Elisée Reclus (1830-1905)
La anarquía no es una teoría
nueva. La palabra misma, tomada en su acepción de “ausencia de gobierno”, de
“sociedad sin jefes”, es de origen antiguo y fue empleada mucho antes de
Proudhon.
Por otra parte, ¿qué importan las
palabras? Antes de los anarquistas existieron “ácratas”, y se habían sucedido
ya muchas generaciones cuando éstos imaginaron su nombre de formación erudita. Siempre
ha habido hombres libres, despreciadores de la ley, gentes que han vivido sin
amos, según el derecho primordial de su existencia y de su pensamiento. En los
tiempos primitivos encontramos en todas partes tribus compuestas de hombres que
se rigen a su modo, sin leyes impuestas ni otra regla de conducta que “su
querer y libre voluntad”, según dijo Rabelais, e impulsados también por el
deseo de fundar la “fe profunda”, como los “caballeros tan bizarros” y las “damas
tan graciosas” que se reunieron en la abadía de Thelème.
Pero si la anarquía es tan antigua
como la humanidad, al menos los que la representan aportan algo nuevo, puesto
que tienen la conciencia precisa del fin que se proponen y desde un extremo al otro
de la tierra están de acuerdo dentro de su ideal para rechazar toda forma de
gobierno. El sueño de la libertad ha dejado de ser una pura utopía filosófica y
literaria, como lo era para los fundadores de las ciudades del Sol o de las
nuevas Jerusalén, y ha llegado a ser un fin práctico, activamente buscado por
multitudes de hombres que unidos y resueltos colaboran al advenimiento de una
sociedad en la que no habrá amos, ni conservadores oficiales de la moral
pública, ni carceleros, ni verdugos, ni ricos, ni pobres, sino hermanos que
tendrán todos su pan cotidiano, iguales en derechos, manteniéndose en paz y en
cordial unión, no por obediencia a las leyes, acompañadas siempre de terribles
amenazas, sino por el respeto mutuo de intereses y por la observación científica
de las leyes naturales.
Sin duda este ideal parece
quimérico a muchos de vosotros, pero estoy seguro también de que la mayor parte
lo considera deseable y de que entrevéis a lo lejos la imagen etérea de una
sociedad pacífica, en que los hombres, ya reconciliados, dejarán oxidarse las
espadas, fundirán los cañones y desarmarán los barcos de guerra. Además, ¿no
sois vosotros de los que desde hace miles de años, según decís, trabajáis para
construir el templo de la Igualdad? Vosotros sois maçons (albañiles) con el solo fin de maçonner (construir) un edificio de proporciones regulares, donde
sólo entren los hombres libres, iguales y hermanos, trabajando sin cesar en su
perfeccionamiento y renaciendo por la fuerza del amor a una vida nueva de
justicia y de bondad. Está muy bien esto, seguramente, y no estáis solos. De
ninguna manera pretendéis el monopolio del espíritu de progreso y renovación.
No cometéis ni siquiera la injusticia de olvidar a vuestros especiales
adversarios, los que os maldicen y excomulgan, los católicos ardientes que
envían al infierno a los enemigos de la Santa Iglesia, pero que también
profetizan la venida de una edad de paz definitiva. Francisco de Asís, Catalina
de Siena, Teresa de Ávila y otros muchos fieles de una fe que no es la vuestra,
amaron ciertamente a la humanidad con el amor más sincero. Y ahora los miles y
millones de socialistas, a cualquier escuela que pertenezcan, luchan también
por un porvenir en que el poder del capital será destruido y en que los hombres
podrán por fin llamarse “iguales” sin ironía.
El ideal de los anarquistas es,
por tanto, el mismo de muchos hombres generosos, pertenecientes a las
religiones, a las sectas, a los partidos más diversos, pero los anarquistas se
distinguen claramente por sus medios, como indica su nombre, sin dejar lugar a
dudas ni al equívoco. La conquista del poder fue casi siempre la gran
preocupación de los revolucionarios, hasta de los mejor intencionados. La
educación recibida no les permitía imaginarse una sociedad libre, funcionando
sin un gobierno regular, y en cuanto habían derribado a los amos odiados, se
apresuraban a reemplazarles por otros amos, destinados, según la fórmula
consagrada, “a hacer la felicidad del pueblo”.
Corrientemente, no se permitían
preparar ni un simple cambio de príncipe o de dinastía sin haber hecho homenaje
de su obediencia a un soberano futuro. “El rey ha muerto. ¡Viva el rey!”,
gritaban los súbditos, siempre fieles, hasta en su rebeldía. Durante siglos y
siglos éste ha sido indefectiblemente el curso de la historia. “¿Cómo se podría
vivir sin amos?”, decían los esclavos, las esposas, los niños, los trabajadores
de las ciudades y de los campos, y deliberadamente ponían la cabeza bajo el
yugo como el buey que arrastra el arado. Recordemos a los sublevados de 1830,
que reclamaban “la mejor de las repúblicas” en la persona de un nuevo rey, y a
los republicanos de 1848 retirándose discretamente a sus buhardillas después de
haber puesto “tres meses de miseria al servicio del gobierno provisional”. Al
mismo tiempo estallaba una revolución en Alemania y se reunía un Parlamento
popular en Fráncfort. “La antigua autoridad es un cadáver”, decía uno de los representantes.
“Sí —replicó el presidente—; pero nosotros vamos a resucitarla. Llamaremos a hombres
nuevos que sabrán reconquistar para el poder la confianza de la nación.” Hay
que repetir el verso de Víctor Hugo: “Un viejo instinto humano conduce a la
bajeza”.
Contra ese instinto la anarquía
representa verdaderamente un espíritu nuevo. No se puede reprochar a los
anarquistas que traten de desembarazarse de un gobierno para sustituirle:
“Quítate tú, para ponerme yo”, es una frase que les repugna, y por adelantado
avergüenzan, menosprecian o compadecen al compañero que, picado de la tarántula
del poder, se permite solicitar algún cargo con el pretexto de hacer, él
también, “la felicidad de sus conciudadanos”. Los anarquistas entienden,
apoyándose en la observación, que el Estado, con cuanto de él depende, no es
una pura entidad o una fórmula filosófica, sino un conjunto de individuos colocados
en un medio especial, cuya influencia sufren. Estos, elevados en dignidad, en
poder, en tratamiento, por encima de sus conciudadanos, son por esto mismo forzados,
por decirlo así, a creerse superiores al común de las gentes; sin embargo, las
tentaciones de todas clases que les asedian les hacen caer casi fatalmente por
debajo del nivel general. Esto es lo que repetimos sin cesar a nuestros
hermanos —a veces hermanos enemigos— los socialistas de Estado: “Tened cuidado
con vuestros jefes y mandatarios. Seguramente están animados, como vosotros, de
las más puras intenciones; desean ardientemente la supresión de la propiedad
privada y del Estado tiránico; pero las relaciones, las circunstancias nuevas,
les modifican poco a poco; su moral cambia con sus intereses, y, creyéndose
siempre fieles a la causa de sus representados, llegan a ser forzosamente
infieles. También ellos, detentadores del poder, habrán de servirse de los
instrumentos del poder: ejército, moralistas, magistrados, guardias y
policías”. Hace más de tres mil años el poeta indio del Mahá Bhárata formuló la
experiencia de los siglos: “El hombre que pasea en el carro triunfal no será
nunca el amigo del hombre que va a pie”.
[Tomado del folleto El ideal
anarquista, que en versión completa es accesible en https://drive.google.com/file/d/1JCfdpjTAo8yOPH57vfpTJZvIBkxWaa8q/view.]
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