Carlos
Taibo
1. En el
momento presente, ¿es inequívocamente saludable el crecimiento económico?
La visión dominante en las sociedades opulentas
sugiere que el crecimiento económico es la panacea que resuelve todos los
males. A su amparo -se nos dice-la cohesión social se asienta, los servicios
públicos se mantienen, y el desempleo y la desigualdad no ganan terreno. Sobran
las razones para recelar, sin embargo, de todo lo anterior. El crecimiento
económico no genera -o no genera necesariamente- cohesión social, provoca
agresiones medioambientales en muchos casos irreversibles, propicia el
agotamiento de recursos escasos que no estarán a disposición de las
generaciones venideras y, en fin, permite el asentamiento de un modo de vida
esclavo que invita a pensar que seremos más felices cuantas más horas
trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes acertemos a consumir.
Frente a esto se impone la certeza de que, dejado atrás un nivel elemental de
consumo, el acrecentamiento irracional de este último es antes un indicador de
infelicidad que una muestra de lo contrario. Es razonable adelantar, por lo
demás, que la crisis general por la que atravesamos está llamada a permitir que
la conciencia en lo que respecta a estos sinsentidos se asiente en una parte
significada de la ciudadanía.
2. ¿Cuáles
son los pilares en los que se asientan los sinsentidos del crecimiento?
Son tres los pilares en los que se sustenta
tanta irracionalidad. El primero es la publicidad, que nos obliga a comprar lo
que no necesitamos y, llegado el caso, exige que adquiramos, incluso, lo que
nos repugna. El segundo es el crédito, que históricamente ha permitido allegar
el dinero que permitía preservar el consumo aun en ausencia de recursos. El
tercero es la caducidad de los bienes producidos, claramente programados para
que en un período de tiempo breve dejen de funcionar, de tal suerte que nos
veamos en la obligación de comprar otros nuevos. Por detrás de todo ello
despunta, en palabras de Z. Bauman, la certeza de que "una sociedad de
consumo sólo puede ser una sociedad de exceso y prodigalidad y, por ende, de
redundancia y despilfarro".
3.
¿Debemos fiarnos de los indicadores económicos que hoy empleamos?
Los indicadores económicos que nos vemos
obligados a utilizar -así, el producto interior bruto (PIB) y afines-han
permitido afianzar, en palabras de J.K. Galbraith, "una de las formas de
mentira social más extendidas". Pensemos que si un país retribuye al 10%
de sus habitantes por destruir bienes, hacer socavones en las carreteras, dañar
los vehículos..., y a otro 10% por reparar esas carreteras y vehículos, tendrá
el mismo PIB que un país en el que el 20% de los empleos se consagre a mejorar
la esperanza de vida, la salud, la educación y el ocio.
Y es que la mayoría de esos indicadores
contabiliza como crecimiento -y cabe suponer también que como bienestar-todo lo
que es producción y gasto, incluidas las agresiones medioambientales, los
accidentes de tráfico, la fabricación de cigarrillos, los fármacos y las
drogas, o el gasto militar. Esos mismos indicadores apenas nada nos dicen, en
cambio, del trabajo doméstico, en virtud de un código a menudo impregnado de
machismo, de la preservación objetiva del medio ambiente –un bosque convertido
en papel acrecienta el PIB, en tanto ese mismo bosque indemne, decisivo para
garantizar lavida, no computa como riqueza-, de la calidad de los sistemas
educativo y sanitario -y en general de las actividades que generan bienestar
aunque no impliquen producción y gasto-, o del incremento del tiempo libre.
De resultas puede afirmarse que la ciencia
económica dominante sólo presta atención a las mercancías -lo que se tieneo
nose tiene-, y no a los bienes que hacen que alguien sea algo (F. Flahault), en
un escenario en el que "las ideas rectoras de la modernidad son más,
mayor, más de prisa, más lejos" (M. Linz).
4. ¿No son
muchas las razones para contestar el progreso, más aparente que real, que han
protagonizado nuestras sociedades durante decenios?
Son muchas, sí. Hay que preguntarse, por
ejemplo, si no es cierto que en la mayoría de las sociedades occidentales se
vivía mejor en el decenio de 1960 que ahora: el número de desempleados era
sensiblemente menor, la criminalidad mucho más baja, las hospitalizaciones por
enfermedades mentales se hallaban a años luz de las actuales, los suicidios
eran infrecuentes y el consumo de drogas escaso. En EE.UU., donde la renta per
cápita se ha triplicado desde el final de la segunda guerra mundial, desde 1960
se reduce, sin embargo, el porcentaje de ciudadanos que declaran sentirse
satisfechos. En 2005 un 49% de los norteamericanos estimaba que la felicidad se
hallaba en retroceso, frente a un 26% que consideraba lo contrario.
Son muchos los expertos que concluyen, en suma,
que el crecimiento en la esperanza de vida al nacer registrado en los últimos
decenios bien puede estar tocando a su fin en un escenario lastrado por la
extensión de la obesidad, el estrés, la aparición de nuevas enfermedades y la
contaminación.
5. ¿Por qué
hay que decrecer?
En los países ricos hay que reducir la
producción y el consumo porque vivimos por encima de nuestras posibilidades,
porque es urgente cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y porque
empiezan a faltar materias primas vitales. "El único programa que
necesitamos se resume en una palabra: menos. Menos trabajo, menos energía,
menos materias primas" (B. Grillo).
Por detrás de esos imperativos despunta un
problema central: el de los límites medioambientales y de recursos del planeta.
Si esevidente que, en caso de que un individuo extraiga de su capital, y no de
sus ingresos, la mayoría de los recursos que emplea, ello conducirá a la
quiebra, parece sorprendente que no se emplee el mismo razonamiento a la hora
de sopesar lo que las sociedades occidentales están haciendo con los recursos naturales.
Aunque nos movemos -si así quiere- en un barco que se encamina directamente
hacia un acantilado, lo único que hemos hecho en los últimos años ha sido
reducir un poco la velocidad sin modificar, en cambio, el rumbo.
Para calibrar la hondura del problema, el mejor
indicador es la huella ecológica, que mide la superficie del planeta, terrestre
como marítima, que precisamos para mantener las actividades económicas. Si en
2004 esa huella lo era de 1,25 planetas Tierra, según muchos pronósticos
alcanzará dos Tierras -si ello es imaginable-en 2050. La huella ecológica
igualó la biocapacidad del planeta en torno a 1980, y se ha triplicado entre
1960 y 2003. En paralelo, no está de más que recordemos que en 2000 se
estimaban en 41 los años de reservas de petróleo, 70 los de gas y 55 los de
uranio.
6. ¿Cuál
es la actitud que ante lo anterior exhiben nuestros dirigentes políticos?
Los dirigentes políticos, marcados por un
irrefrenable cortoplacismo electoral, prefieren dar la espalda a todos estos problemas.
De resultas, y en palabras de C. Castoriadis, "quienes preconizan 'un
cambio radical de la estructura política y social' pasan por ser 'incorregibles
utopistas', mientras que los que no son capaces de razonar a dos años vista
son, naturalmente, realistas". Todo pensamiento radical y contestatario es
tildado inmediatamente de extremista y violento, además de patológico.
La idea, supersticiosa, de que nuestros
gobernantes tienen soluciones de recambio se completa con la que sugiere que la
ciencia resolverá de manera mágica, antes o después, todos estos problemas. No
parecería lógico, sin embargo, construir un "rascacielos sin escaleras ni
ascensores sobre la base de la esperanza de que un día triunfaremos sobre la
ley de la gravedad" (M. Bonaiuti). Más razonable resultaría actuar como lo
haría un pater familias diligens, que
"se dice a sí mismo: ya que los problemas son enormes, e incluso en el
caso de que las probabilidades sean escasas, procedo con la mayor prudencia, y
no como si nada sucediese" (C. Castoriadis). No es ésta una carencia que
afecte en exclusiva a los políticos. Alcanza de lleno, antes bien, a los
ciudadanos, circunstancia que da crédito a la afirmación realizada por un antiguo
ministro del Medio Ambiente francés: "La crisis ecológica suscita una
comprensión difusa, cognitivamente poco influyente, políticamente marginal,
electoralmente insignificante".
7. ¿Basta,
sin más, con reducir determinadas actividades económicas?
A buen seguro que no es suficiente con acometer
reducciones en los niveles de producción y de consumo. Es preciso reorganizar
en paralelo nuestras sociedades sobre la base de otros valores que reclamen el
triunfo de la vida social, del altruismo y de la redistribución de los recursos
frente a la propiedad y al consumo ilimitado. Los verbos que hoy rigen nuestra
vida cotidiana son "tener-hacer-ser": si tengo esto o aquello,
entonces haré esto y seré feliz. Hay que reivindicar, en paralelo, el ocio
frente al trabajo obsesivo. O, lo que es casi lo mismo, frente al "más
deprisa, más lejos, más a menudo y menos caro" hay que contraponer el
"más despacio, menos lejos, menos amenudo y más caro" (Y. Cochet).
Debe apostarse, también, por el reparto del trabajo, una vieja práctica
sindical que, por desgracia, fue cayendo en el olvido con el paso del tiempo.
Otras exigencias ineludibles nos hablan de la
necesidad de reducir las dimensiones de muchas de las infraestructuras
productivas, de las organizaciones administrativas y de los sistemas de
transporte. Lo local, por añadidura, debe adquirir una rotunda primacía frente
a lo global en un escenario marcado, en suma, por la sobriedad y la simplicidad
voluntaria. Entre las razones que dan cuenta de la opción por esta última están
la pésima situación económica, la ausencia de tiempo para llevar una vida
saludable, la necesidad de mantener una relación equilibrada con el medio, la
certeza de que el consumo no deja espacio para un desarrollo personal diferente
o, en fin, la conciencia de las diferencias alarmantes que existen entre
quienes consumen en exceso y quienes carecen de lo esencial.
S. Latouche ha resumido el sentido de fondo de
esos valores de la mano de ocho "re":reevaluar(revisar los valores),
reconceptualizar, reestructurar(adaptar producciones y relaciones sociales al
cambio de valores), relocalizar, redistribuir(repartir la riqueza y el acceso
al patrimonio natural), reducir(rebajar el impacto de la producción y el
consumo), reutilizar(en vez de desprenderse de un sinfín de dispositivos) y
reciclar.
8. Esos
valores, ¿son realmente ajenos a la organización de las sociedades humanas?
Los valores que acabamos de reseñar no faltan,
en modo alguno, en la organización de las sociedades humanas. Así lo
demuestran, al menos, cuatro ejemplos importantes. Si el primero nos recuerda
que las prácticas correspondientes tienen una honda presencia en muchas de las
tradiciones del movimiento obrero -y en particular, bien es cierto, en las
vinculadas con el mundo libertario-, la segunda subraya que en una institución
central en muchas sociedades, la familia, impera antes la lógica del don y de
la reciprocidad que la de la mercancía.
Pero lo social está a menudo presente, también,
en lo que despectivamente hemos dado en llamar economía informal. En muchos
casos "el objetivo de la producción informal no es la acumulación
ilimitada, la producción por la producción. El ahorro, cuando existe, no se
destina a la inversión para facilitar una reproducción ampliada", recuerda
S. Latouche. Y está presente en la experiencia histórica de muchas sociedades
que no estiman que su felicidad deba vincularse con la acumulación de bienes, y
que adaptaron su modo de vida a un entorno natural duradero. No se olvide al
respecto a los campesinos que, en la Europa mediterránea, plantaban olivos e
higueras cuyos frutos nunca llegarían a ver, pensando, con claridad, en las
generaciones venideras. Tampoco debe olvidarse que muchas sociedades que
tendemos a describir como primitivas y atrasadas pueden darnos muchas lecciones
en lo que atañe a la forma de llevar a la práctica los valores de los que hemos
hecho mención.
9. ¿Qué supondría el decrecimiento en las
sociedades opulentas?
Hablando en plata, lo primero que las sociedades
opulentas deben tomar en consideración es la conveniencia de cerrar -o al menos
de reducir sensiblemente la actividad correspondiente- muchos de los complejos
fabriles hoy existentes. Estamos pensando, cómo no, en la industria militar, en
la automovilística, en la de la aviación o en buena parte de la de la
construcción. Los millones de trabajadores que, de resultas, perderían sus
empleos deberían encontrar acomodo a través de dos grandes cauces. Si el
primero lo aportaría el desarrollo ingente de actividades en los ámbitos
relacionados con la satisfacción de las necesidades sociales y
medioambientales, el segundo llegaría de la mano del reparto del trabajo en los
sectores económicos tradicionales que sobrevivirían. Importa subrayar que en
este caso la reducción de la jornada laboral bien podría llevar aparejada, por
qué no, reducciones salariales, siempre y cuando éstas, claro, no lo fueran en
provecho de los beneficios empresariales. Al fin y al cabo, la ganancia de
nivel de vida que se derivaría de trabajar menos, y de disfrutar de mejores servicios
sociales y de un entorno más limpio y menos agresivo, se sumaría a la derivada
de la asunción plena de la conveniencia de consumir, también, menos, con la
consiguiente reducción de necesidades en lo que a ingresos se refiere. No es
preciso agregar -parece-que las reducciones salariales que nos ocupan no
afectarían, naturalmente, a quienes menos tienen.
10. ¿Es el
decrecimiento un proyecto que augura, sin más, la infelicidad a los seres
humanos?
Parece evidente que el decrecimiento no implica
en modo alguno, para la mayoría de los habitantes, un entorno de deterioro de
sus condiciones de vida. Antes bien, debe acarrear mejoras sustanciales como
las vinculadas con la redistribución de los recursos;la creación de nuevos
sectores que atiendan las necesidades insatisfechas; la preservación del medio
ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los ciudadanos
y las condiciones del trabajo asalariado, o el crecimiento relacionalen
sociedades en las que el tiempo de trabajo se reducirá sensiblemente.
Al margen de lo anterior, conviene subrayar que
en el mundorico se hacen valer elementos -así, la presencia de infraestructuras
en muchos ámbitos, la satisfacción de necesidades elementales o el propio
decrecimiento de la población-que facilitarían el tránsito a una sociedad
distinta. Hay que partir de la certeza de que, si no decrecemos voluntaria y
racionalmente, tendremos que hacerlo obligados de resultas del hundimiento,
antes o después, del capitalismo global que padecemos.
11. ¿Qué
argumentos se han formulado para cuestionar la idoneidad del decrecimiento?
Los argumentos vertidos contra el decrecimiento
parecen poco relevantes. Se ha señalado, por ejemplo, y contra toda razón, que
la propuesta se emite desde el Norte para que sean los países del Sur los que
decrezcan materialmente. También se ha sugerido que el decrecimiento es
antidemocrático, en franco olvido de que los regímenes que se ha dado en
describir como totalitarios nunca han buscado, por razones obvias, reducir sus
capacidades militar-industriales. Más bien parece que, muy al contrario, el
decrecimiento, de la mano de la autosuficiencia y de la simplicidad voluntaria,
bebe de una filosofía no violenta y antiautoritaria. La propuesta que nos
interesa no remite, por otra parte, a una postura religiosa que reclama una
renuncia a los placeres de la vida: reivindica, antes bien, una clara
recuperación de éstos en un escenario marcado, eso sí, por el rechazo de los
oropeles del consumo irracional.
El proyecto de decrecimiento nada tiene, en
suma, de ecologismo tontorrón y asocial: se asienta en el firme designio de
combinar el ecologismo fuerte con las luchas sociales de siempre. En esta
última dimensión tiene por necesidad que contestar la lógica del capitalismo
con el doble propósito de salvar el planeta y salvar la especie humana. No hay
decrecimiento plausible, en otras palabras, si no se contestan en paralelo el
orden capitalista y su dimensión de explotación, injusticia y desigualdad. Esa
tarea no parece difícil: "La ecología es subversiva porque pone en
cuestión el imaginario capitalista que domina el planeta. Rechaza el motivo
central, según el cual nuestro destino estriba en acrecentar sin cesar la
producción y el consumo. Muestra el impacto catastrófico de la lógica
capitalista sobre el medio natural y sobre la vida de los seres humanos"
(C. Castoriadis).
12.
¿También deben decrecer los países pobres?
Aunque, con certeza, el debate sobre el
decrecimiento tiene un sentido
distinto en los países pobres -está
fuera de lugar reclamar reducciones
en la producción y el consumo en una sociedad que cuenta con una renta per cápita treinta
veces inferior a la nuestra-, parece
claro que aquéllos no deben repetir lo hecho por
los países del Norte. No se
olvide, en paralelo, que una apuesta planetaria por el decrecimiento, que acarrearía por
necesidad un ambicioso programa
de redistribución, no tendría, por lo demás, efectos notables en términos de consumo
convencional en el Sur. Para esos países se impone, en la
percepción de S. Latouche, un listado
diferente de "re": romper con la dependencia económica y cultural con respecto al Norte, reanudar
el hilo de una historia interrumpida
por la colonización, el desarrollo y la globalización,
reencontrar la identidad propia, reapropiar
ésta, recuperar las técnicas
y saberes tradicionales, conseguir el reembolso de la deuda ecológica
y restituir el honor perdido.
[Texto incluido en el libro de varios autores Autonomía
y autogestión. Para la reflexión, Andalucia, Colectivo de Ilusionistas
Sociales y UNILCO-espacio nómada, 2014. Esta obra es accesible en versión
integral en https://anarkobiblioteka3.files.wordpress.com/2016/08/autonomc38da_y_autogestic393n_para_la_reflexic393n_-_vari40s.pdf.]
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