René Ayala
El racismo está vivo, y lo practican las elites mestizas que se creen blancas en nuestro caso, pero también son negros los que se han robado los recursos de su gente y se acomodan al círculo del poder, y algunos son renegados que traicionan a su pueblo como la malinche y estafan a sus comunidades.
Una ola de protestas se desató en el mundo occidental después del asesinato del afroamericano George Floyd en un acto de intolerancia racista de la policía de Minneapolis el pasado 25 de mayo.
El racismo está vivo, y lo practican las elites mestizas que se creen blancas en nuestro caso, pero también son negros los que se han robado los recursos de su gente y se acomodan al círculo del poder, y algunos son renegados que traicionan a su pueblo como la malinche y estafan a sus comunidades.
Una ola de protestas se desató en el mundo occidental después del asesinato del afroamericano George Floyd en un acto de intolerancia racista de la policía de Minneapolis el pasado 25 de mayo.
El grito desesperado de Floyd, “no puedo respirar”, se convirtió en una consigna que movilizó a millones de personas, y el lema “Black lives matter” resonó en las principales ciudades de los EEUU, Inglaterra, Francia, Alemania y Australia. Los diarios del mundo titularon en repulsa al crimen y se desataron acciones populares contra el racismo, derribando así odiosos símbolos de la infame práctica y estatuas que homenajeaban a los referentes del esclavismo.
La ira popular descabezó los monumentos al navegante que encontró accidentalmente al continente americano imponiendo el colonialismo violento y avasallante, y hasta bibliotecas del país del norte con nombres de presidentes retiraron la mención de sus referentes, como en la Universidad de Princeton, que denostó de Woodrow Wilson, fundador de la Sociedad de Naciones después de la Primera Guerra Mundial, pero racista inveterado y padre de las leyes segregacionistas en los EEUU. De la misma forma en el Reino Unido la furia de la turba enardecida frente a la vileza de la horrenda práctica, promovida por el imperio desde su irrupción, destruyó esculturas de nobles y comerciantes siempre bien ponderados, por haber sido promotores del comercio de personas hace trescientos años.
Una marea iconoclasta provocada por el mediático e infame crimen visibilizó una lucha histórica de los negros norteamericanos, y en las cadenas internacionales y servicios informativos vimos al pueblo gringo volcado en las calles, en barricadas y tropeles callejeros, pintando cada esquina con la sigla ACAB, que denota la lucha contra la brutalidad policial, “All cops are bastards”, un levantamiento en las entrañas del monstruo, algo nunca visto, sentenciaron analistas de todas las orillas.
Pero en realidad las acciones de masas contra el racismo a las que asistimos ni son las primeras, ni son las más combativas. Los disturbios o revueltas raciales, como son conocidas estas movilizaciones, tienen antecedentes en los años sesenta en medio del movimiento por los derechos civiles, que tuvieron como desenlaces trágicos el asesinato de referentes de esas luchas como Malcolm X en el 65, y Martin Luther King en el 68, y las más cercanas luchas callejeras con cientos de muertos como en el 92 en Los Ángeles después del asesinato de Rodney King, 96 en la Florida, 2001 en Cincinnati, 2015 en Ferguson Missouri y Baltimore, 2016 en Milwaukee y Charlotte, Carolina del Norte.
Eventos que fueron respuesta a los crímenes ejecutados por policías, tanto blancos como negros. Pero a pesar de la contundente ira popular contra esos símbolos, en Inglaterra sigue impoluta la bandera de un imperio que en Asia y África instituyó el esclavismo como forma de comercio, y en Bélgica la institución de la monarquía esta incólume a pesar de imponer un sanguinario régimen de esclavización a los habitantes del Congo, en Francia el tricolor y la Marsellesa. que se izaban y entonaban mientras pisoteaban a los pueblos senegalés y argelino, siguen siendo símbolo de modernidad, y en Holanda nadie ha osado en destruir un molino a pesar de ser el símbolo del país natal de los boers, quienes creyéndose una raza superior negaron durante más de un siglo los derechos del pueblo sudafricano.
Porque el racismo es cuestión ideológica, no de color. Ni siquiera fue superado en el advenimiento de un modo social de producción nuevo que enterró el esclavismo, en Europa la expulsión de judíos y pogromos fueron una constante durante 400 años, y hace menos de un siglo, un país y su pueblo, instituyeron un plan macabro para destruirlos como raza. En la Europa moderna y tan civilizada, en los subterráneos de edificios de las grandes capitales, aún hay personas de origen latino, europeos del este, asiáticos y negros, sometidos a condiciones infrahumanas en un estado de servilismo para maquilas de grandes marcas, o para ejercer trabajo esclavo.
Estados Unidos tuvo presidente negro, hijo de musulmán, y no por ello se transformó el trasfondo de una sociedad que excluye, segrega y esclaviza en pleno siglo XXI a negros, hispanos y emigrantes indocumentados.
El racismo es la exclusión, donde el capital, que no siempre es blanco, porque no tiene ni raza ni bandera, somete de manera despreciable a cientos de millones de personas y las separa socialmente para, a partir del sometimiento, seguir en su desaforada lógica de acumulación.
Pero claro, el blanco caucásico, supremacista, reaccionario, es un referente del racismo como expresión ideológica, y en su visión retardataria y enfermiza ha impulsado movimientos criminales que han desatado terribles tragedias para la humanidad, pero son eso, grupos de sectas que creen en teorías conspirativas y encubren con discursos religiosos su odio a la diferencia y su complejo delirante creyéndose superiores.
Son funcionales al racismo estructurado en el modelo, el racismo cotidiano, el que condena en EEUU a miles de afroamericanos e hispanos a la cárcel, a la pobreza, a la exclusión social, mientras en la elite hegemónica, latinos republicanos y de derecha y negros ultramillonarios, que hacen su capital explotando a sus pares de color, se embriagan en las fiestas del jet set blanco gringo.
Aquí, en esta esquina de Sudamérica difícilmente hay blancos puros, según el criterio de los supremacistas, algunos reclaman su pureza hispánica, desconociendo que somos hijos de la violencia española que impuso el mestizaje. No es necesario. El racismo, insisto, no depende del color, ni la procedencia, y Colombia es profundamente racista, imponiendo una odiosa y criminal segregación a sus indígenas, negros, mestizos y aun a los que se creen blancos.
Aquí es pan de cada día un acontecimiento bárbaro como el asesinato de Floyd. Casi al mismo tiempo de acontecido el crimen, en Puerto Tejada, Cauca, los jóvenes afros Ánderson Arboleda y Jánner García fueron asesinados en estado de indefensión por la Policía, pero ya en diciembre en el centro de Bogotá el joven mestizo Dilan Cruz había sido asesinado por unidades del Esmad. Este año cuatro campesinos fueron asesinados por unidades militares en operativos de erradicación y apenas el fin de semana fue destrozado con balas de fusil por una patrulla del Ejército el joven Salvador Jaimes en el Catatumbo.
Las fuerzas militares de un estado tienen el deber constitucional de velar por la integridad de los ciudadanos, aquí y en los Estados Unidos, pero fueron responsables de estos crímenes, donde ejecutaron ciudadanos que debieron ser respetados y protegidos.
Qué decir de la infame agresión sexual recurrente contra mujeres y niñas indígenas de la que son responsables los consabidos soldados de la patria, jóvenes y mestizos, que sometieron a vejaciones a personas vulnerables. ¿Son seres malvados? ¿Son supremacistas blancos? No, son racistas, no porque tengan esa distorsión ideológica, sino porque representan el poder de un modelo excluyente, que promueve el odio, que oprime, que segrega, que se supone superior, y la estructura militar sobre la que se erige tiene ese carácter, es una expresión ideológica de la hegemonía que impone la exclusión como mecanismo de dominación.
En Colombia Simón Bolívar desde 1816, en consecuencia con la revolución haitiana y su compromiso con su líder Alexandre Petion, decretó la libertad absoluta de los esclavos, luego ratificada en 1819 en Angostura. Los terratenientes mestizos se opusieron y, como su proyecto liberador, la aspiración abolicionista fue derrotada. Ya desde la colonia española los indígenas habían sido liberados de la deshonrosa condición de esclavos, pero solo en 1851 José Hilario López, apoyado por las sociedades democráticas de artesanos liberales radicales, logró poner en vigencia la ley de manumisión que abolió la esclavitud, no sin antes derrotar a los conservadores que se levantaron en guerra civil para mantener la esclavitud en sus grandes extensiones de tierra en el sur del país.
Hace más de doscientos años se luchó contra esta ignominia, hace más de cien se desterró este comportamiento tolerado y articulado a los poderes más reaccionarios, pero no por ello se desmantelo el racismo. Ese perdura, donde los indios están confinados en la periferia y sometidos a la miseria y el olvido, los negros excluidos y despreciados históricamente como las regiones donde su población es mayoría, como el Chocó y el Pacifico nariñense, que están condenados a la penuria de la miseria y la guerra.
O el racismo evidente contra los mestizos de los cordones de miseria de las grandes urbes, que siguen atrapados en la perversa discriminación económica, condenados a la pobreza eterna, pero también el que aparta socialmente a los que se creen blancos sentenciándolos a la precariedad creciente por la ausencia de trabajo, o el mal pago de su esfuerzo.
El racismo está vivo, y lo practican las elites mestizas que se creen blancas en nuestro caso, pero también son negros los que se han robado los recursos de su gente y se acomodan al círculo del poder, y algunos son renegados que traicionan a su pueblo como la malinche y estafan a sus comunidades articulándose a quienes han expoliado a sus hermanos de raza. Y sí, son mestizos que se creen blancos esos cientos de miles de excluidos y pobres, quienes votan, defienden, y denostan de quien se reclama diferente, para sostener ese régimen odioso, perverso y racista, donde no imponen el supremacismo blanco, sino la exclusión perversa del poder latifundista, que añora ser blanco y gringo sin importar su color de piel. Al final aquí por ello matan a George Floyd todos los días.
[Tomado de https://prensarural.org/spip/spip.php?article25610.]
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