Crimethinc
¿Qué
es la violencia? ¿Quién la define? ¿Tiene
lugar en la búsqueda de la liberación? Estas
preguntas casi ancestrales retoman la delantera
cada vez que estalla una rebelión popular.
Pero dicha discusión nunca toma lugar
en un campo de juego nivelado; mientras algunos buscan ilegitimar la
violencia, el lenguaje de la
legitimidad en sí mismo pavimenta el camino para que las autoridades la empleen.
El año 2001 durante la cumbre FTAA en la
ciudad de Quebec, un periódico
reportó que “la violencia se
desencadenó cuando los manifestantes empezaron a arrojar de vuelta los
gases lacrimógenos hacia efectivos policiales.”. Esta línea nos dice todo lo que
necesitamos saber acerca de qué es
percibido como “violento” y qué no. Cuando se puede percibir que las autoridades tienen un monopolio en el
uso legítimo de la fuerza, el concepto
de “violencia” suele usarse para referirse a un uso ilegítimo de la fuerza -es decir, cualquier cosa que
se escape de su control. A causa
de esto el término tiene una especie de significado
flotante, ya que también se define como “daño o amenaza que
viola el consentimiento”. Esto
se complica aún más si consideramos que nuestra sociedad está fundamentalmente basada en y corrompida por
daños o amenazas que violan el
consentimiento. En cierto sentido, ¿no es acaso violento vivir en territorio colonizado, destruyendo
ecosistemas con nuestro consumo diario y beneficiándonos de relaciones
económicas que se fuerzan a
punta de pistola? ¿No es acaso violento que guardias armados limiten el
acceso a comida y tierras, bienes que en algún momento fueron comunes y
compartidos por todos, de aquellos que los necesitan? ¿Qué es más violento? ¿Desafiar a los policías
que desalojan a las personas de
sus hogares, o hacerse a un lado mientras los dejan en la calle? ¿Es más violento arrojar bombas lacrimógenas de
vuelta hacia la policía, o tildar
de violentos a quienes las arrojan, dando así mayor libertades a la policía para hacer aun más daño?
Dadas todas estas condiciones, no existe
la no violencia - lo más cercano a lo que podemos aspirar es a rechazar
la idea de que puede existir daño
o amenaza de parte de quienes trabajan por reducirla. Y cuando son tantas las personas comprometidas con
los privilegios que esta violencia
les otorga, es ingenuo pensar que podríamos ser capaces de defendernos ni a nosotros mismos ni a otros
desposeídos sin disgustar a al
menos un par de banqueros y terratenientes. Así, en lugar de preguntarnos
si una acción es violenta o no, quizás sea mejor simplemente preguntarnos: ¿este acto contraataca
asimetrías de poder o las refuerza?
Esta es la pregunta fundamental del anarquismo. Podemos aplicarla en toda situación; cada cuestionamiento en
términos valóricos, tácticos y
estratégicos procede de allí. Cuando un cuestionamiento se aborda desde esta perspectiva, por qué habríamos
siquiera de enfrentarnos a la dicotomía
entre violencia y no violencia?
La discusión entre violencia y no
violencia es atractiva porque abordarla
suele ser una manera fácil de atribuirse cierta superioridad moral. Esto resulta seductor tanto por ser
una oportunidad de criticar al
Estado como para competir frente a otros activistas por alcanzar un nivel más alto de influencias. Pero en esta
sociedad jerárquica, buscar una
superioridad moral solo refuerza la jerarquía propiamente tal. La legitimidad es una de las monedas de
cambio que están distribuidas de manera desigual en nuestra sociedad, a
través de las cuales las disparidades se perpetúan. Catalogar a
personas o acciones de violentas es una forma de excluir a las mismas de
la legitimidad de lo que sea
que intenten comunicar, una manera de silenciarlas. Esto refuerza otras formas de marginalización: una persona
blanca de clase acomodada puede actuar de maneras “no violentas “ que
serian percibidas como violentas
de emplearlas una persona pobre o de color. En
una sociedad desigual, la definición de “violencia” no es más neutral que ninguna otra herramienta. Catalogar a personas o acciones de
violentas tiene además consecuencias inmediatas: justifica el uso de la
fuerza en contra de ellas. Esto ha sido un paso esencial de prácticamente todas
las campañas que han apuntado
hacia las comunidades más desposeídas, movimientos politicos y en
general cualquiera que se encuentre del lado opuesto del capitalismo. Si
has asistido a suficientes movilizaciones, sabes que muchas veces es posible anticipar la intensidad de
la violencia que empleará la policía
a partir de como se presenta la historia en el noticiero de la noche anterior. En estos contextos, autoridades e
incluso organizadores rivales pueden involucrarse reprimiendo junto a la
policía, determinando quién es
un receptor legítimo en base a el enfoque de la narrativa.
Deslegitimación,
desrepresentación y división
La represión violenta es solo una de las
múltiples estrategias con las que
se suprimen los movimientos sociales. Para que esta represión sea exitosa, los movimientos deben dividirse
entre legítimos e ilegítimos, convenciendo
a los primeros de repudiar a los segundos -usualmente a cambio de privilegios o concesiones.
Periodistas y “líderes sociales” suelen jugar un rol fundamental en este
proceso en conjunto con la clase
política. Es por esta razón que
el 29/10/2019 en vista de la gran envergadura
de la rebelión chilena, políticos del Partido Comunista se apresuraron a condenar las acciones
directas de expropiación y resistencia con respecto al toque de queda -y
no solo para condenarlas, sino que
también para exponerlas bajo la peor luz posible: “Condeno tajantemente y sin
medias tintas la violencia en las calles. No
permitamos que se empañe el despertar de Chile con acciones que no representan a las grandes mayorías”,
sostuvo el alcalde de Recoleta, Daniel
Jadue, del Partido Comunista. “Esto
es absolutamente inaceptable. Quienes hemos defendido públicamente las
movilizaciones no debemos titubear en rechazar incendios provocados”,
escribió el diputado de Convergencia Social, Gabriel
Boric. Mientras que el diputado de Revolución Democrática, Giorgio Jackson, sostuvo que eran “terribles
imágenes que vemos de Santiago
y otras ciudades. Por supuesto que condenamos los destrozos e incendios”.
Dichos comentarios surgen solo
un par de días después de “la marcha
más grande de Chile” el 25 de
octubre, en la cual más de un
millón de personas se manifestaron en Plaza Italia. Sin embargo, la izquierda aceptada como legítima consideró necesario distanciarse de las componentes más fuertes de la revuelta. Por otro lado, el presidente
Piñera sencillamente ignoró los
elementos combativos que seguían
acumulándose en las calles.
¿Por qué? Un ejemplo del despertar egipcio puede ayudarnos a entender las
razones. El año 2012, cerca de
un año después del despertar egipcio, la fuerza
militar decidió levantar el estado de emergencia -“excepto en casos
relacionados con matonaje.” La revuelta popular del 2011 había forzado a las autoridades a legitimar
formas de resistencia que anteriormente eran inaceptables, con Obama
calificando como no violento un movimiento
en el cual miles tuvieron que pelear con la policía e incluso quemar estaciones policiales. Con el
objetivo de re legitimar los medios de
la dictadura, fue necesario hacer la distinción entre “matones” violentos
y el resto de la población. Sin embargo, la sustancia de esta distinción
nunca fue especificada, “matón” es simplemente la palabra para referirse a una persona que es blanco
seguro de un estado de emergencia. Desde la perspectiva de las
autoridades, idealmente la imposición de
la violencia por sí misma debería ser suficiente para tildar a sus víctimas
de violentos -i.e. como blancos legítimos. Esto dio como resultado que Egipto retornase a las mismas
condiciones de tiranía bajo al-Sisi que
vivieron bajo Mubarak.
Entonces, cuando parte importante de la
población está del lado de la
resistencia, las autoridades se ven obligadas a redefinir dicha resistencia
como no violenta, aún cuando previamente se le había considerado
violenta. De lo contrario, la dicotomía entre violencia y legitimidad podría desgastarse -y sin aquella dicotomía
sería mucho mas difícil justificar el uso de fuerza en contra de
aquellos que amenazan el status quo.
Del mismo modo, mientras más cedemos respecto a lo que permitimos a las
autoridades calificar como violento, mayor será la cantidad de acciones categorizadas como tal, y los
riesgos a los que nos enfrentamos serán aun más grandes. Una
consecuencia de las últimas décadas de
desobediencia civil auto definida como no violenta es que algunas personas consideren que simplemente alzar la
voz es violento, lo que hace
posible categorizar a aquellos que siguen tanteando formas de protegerse
de la violencia policial como “matones violentos”.
El
Señuelo de la Legitimidad
“Los
individuos que forman una resistencia entrelazando sus brazos, eso es per sé un acto de violencia... entrelazar
brazos en una cadena humana cuando
ha sido dada la orden de hacerse a un lado no es una protesta no violenta.”
-Margo Bennett, capitan de policia de
UC, justificando el uso de fuerza en contra de estudiantes
en la Universidad de California en Berkeley en The San Francisco Chronicle.
“Acusar
a Carabineros de violar los Derechos Humanos, me parece que viola ya un derecho humano de los
Carabineros”
– General Jorge Tobar,
Carabinero de Chile
Cuando queremos ser tomados en serio, es
tentador atribuirse legitimidad de cualquier manera posible. Pero si no
queremos reforzar las jerarquías
de nuestra sociedad, deberíamos tener cuidado de no validar las definiciones de legitimidad que las
perpetúan. Es fácil reconocer
como esto funciona en algunas situaciones: cuando evaluamos a la gente según sus credenciales
académicas, por ejemplo, esto
prioriza el conocimiento abstracto por sobre las experiencias vividas,
centrándose en aquellos con más valor académico y marginando a todos los demás. En otros casos, esto
ocurre de maneras más sutiles. Solemos
enfatizar nuestro status de organizadores en nuestras comunidades,
implicando que aquellos que no tienen el tiempo o recursos para ello tienen menos derecho a opinar.
Nos atribuimos credibilidad como
locales, implícitamente deslegitimando a aquellos que no lo son -incluyendo a inmigrantes que han sido
forzados a mudarse a nuestros vecindarios
porque sus comunidades han sido destruidas por procesos que se originan en las nuestras. Cuando las
personas legitiman sus voces citando
los roles que ellos juegan en una sociedad capitalista -como estudiantes, trabajadores, contribuyentes,
ciudadanos- solo hacen más difícil
aun para las personas desempleadas, en situación de calle y excluidas,
legitimar sus voces.
Tendemos a sorprendernos por el
retroceso que resulta de todo esto.
Los políticos desacreditan a nuestros compañeros con el mismo vocabulario que hemos popularizado: “Esos
no son verdaderos manifestantes, son vándalos haciéndose los
manifestantes”. “No es que las comunidades
empobrecidas sean un blanco para nosotros, estamos protegiéndolas de la delincuencia.”.
Nosotros hemos pavimentado el camino
para esto al validar lenguaje que condiciona la legitimidad. Cuando reforzamos la idea de que nuestros
movimientos son y deben ser no
violentos, estamos haciendo lo mismo. Esto crea un Otro
que se escapa de la protección
que otorga la legitimidad que sea que hayamos ganado para nosotros -esto
es, en pocas palabras, crear un blanco para
la violencia. Cualquiera que libere a sus compañeros de la
policía en vez de esperar pasivamente a ser arrestado -cualquiera que improvise un escudo para protegerse de balines
de goma en vez de dejar las calles libres para los policías -cualquiera que sea culpado de atacar a un oficial luego de haber sido atacado por uno: todas estas personas desafortunadas son arrojados
a los lobos como “los
violentos”, las manzanas
podridas. Aquellos que tienen que
cubrir sus rostros aun en acciones legales porque sus precarias situaciones
de empleo o estado migratorio son denunciadas como criminales,
traicionados por unas pocas migajas de legitimidad de parte de los poderosos. Nosotros, los Buenos Ciudadanos,
podemos permitirnos ser del
todo transparentes, nunca cometeríamos un delito ni ampararíamos a un potencial criminal. Y al crear este “Otro” se facilita el
camino hacia la violencia contra éste.
Aquellos que se ven enfrentados a las peores consecuencias de esto no son los jovencitos de clase media
enfrascados en discusiones de internet,
sino que es la misma gente que se encuentra en el lado contrario de casi
todas las líneas divisoras del capitalismo: los pobres, los marginados, los indocumentados. No hay
instituciones que velen por ellos,
no hay incentivos para los juegos políticos que se inclinan a favor de autoridades y quizás uno que otro actor
del jet set del activismo.
Simplemente deslegitimar la violencia no
va a acabar con ella. Las desigualdades
de esta sociedad no podrían ser mantenidas sin ella, y los desesperados siempre van a reaccionar,
especialmente cuando sienten que
han sido abandonados a su suerte. Pero este tipo de deslegitimación puede crear un abismo entre la rabia y la
superioridad moral, lo “irracional” y lo racional, lo violento y lo social.
Pudimos ver las consecuencias de esto en las protestas en el Reino Unido
en agosto del 2011, cuando muchos
de los marginados, desesperados por obtener una vida mejor a través de cualquier medio legítimo,
iniciaron una guerra en contra de la
propiedad privada, la policía y en general el resto de la sociedad. Algunos de ellos habían intentado
participar de movimientos
populares en el pasado, solo
para ser estigmatizados como vándalos; naturalmente esta rebelión tomó un giro antisocial,
causando cinco muertes y aun mayor
alienación de parte de otros sectores de la población.
La responsabilidad por esta tragedia no
recae solo en los rebeldes, ni en
aquellos que impusieron las injusticias que los hicieron sufrir, sino que también sobre los activistas que los
estigmatizaron en vez de unírseles creando un movimiento que pudiera
ayudarles a canalizar su ira. Si no
hay conexión entre aquellos que quieren transformar la sociedad y aquellos que más sufren en ella, si no hay
una causa común entre el esperanzado
y el iracundo, entonces cuando el iracundo se rebele, el esperanzado renegará de él, destruyendo
toda esperanza de un cambio real.
No hay esfuerzo que sea capaz de eliminar jerarquías si es que se sigue excluyendo a aquellos desprovistos de
derechos, a los “Otros”.
¿Cuáles deberían ser nuestras bases para
la legitimidad entonces, que no
involucren un compromiso con la legalidad, la no violencia o cualquier
otro tipo de estándar que siga excluyendo a nuestros compañeros? ¿Cómo explicamos lo que estamos haciendo y
por qué es nuestro derecho? Tenemos que crear y hacer circular una
moneda de cambio de legitimidad
que no sea controlada por nuestros gobernantes, que no genere “Otros”. Como anarquistas, sostenemos que nuestros
deseos y bienestar, y el de todas
las criaturas, son las únicas bases significativas para la acción. En vez de categorizar acciones como violentas y no
violentas, nos enfocamos en determinar
si dichas acciones extienden o limitan libertades. En vez de insistir que somos no violentos,
enfatizamos la necesidad de interrumpir la violencia
inherente a un modelo vertical. Esto puede parecer inconveniente para aquellos que están acostumbrados a
buscar diálogo con los poderosos, pero
es inevitable para cualquiera que anhele sinceramente abolir su poder.
Conclusión:
de regreso a la estrategia
Pero ¿cómo logramos interrumpir la
violencia vertical? Los partidarios de
la no violencia enmarcan sus argumentos en términos de estrategia y moral: la violencia aliena las masas,
evitando que podamos construir el “poder
del pueblo” necesario para triunfar. Hay un núcleo de verdad en el corazón de
todo esto. Si la violencia es entendida como uso ilegitimo de la fuerza,
dicho argumento puede ser
resumido como tautología: la
acción ilegitima es impopular. De
hecho, aquellos que aceptan la legitimidad de una sociedad capitalista
son propensos a considerar violento a cualquiera que tome acciones para contrarrestar las
desigualdades causadas por dicha sociedad. Este no es un tema sencillo. Aun cuando
creemos apasionadamente en lo
que estamos haciendo, si no es considerado mayoritariamente legitimo, tendemos a titubear cuando nos
piden explayarnos un poco más.
¡Si tan solo pudiéramos permanecer dentro de los límites prescritos para
nosotros en este sistema mientras intentamos derrocarlo! El pueblo exige
compensaciones por todas estas injusticias, pero en una sociedad altamente regulada y controlada,
es poco lo que se puede hacer.
Al embarcarse en movimientos populares,
muchas personas comprensiblemente necesitan cierta seguridad de que no
tendrán que correr muchos
riesgos, de que no tendrán que salirse tanto de su zona de confort. Pero suele suceder que dichas
precondiciones se vuelven limitaciones
para el movimiento, y hay que trascender. Si realmente queremos transformar nuestra sociedad, no
podemos permanecer para siempre dentro de los estrechos límites que las
autoridades consideran legítimos:
tenemos que extender el rango de lo que el pueblo se siente con el derecho de hacer. Ni toda la cobertura mediática del mundo
nos va a ayudar si no logramos
crear una situación en la cual las personas se sientan con el derecho de defenderse a sí mismas y entre
sí. Legitimar la resistencia,
expandir lo que es aceptable, no va a ser popular al principio -nunca lo
es, precisamente por la tautología descrita anteriormente.
Cambiar el discurso requiere de un esfuerzo consistente: enfrentarse con
calma a atropellos y recriminaciones, humildemente enfatizando nuestro propio criterio para
determinar qué es legítimo. Si
el desafío vale la pena o no va a depender de nuestras metas a largo plazo. Como David Graeber ha explicado,
los conflictos respecto a las metas
suelen presentarse en forma de diferencias morales y estratégicas. Hacer
de la no violencia un elemento central de nuestro movimiento tendría sentido si nuestras metas a largo
plazo no incluyeran desafiar la estructura
fundamental de nuestra sociedad, pero para construir un movimiento masivo que pueda ejercer
legitimidad de la manera en la que
ha sido definida por los poderosos -y que funciona codo a codo con la policía. Pero si realmente queremos transformar nuestra sociedad, tenemos que transformar el discurso de
legitimidad, no solo intentar buscar
una buena posición bajo el modelo que ya existe. Si nos enfocamos solo en
esto último, nos encontraremos parados sobre un suelo que se mueve y resbala bajo nuestros pies,
y muchos de aquellos con quienes
tenemos que hacer causa común podrían jamás compartir su causa con nosotros.
Es importante tener debates
estratégicos: alejarse del discurso de no violencia
no significa que tenemos que considerar todas las ventanas rotas como una buena idea... Pero cuando
los mas dogmáticos insisten en
que todo aquel que no comparte sus metas y suposiciones -ni hablar de los intereses de su clase! - no tienen
sentido estratégico, lo único que
logran es obstruir el debate. Tampoco es estratégico enfocarnos en deslegitimarnos los unos a los otros en vez
de coordinarnos para actuar juntos
en nuestras intersecciones. Ese es el punto de afirmar una diversidad de
tácticas: construir un movimiento que tenga espacio para todos sin dejar lugar para el dominio y la
censura -un “poder del pueblo” que pueda
expandirse e intensificarse.
[Tomado de https://lapeste.org/wp-content/uploads/2019/11/la-ilegitimidad-de-la-violencia_print_black_and_white.pdf.]
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