Laura Vicente
Emma
Goldman murió en Toronto (Canadá)
el 14 de mayo de 1940. Por esas
fechas era una mujer avejentada y cansada, pero murió activa y celebrando la vida pese a la gran decepción
que le ocasionó la derrota de la Revolución y la Guerra Civil española en abril de 1939.
Para recordarla, y pensarla en
presente, en estos ochenta años
transcurridos desde su muerte,
y en plena pandemia del
COVID-19, nos gustaría hablar de
ella desde su vida más que desde su pensamiento. Y esto pese a que hacer esa separación
entre vida y pensamiento no parece
tener sentido en ella, así lo escribía con su característico apasionamiento: «(...) sabía que lo personal jugaría siempre un papel dominante en mi vida. No estaba cortada de una sola pieza (...).Hacía tiempo que me había dado cuenta de que estaba hecha de diferentes madejas,
cada una diferente a la otra en tono y
textura. Hasta el fin de mis días estaría
dividida entre el anhelo por una vida personal y la necesidad de darlo todo a mi ideal» [1].
La mejor manera de acercase a la
vida de Emma Goldman es leer su
libro Viviendo mi vida, una autobiografía publicada en 1931
dividida en dos tomos. El primero
abarca desde su nacimiento en1869
en Kaunas (Lituania) hasta 1912. El
segundo contempla un periodo más
breve, desde 1912 a 1928, y engloba un
momento especialmente conflictivo en
EUA que acaba con su expulsión del país
y pérdida de la ciudadanía en 1919 y,
sobre todo, su experiencia de casi dos
años en la Rusia revolucionaria.
Su vida fue un continuo «soñar
hacia delante», una virtud
anticipatoria que invadió su vida y la activó. Fue una poderosa fuerza
motivadora que no solo se basó
en el ideal anarquista, sino también
en la imaginación, el arte y la belleza. La vitalidad de Goldman le dio
fuerza para emanciparse de las
rutinas cotidianas y, con
ello, para mirar hacia el futuro. Construyendo el futuro, en el que estamos nosotras,
abrió los espacios donde pudo proyectar
sus deseos activos.
Su vida no fue fácil. ¿De dónde sacó Goldman, sin embargo, su
esperanza de cambio? Solo se nos
ocurre que la respuesta puede estar
en un acto gratuito de confianza que podríamos atribuir a su amor por la vida, a su amor por el mundo. Un amor que ella no entendía como un ideal abstracto, sino como la preocupación que le generaba
cualquier ser vivo (un caballo maltratado, las presas en la cárcel, las prostitutas, las obreras que se veían obligadas
a traer criaturas al mundo sin desearlo, el autor de un atentado, las víctimas de los bolcheviques o del fascismo
en la Guerra Civil española).
Ese amor por la vida era para
Goldman un fin en sí mismo que
intensificaba su compromiso y
el gozo de la vida. También era un acto de «soñar hacia delante»,en la medida en que contribuía a crear las condiciones para dejar a la posteridad su deseo de un mundo mejor. Ella construyó una
ética basada en la humildad de las
microprácticas corrientes de la vida
cotidiana en su casa, que abría a muchos
compañeros y compañeras, en su gusto
por la cocina para agasajar a sus invitados/as, pero también en la cárcel cuando logró, unas navidades, que todas las presas
sin redes familiares o amistosas (que
ella sí tenía) tuvieran un pequeño regalo.
Su amor por el mundo era una muestra
de su rechazo al egoísmo y al individualismo posesivo contra el que no se cansó de escribir, era una muestra de su ética generosa y desinteresada por la que siempre
vivió en precario [2].
Curiosamente, Emma Goldman es conocida
por una frase que nunca dijo: «Si no
puedo bailar, tu revolución no me interesa». No se trata de una falsedad completa,
pero la frase no existió.
¿De
dónde salió esta mentira a medias?
En el contexto de la Revolución rusa,
cuando vivió en su país de origen entre
enero de 1920 y diciembre de 1921,
Goldman se fijó muy pronto en lo que le
parecía «una extraña falta de solidaridad»
en la población, lo resumió de esta manera: «A la gente ya no le quedaba ni la vitalidad, ni la empatía necesarias para pensar en el prójimo» [3]. Algo que para ella era fundamental que existiera en una revolución
social y que le empezó a generar
dudas (e insomnio y dolor de cabeza)
sobre el carácter revolucionario del
nuevo régimen. A Emma Goldman le
costó creerlo, pero la dictadura bolchevique había dado un hachazo al aspecto
social de la vida en Rusia: «Ya
no hay foro alguno ni siquiera para
el debate social más inofensivo, no hay
clubes, no hay lugares de encuentro, no
hay restaurantes, ni siquiera salas de
baile. Recuerdo la expresión de perplejidad de Zorin [un amigo bolchevique] cuando le pregunté si la gente joven no podía quedar de tanto en tanto para bailar
libre de la supervisión comunista. “Las salas de baile son
lugares de reunión de
contrarrevolucionarios. Las hemos cerrado”, me informó» [4].
Bailar, para Goldman, era síntoma
de una vida llena de alegría y
vitalidad, mientras que la vida
que impulsaba el Partido
Comunista era, según su criterio, una vida severa e intimidatoria, una vida sin color ni calidez, una vida represiva.
En esta anécdota llama
poderosamente la atención cómo
se utiliza el lema que ha comprimido
a Emma Goldman en una píldora
para ser utilizada por el capitalismo actual, que todo lo vampiriza y lo vomita, convertida en mercancía reaccionaria.
Sus palabras, las que sí dijo,
son algo más que un lema comercializable, son un pequeño programa de lo que era importante para ella en la vida: empatía,
alegría, calidez, color, lugares de
encuentro y de debate (para poder charlar, comer con las amistades o compañ-ros/as, bailar, recibir flores, leer, ir al teatro, etc.), en definitiva, disfrutar de
la vida. Sin embargo,
cualquier sugerencia del valor
de la vida humana, de la importancia de la integridad revolucionaria, era repudiada por sus amistades bolcheviques
como «sentimentalismo burgués».
Goldman se dio cuenta que los y
las bolcheviques creían sin
reservas en la «fórmula
jesuítica de que el fin justifica
los medios», por ello, todo era legítimo
si servía a su planteamiento de la revolución, cualquier otra política era acusada
de débil, sentimental y traicionera
con la revolución [5]. Ella,
desde su rebeldía anarcofeminista, no podía avalar ese planteamiento puesto que nunca dejó de conmoverse por la indiferencia ante la vida o por el sufrimiento del ser humano.
Su vida fue un torbellino, Emma Goldman fue apasionada, diversa y contradictoria,
no temía hablar y escribir sobre
la importancia de la sexualidad (algo
que le espetó una joven Emma a un
sorprendido Kropotkin), dio prioridad a su autonomía en las diversas relaciones
de pareja que tuvo, renunció a la
maternidad, no temió mostrar sus
dudas, incoherencias y contradicciones,
fue generosa juzgando a las personas
con benevolencia y reservando la crítica
a la sociedad.
Esta Emma Goldman es la mujer rebelde
que queremos recordar ochenta años
después de su muerte.
[Publicado originalmente en el
periódico Rojo y Negro # 345, Madrid,
mayo 2020. Númeri completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20345%20mayo_0.pdf.]
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