia de la Revolución española de 1936-37. En las décadas anteriores, los anarquistas españoles habían construido una institución revolucionaria fuerte, la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), el sindicato anarcosindicalista más grande del mundo. El 21 de julio de 1936, cuando los generales de Franco estaban invadiendo gran parte de España con la intención de destruir la República española en favor de una dictadura militar, los trabajadores de Barcelona, organizados por la CNT, formaron milicias armadas, y en algunos lugares, especialmente en Cataluña, consiguieron hacer retroceder a los reaccionarios franquistas.

Una vez las cosas se calmaron, los trabajadores y campesinos tenían el poder de facto en Cataluña. Habían colectivizado los lugares de trabajo tanto en fábricas como barrios urbanos; en el campo, colectivizaron la tierra. Además establecieron una red de comités autónomos para manejar defensa, suministros y transporte. Estas instituciones de abajo hacia arriba constituyeron un verdadero gobierno revolucionario. A través de ellos, los trabajadores y los campesinos no destruyeron el poder; en virtud de su autoorganización y su éxito militar, lo sostuvieron. Fue, pensaba Bookchin, uno de los mayores momentos revolucionarios del siglo XX, de hecho en toda la historia revolucionaria.

Para obtener orientación sobre cómo administrar ese poder, los trabajadores y campesinos acudieron a la CNT, que el 23 de julio convocó una asamblea o plenario cerca de Barcelona para discutir el asunto. Algunos delegados argumentaron apasionadamente que la CNT debería aprobar a los colectivos y comités como un gobierno revolucionario y proclamar el comunismo libertario [6]. Pero otros argumentaron que tal movimiento constituiría una “toma del poder bolchevique”. En cambio, instaron a la CNT a unirse a todos los otros partidos antifascistas (liberales burgueses, socialistas e incluso estalinistas) y formar un gobierno de coalición regional en Cataluña.

El pleno de la CNT perdió su nervio revolucionario y eligió el segundo curso. Trágicamente, en esencia transfirió el poder del autogobierno de facto al gobierno de coalición, que realmente era un nuevo Estado regional. Posteriormente, este Estado catalán consolidó su poder, restaurando las viejas fuerzas policiales e incluso permitiéndole a los estalinistas ir a sus anchas. En unos pocos meses, los estalinistas suprimieron los comités de trabajadores y campesinos, demolieron la revolución y arrestaron a sus partidarios.

Bookchin, por supuesto, pensó que los anarquistas catalanes de 1936 debieron haber proclamado el comunismo libertario cuando tuvieron la oportunidad. Pero la teoría anarquista les había enseñado a rechazar todo poder como maligno en lugar de abrazar el poder popular basado en el pueblo. Los amigos de Durruti, a quienes Bookchin admiraba, atribuyeron el fracaso de la revolución de julio de 1936 a su falta de “un programa concreto. No teníamos idea a dónde íbamos. Teníamos mucho romanticismo; pero cuando todo estaba dicho y hecho, no sabíamos qué hacer con nuestras masas de trabajadores o cómo dar sustancia al derrame popular que estalló dentro de nuestras organizaciones. Al no saber qué hacer, entregamos la revolución en bandeja a la burguesía y los marxistas”.

Con el municipalismo libertario, Bookchin buscó proveer la teoría libertaria del poder que se necesitaba en 1936-37. Así también hizo Öcalan con el confederalismo democrático. Armados con teorías libertarias del poder, podemos esperar que en el futuro tales momentos revolucionarios no se pierdan trágicamente una vez más.

¡Radicaliza la democracia!

El Estado-nación y el sistema capitalista no pueden sobrevivir indefinidamente. En todo el mundo, las divisiones entre ricos y pobres se han ampliado hasta convertirse en un abismo enorme, y todo el sistema está en curso de colisión con la biosfera.

El imperativo del capitalismo de crecer o morir, que busca ganancias para la expansión del capital a expensas de todas las demás consideraciones, está radicalmente en desacuerdo con las realidades prácticas de la interdependencia y el límite, tanto en términos sociales como en términos de la capacidad del planeta para sostener la vida. El calentamiento global ya está causando estragos, causando el aumento del nivel del mar, extremos climáticos catastróficos, epidemias de enfermedades infecciosas y la disminución de la tierra cultivable.

Para Bookchin, la elección era clara: o las personas establecen una sociedad democrática, cooperativa y ecológica, o los cimientos ecológicos de la sociedad simplemente van a colapsar. La recuperación de la política y la ciudadanía era, por lo tanto, para él no solo una condición previa para una sociedad libre: era una condición previa para nuestra supervivencia como especie. La cuestión ecológica exige una reconstrucción fundamental de la sociedad, en líneas que sean cooperativas en lugar de competitivas, democráticas en lugar de autoritarias, comunitarias en lugar de individualistas, sobre todo eliminando el sistema capitalista que está causando estragos en la biosfera.

Bookchin creía que el deseo de preservar la biosfera sería universal entre las personas racionales, que la necesidad de comunidad permanecería en el espíritu humano, surgiendo a lo largo de los siglos en tiempos de crisis social. En lo que respecta a la economía capitalista, no debe olvidarse que tiene poco más de dos siglos. En la economía mixta que la precedió, la cultura restringió los deseos de adquisición, y podría hacerlo una vez más, reforzado por una tecnología posterior a la escasez.

La demanda de una sociedad racional nos convoca a ser seres racionales, a vivir a la altura de nuestros potenciales humanos únicos y construir la comuna de comunas. Argumentó Bookchin que en muchos lugares las viejas instituciones democráticas persisten dentro de los soportes de los estados republicanos de hoy. La comuna yace escondida y distorsionada en el ayuntamiento; el conjunto seccional yace escondido y distorsionado en el vecindario; la reunión del pueblo yace escondida y distorsionada en el municipio; y las confederaciones municipales yacen ocultas y distorsionadas en las asociaciones regionales de pueblos y ciudades.

Al desenterrar, renovar y construir sobre estas instituciones ocultas donde existen, y construirlas donde no existen, podemos crear las condiciones para una nueva sociedad que sea democrática, ecológica, racional y no jerárquica. De ahí la consigna con la que Bookchin cerró tantas de sus prédicas inspiradoras: “¡Democratiza la república! ¡Radicaliza la democracia!”.

Notas:

[1] Original en inglés: Biehl, Janet, “Bookchin’s Revolutionary Program”, ROAR Magazine, n° 0.

[2] Los sans-culottes, literalmente “sin calzones”, eran aquellos sectores de menores ingresos durante la Francia del siglo XVIII. El ejército revolucionario de la Revolución francesa estaba principalmente compuesto por personas de este sector social. El nombre es referencia a los culottes, la prenda de vestir que podían utilizar los sectores más acomodados de la sociedad.

[3] “City charters” es una expresión que refiere a leyes que sólo competen a la ciudad y no al Estado en su conjunto.

[4] Partido de Unión Democrática. PYD por sus siglas en kurdo, Partiya Yekîtiya Demokrat.

[5] Partido de los Trabajadores de Kurdistán. PKK por sus siglas en kurdo, Partiya Karkerên Kurdistan.

[6] En español en el original, así como en todas las otras ocasiones que figura la expresión “comunismo libertario”.



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