Rafael
Uzcátegui
Aún para quienes somos críticos de la
democracia representativa, las elecciones constituyen un dato de la realidad
que no puede ser ignorado por quienes deseen incidir en ella. Y si esto es
importante para cualquier país, es particularmente válido ahora para Venezuela,
que sufre hoy uno de los conflictos menos comprendidos por la izquierda
internacional.
La aparición de Hugo Chávez en el
escenario público venezolano, en febrero de 1992, significó el comienzo de un
fenómeno político que puso fin a la alternancia en el poder a partir de 1958,
de los dos principales partidos políticos del momento: el socialdemócrata
Acción Democrática (AD) y el socialcristiano COPEI. A diferencia de sus vecinos
en la región, los venezolanos disfrutaron no sólo de una relativa estabilidad
política sino también de diferentes momentos de bonanza económica –con
inequidades en su distribución- como secuela de dos situaciones: 1) Los altos
precios del petróleo en el mercado internacional, su principal producto de
exportación y 2) El aumento de los ingresos petroleros del Estado venezolano
como consecuencia de diferentes negociaciones con las empresas transnacionales,
cuyo momento cumbre fue la nacionalización de la industria, en 1976, y la
creación de la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA). Estas condiciones
materiales posibilitaron que el Estado implementara derechos que en el resto de
América Latina eran menos viables en ese momento: Educación gratuita con un
aumento importante de la matrícula, reforma agraria, legalización de la actividad
sindical, creación de una red hospitalaria pública y gratuita en todo el país,
por nombrar algunos. Sin embargo, el proyecto de modernización conocido como
“Pacto de Punto Fijo” mostró su agotamiento para finales de la década de los
70´s. En 1982 ocurre la primera gran crisis económica en el país, con la
devaluación de la moneda. 7 años después, en 1989, los hechos del “Caracazo”
revelaron a su vez la profundidad de la crisis social, catalizando la propia
implosión de la clase política tradicional.
Auge
y declive de la hegemonía bolivariana
Es en este contexto que emerge la figura
de Hugo Chávez y su proyecto bolivariano. Luego de un intento de golpe de
Estado, en 1992, Chávez transforma su propuesta abstencionista e insurreccional
en una electoral, ganado los comicios presidenciales a finales de 1998,
capitalizando políticamente el extendido sentimiento de cambio presente en la
sociedad venezolana. En 1999, en medio de una popularidad mayoritaria
irrefutable, se aprueba por referendo una nueva Constitución. Resaltamos el
dato que sugieren los votos: Salvo en una oportunidad, el referendo para la
reforma de la Constitución de 2007, Hugo Chávez ganó consecutivamente 13
procesos electorales. Por diferentes causas y reforzado por el uso a su favor de
todos los recursos estatales, el llamado “Zurdo de Sabaneta” contó, hasta el
momento de su muerte, con la legitimidad de la victoria en las urnas. En
contraparte, como demostró el intento de golpe de Estado de abril de 2002, la
oposición no contaba con los votos suficientes, por lo que asumió la estrategia
insurreccional para desplazar a Chávez del poder.
En el año 2012, último proceso electoral
en Venezuela con la participación de Hugo Chávez, el bolivarianismo obtuvo el
mayor caudal electoral en su historia como movimiento político: 8.191.132
votos, millón y medio por encima de la cifra de la oposición, que terminó en
6.591.304 votos. Sin embargo, al realizar una proyección de las curvas de
crecimiento, tanto de la votación oficialista como la opositora, se podía
pronosticar que ambas se iban a encontrar en lo sucesivo. Es por esta razón que
tras el anuncio de la muerte de Hugo Chávez el gobierno organizó, en pocas
semanas, un nuevo proceso electoral presidencial para intentar capitalizar
políticamente la conmoción por su desaparición. Los resultados fueron
diferentes a los esperados: Nicolás Maduro perdió alrededor de un millón de
votos, obteniendo finalmente 7.575.704 sufragios, siendo su margen de
diferencia sobre la oposición apenas el 1.7% del total de papeletas.
Del
autoritarismo a la dictadura
Es en este momento, frente a la
posibilidad de convertirse en poco tiempo en mayoría, que la oposición abandona
la estrategia insurreccional para centrarse en la electoral, legalista e
institucional. La ausencia de Hugo Chávez, pero especialmente la emergencia de
la crisis económica debido al retroceso de los precios internacionales del
petróleo y el gas, pasaron factura en el próximo certamen electoral, diciembre
de 2015, cuando se realizaron los comicios a la Asamblea Nacional. Es aquí que
el bolivarianismo obtiene el peor resultado electoral de su historia: Dos
millones de sufragios por debajo de la votación opositora, que finalmente
recibió 7.726.066 sufragios sobre 5.622.844 de la bolivariana. Al no poder revertir
esta tendencia a corto plazo, y haberse convertido en una minoría social y
electoral respecto a los opositores, Nicolás Maduro y su gobierno asumen una
estrategia insurreccional e ilegal para mantenerse en el poder. Deciden
convertirse en una dictadura del siglo XXI, cuyo antecedente inmediato en
América Latina fue el régimen de Alberto Fujimori en el Perú, entre los años
1990 y 2000.
En un apretado resumen, los principales
hitos del tránsito a un gobierno dictatorial fueron: Renovación irregular de
jueces de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo (TSJ) de Justicia, con el
objetivo de declarar como “constitucionales” todas las decisiones arbitrarias
que vendrían; Aprobación de un marco jurídico para sustituir la Constitución,
el Decreto de Estado de Excepción y Emergencia Económica, en mayo 2016;
Suspensión indefinida de los procesos electorales pendientes, en octubre de
2016; Anulación de las competencias de la Asamblea Nacional, en febrero 2017,
mediante sentencias del TSJ; Justificación legal del uso del paramilitarismo
para enfrentar protestas mediante la aprobación del llamado “Plan Zamora”,
abril 2017 y, finalmente, la convocatoria irregular a una Asamblea Nacional
Constituyente, en mayo de 2017, de manera muy diferente a cómo se había realizado
un proceso similar a comienzos del año 1999.
Debemos insistir en el dato electoral
para entender los matices de la situación venezolana. Luego de la suspensión
del referendo revocatorio presidencial, un derecho presente en la Constitución
y al cual el propio Hugo Chávez se sometió en el año 2004; y luego de las
elecciones al Parlamento, en diciembre 2015, el gobierno debía implementar una
fórmula para ganar elecciones a pesar de ser una minoría. Los esfuerzos se
debían basar en dos objetivos: 1) Emitir todos los mensajes posibles que
generaran desconfianza en el electorado en la potencialidad del voto para
generar un cambio político en Venezuela y 2) Mantener la mayor cantidad de
votación oficialista posible, logrando una votación opositora menor pero
suficiente para mostrarla como representativa y legitimadora del propio proceso
electoral.
Fue así como el 15 de octubre, 10 meses
después de cuando legalmente debieron realizarse, Nicolás Maduro convoca las
elecciones a gobernadores y alcaldes. Para promover la desconfianza en el voto
lo primero que se anunció fue que los candidatos electos debían juramentarse
ante la ilegal e impopular Asamblea Nacional Constituyente. Se colocaron trabas
burocráticas para la inscripción de candidatos y se redujeron los tiempos para
la campaña electoral. Esto afectó no sólo a los candidatos opositores, sino que
la ilegalización de partidos políticos incluyó a las organizaciones del llamado
“chavismo disidente” que deseaban participar en las elecciones e intentar
capitalizar a su favor el descontento de los chavistas de base con la cúpula
gobernante. Luego se inhabilitaron tarjetas electorales en 7 estados del país,
se prohibió la sustitución de candidatos renunciantes a pesar de estar
permitido en las normas y no se permitió la presencia de observadores
independientes nacionales e internacionales. Sobre la estrategia de mantener la
mayor cantidad de votos por el oficialismo y disminuir los opositores, a última
hora se eliminaron y reubicaron 274 centros electorales, afectando a más de
700.000 electores; uso de los recursos públicos para promover candidaturas
oficiales, que incluyó la base de datos por las cuales se vendían alimentos a
precio regulado, conocido como bolsas o cajas CLAP; amenazas y coerción a
empleados públicos, uso de grupos civiles de motorizados, con símbolos de las
organizaciones paramilitares, para hostigar centros de votación y atemorizar
electores y, finalmente, robos de personas en las inmediaciones de centros
electorales, a pesar de la presencia de los militares del llamado “Plan
República”, donde se suponía que la oposición lograría mayoría. Y finalmente,
la manipulación de actas electorales, como ocurrió en el estado Bolívar, que
restó la victoria del opositor Andrés Velásquez. El repertorio fue tan amplio
como efectivo, y continuó después del día de votación. Juan Pablo Guanipa fue
un opositor que ganó la gobernación en el segundo estado en importancia del
país, Zulia, pero tras negarse a juramentarse ante la Asamblea Nacional
Constituyente el TSJ anuló su victoria y ordenó repetir las elecciones en esa
entidad.
Los resultados favorables provocaron que
el gobierno adelantara 7 meses las elecciones presidenciales para aprovechar la
desconfianza promovida en la posibilidad de un cambio por la vía electoral.
Entre las irregularidades presentes en el proceso del 20 de mayo de 2018 se
encontraban los obstáculos para el ejercicio del derecho a la libre asociación
política, dejando fuera de la contienda a los principales partidos políticos
opositores, Primero Justicia y Voluntad Popular, así como a la tarjeta de la
Mesa de la Unidad Democrática y la posibilidad de participación a las
organizaciones del llamado “chavismo disidente”, como Marea Socialista. Por
otro lado se decidió una fecha sobrevenida de la elección para favorecer al
aparato oficial, recortando drásticamente lapsos para la presentación de
candidaturas, organización del registro electoral y la realización de propia
campaña electoral. Las elecciones ocurrieron en un contexto informativo de
hegemonía comunicacional estatal, con amplio ventajismo para la opción oficial
y donde los plazos y posibilidades de difundir su mensaje limitaba el
conocimiento de propuestas alternativas en el territorio nacional. Siguiendo el
modelo nicaragüense el gobierno estimuló una oposición a su medida. Finalmente
participó como contendor por la oposición un antiguo militante del chavismo,
Henry Falcón. Finalmente 9.387.449 fueron los votantes escrutados en los
comicios de mayo 2018, 46.07% de la población electoral, que habrían elegido a
Nicolás Maduro con 6.248.864 votos sobre los 1.927.958 sufragios recibidos por
Falcón. La abstención fue la más alta registrada en Venezuela en votaciones
para presidente, desde 1958.
Víctor Alvarez, miembro del Centro
Internacional Miranda, un think thank que durante muchos años apoyó el proyecto
de Hugo Chávez, aseguró el pasado 25 de febrero de 2019: “El chavismo, de ser
el 60% en la correlación de fuerzas, ha quedado reducido a no más de 25%”. Por
otro lado, lo que constituye un dilema para los genuinos críticos de la
democracia representativa, dentro de Venezuela el principal promotor de la
abstención en procesos electorales es la dictadura de Nicolás Maduro.
La
hegemonía de la mirada vertical
Resulta curioso que dentro de la izquierda
internacional, incluso en los sectores más autonomistas y libertarios, se haga
tanto énfasis al hablar sobre Venezuela en la disputa cupular y se ignore tanto
la amplia y extendida movilización desde abajo para sacar a Nicolás Maduro del
poder, como el sufrimiento del propio pueblo venezolano.
En el año 2014, entre los meses de
febrero a junio, se realizó un ciclo de protestas que tuvo como características
la descentralización, la diversidad estratégica y la petición de renuncia de
Nicolás Maduro como eje principal de articulación. La respuesta estatal a las
manifestaciones fueron 43 personas asesinadas, 878 lesionadas y más de 3306
detenciones. El 12 de febrero, luego de la realización de manifestaciones
simultáneas en diferentes ciudades del país, con la participación aproximada de
800.000 personas, y el asesinato de las 3 primeras personas por agentes
estatales, una rueda de prensa de la coalición opositora Mesa de la Unidad
Democrática (MUD) llamó a los manifestantes a desmovilizarse, “un luto de 3 días
sin protestas”. Las manifestaciones no sólo continuaron, sino que se
incrementaron, desobedeciendo la línea partidista oficial. Y aunque apenas el
7% del total fue de carácter confrontativo y violento, fueron las imágenes
privilegiadas tanto en los noticieros como en el discurso oficial. Luego, en el
año 2017, las declaraciones de la Fiscal General Luisa Ortega Díaz –en ese
cargo desde el año 2007- sobre la “ruptura del hilo constitucional” generó un
nuevo ciclo de protestas que duraron 4 meses, con movilizaciones en todo el
país, y que generaron un saldo represivo, según el informe del Alto Comisionado
de Derechos Humanos de la ONU, de 124 personas asesinadas en el contexto de
protestas, 5.051 personas detenidas y 609 manifestantes procesados por la justicia
militar. La magnitud de la indignación de las multitudes fue tan amplio, que el
propio gobierno contabilizó que en esos 4 meses habrían ocurrido 9.436
protestas en todo el país, para un promedio de 78 manifestaciones cada día.
Luego de la experiencia del 2014, los políticos participaron en las
movilizaciones, especialmente los primeros días y particularmente los diputados
opositores más jóvenes, en un liderazgo que no era unidireccional, sino
compartido, pues los manifestantes exigían un ritmo constante de presencia en
la calle. En esta oportunidad las demandas fueron 4: Respeto a la independencia
de poderes, Apertura del canal humanitario, liberación de los presos políticos
y anuncio de un cronograma electoral. La estrategia era provocar una transición
pacífica por colapso, dividiendo la coalición dominante, incluyendo a las
Fuerzas Armadas. Los manifestantes generaron sus propios mecanismos de
autoconvocatoria, autoregulación en la protesta y autoprotección, como lo
demostró la expansión de los llamados “cascos verdes”, un grupo de socorristas
voluntarios que nació y se expandió en las propias manifestaciones. Las
manifestaciones fueron tan intensas que para apaciguarlas el bolivarianismo
sacrificó el último símbolo que quedaba del legado de los días de Hugo Chávez:
La Constitución de 1999, imponiendo una Asamblea Nacional Constituyente que,
formalmente, tiene como objetivo principal la redacción de una nueva carta
magna. Aquella gesta ciudadana no sólo fue ignorada por la mayoría de la
izquierda internacional, sino criminalizada al amplificar las acusaciones
contra ella difundidas por el gobierno venezolano.
Antes de avanzar a los hechos más
recientes nos gustaría citar algunas estadísticas que reflejan la profundidad
de la crisis venezolana, que según las estimaciones de la Alta Comisionada para
los Derechos Humanos de la ONU, ha ocasionado que 3 millones de personas hayan
literalmente huido del país, en un corto plazo, generando la peor crisis
migratoria de la historia reciente en América Latina. Como se privilegió la
importación, en tiempos de altos recursos, desde el año 2014 la producción
local de alimentos, que ya era insuficiente, disminuyó en 60%, mientras que sus
volúmenes de importación han bajado en 70% entre los años 2014 y 2016. Un
estudio de Caritas en sus comunidades beneficiarias determinó que el 64% de los
venezolanos habría perdido 11 kg de peso entre los años 2016 y 2017, mientras
el 63% redujo la cantidad de comidas al día. En el año 2016 las muertes
maternas, un indicador internacional sobre la situación de pobreza en un país,
había aumentado 66%, Por otra parte, los gremios han denunciado que la escasez
de medicamentos se calculaba, para diciembre de 2018, en 85%, mientras el 79%
de los hospitales no reciben agua de manera regular y el 53% de los quirófanos
de los hospitales públicos están cerrados. Es tanta la desconfianza en el
sistema público de salud que ellos mismos han administrado que los altos
jerarcas del régimen, incluyendo el propio Hugo Chávez en su momento, atienden
su situación de salud y la de sus familiares en hospitales de otros países.
Según las tres principales universidades del país, el 48% de los hogares
venezolanos tendrían sus necesidades básicas insatisfechas. Todos los
indicadores económicos están transitando de la catástrofe al horror, siendo la
inflación esperada para este 2019 mayor de 10.000.000 % y el salario mínimo,
para el 30 de enero, equivalente a 5,45 dólares al mes.
Luego de la muerte de Hugo Chávez han
surgido diferentes grupos que, calificados como chavismo “crítico”, “disidente”
u “originario” han venido denunciando al gobierno de Nicolás Maduro como “traidor
al legado de Chávez”. Sobre este grupo ha recaído una represión feroz. Un
informe de la ONG Provea contabiliza en 46 los casos de chavistas disidentes
que han sufrido cárcel, despido y amenazas a su integridad física. El caso más
conocido es el de Miguel Rodríguez Torres, ex director de la policía política
SEBIN y ex ministro de interior y justicia en 2014, que fue encarcelado en
marzo de 2018 por sus críticas al gobierno. El más reciente es el asesinato de
Alí Domínguez, el pasado 28 de febrero, quien venía denunciando la corrupción,
el acoso a los periodistas y las violaciones de derechos humanos del gobierno.
La
encrucijada de 2019
El 21 de enero de 2019 alrededor de 30
funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana desconocieron en redes sociales
la autoridad de Nicolás Maduro, lo que originó una cadena de protestas en los
barrios del oeste de Caracas y de otras ciudades. Durante una semana los
sectores populares del país encabezaron un ciclo de protestas que fue
respondido duramente por el gobierno, debido a su alto costo simbólico. En una
semana fueron asesinadas 43 personas, 35 de ellas en el contexto de protestas y
8 restantes identificadas y asesinadas después de haber participado en ellas.
De las 35 una cifra de 25 había participado en un cierre de calle y 10 en un
saqueo o intento de saqueo, dos de los mecanismos privilegiados de protesta en
los sectores populares del país.
El actual conflicto venezolano ha dejado
de ser 1) De clases, dado la incorporación de los sectores populares a las demandas
de cambio, visiblemente desde el 2017 y claramente en este 2019 y 2)
Ideológico, cambiando la antigua polarización chavismo versus antichavismo por
una nueva, democracia contra dictadura, como lo refleja la incorporación de los
chavistas disidentes a los esfuerzos y movilizaciones por el tránsito a la
democracia.
Las razones profundas del conflicto, la
pobreza atroz de la población y la falta de democracia, son obviadas por
quienes intentan simplificarlo a una supuesta confrontación entre el gobierno de
Estados Unidos, encabezado por Donald Trump, y Nicolás Maduro. Esta visión
colonialista ignora el papel de los gobiernos latinoamericanos, la mayoría
agrupados en el llamado “Grupo de Lima”, que han tenido que asumir iniciativas
cuando sus territorios fueron desbordados por la migración venezolana y, en
menor medida, México y Uruguay. Otro contrapeso internacional es la Unión
Europea, donde casi todos sus países miembros han desconocido el segundo
período presidencial de Nicolás Maduro, por ser consecuencia de un fraude
electoral, y han promovido un mecanismo llamado “Grupo de Contacto” para
presionar por una salida negociada, que pase por la realización de elecciones.
No obstante, detengámonos en el papel de
Estados Unidos en la situación venezolana. Aquí debo recomendar el mejor
análisis que he leído sobre Venezuela (ubicable en http://periodicoellibertario.blogspot.com/2019/03/la-izquierda-y-los-espejismos-de-la.html),
una entrevista al periodista francés radicado en Quito Marc Saint Upery, quien
divide en dos las opiniones de izquierda internacional sobre el tema: “Un
delirio total sobre la intervención imperialista (…) que demuestra hasta qué
punto hoy el antiimperialismo latinoamericano, y no solo latinoamericano, es
una ideología zombi y un vector de colosal ignorancia, paradójicamente, sobre
el mismo imperio y los mecanismos de su funcionamiento real” y, por otro lado,
“Una ignorancia teórica y empírica abismal sobre la naturaleza y la evolución
del régimen chavista-madurista, acompañada por una falta total de imaginación
moral y empatía humana por la suerte del pueblo venezolano real y no
fantaseado”. Sobre la ascendencia de Washington sobre Venezuela, responde:
“Hubo una especie de bluff cruzado, de apuesta un poco teatral y arriesgada,
entre Voluntad Popular –el partido político de Juan Guidó- y los «neocons»
estadounidenses, cada uno tratando de instrumentalizar al otro al servicio de
sus propios objetivos inmediatos, con la intermediación compleja de varios
actores que hacen de «policías malos» (Almagro, el Grupo de Lima) o «policías
buenos» (Uruguay, la Unión Europea). Tanto la supuesta «amenaza de intervención
militar» estadounidense como la «presidencia» de Guaidó son ficciones
productivas que desbloquearon una situación totalmente bloqueada por el poder,
pero pueden entrar en un espiral destructiva en función de la extrema
volatilidad del escenario”. Según su criterio, que comparto, la sintonía entre
la fracción “neoconservadora”, encabezada por John Bolton, y los “halcones más
especializados en política hemisférica”, como Elliot Abrams o Marco Rubio, no
cuentan con el consenso del Congreso de Estados Unidos que valore a Venezuela
como una amenaza a su seguridad, ni de la opinión pública de los ciudadanos de
ese país ni tampoco del apoyo del Pentágono o del aparato de seguridad. ¿Es
posible oponerse, siquiera, a la sugerencia de intervención militar
estadounidense y a la vez denunciar el modelo opresor que significa Nicolás
Maduro y su gobierno? Claro que sí, y es lo que muchos venezolanos estamos
haciendo en este momento.
El eclipse del progresismo
latinoamericano y la ausencia de crítica al chavismo por parte de la izquierda
internacional regaló, en bandeja de plata, las demandas democratizadoras del
pueblo venezolano a los sectores más conservadores. Si a esto le sumamos el
profundo desprestigio que el bolivarianismo ha endosado a cualquier proyecto
alternativo al capitalismo dentro de Venezuela, es comprensible que para
cualquier joven no mayor de 25 años, protagonistas de las protestas dentro del
país, la izquierda no sólo haya dejado de ser un referente, sino que es la
principal ideología a combatir. En esto coincido con Marc Saint Upery cuando
afirma que “aunque nos duela, hay que mirar la realidad en frente: hoy en
Venezuela, el «socialismo», la «revolución», el «antiimperialismo», son
palabras obscenas y probablemente lo seguirán siendo por lo menos durante los
próximos 25 o 30 años”.
Salir
de Maduro como requisito para cualquier posibilidad
Con todo y lo anterior, hay mucho
espacio para la esperanza. El bolivarianismo no fue una ruptura sino una
continuidad de las principales matrices políticas, económicas y socioculturales
venezolanas, por lo que cualquier escenario posterior dará la oportunidad de
superar sus aspectos más negativos, como el caudillismo y la dependencia del
extractivismo. Por otro lado, a pesar de la actual popularidad de Juan Guaidó
–quien ha convocado jornadas nacionales de protesta en todo el país, incluyendo
pueblos y zonas rurales-, la crisis de representatividad política se mantiene,
como reflejan los estudios de opinión que lo ubican como el único político en
el país con mayor tasa de aprobación que de rechazo. Siendo así, hay
condiciones objetivas para promover otras formas de acción política, menos
dependientes de las etiquetas y más a sus resultados, que para nosotros
deberían ser la re-creación y fortalecimiento de un tejido asociativo y
cooperativo a nivel de base.
La salida de Nicolás Maduro y su
gobierno del poder, y el regreso a las formalidades democráticas, permitirán
condiciones para la actuación de movimientos sociales autónomos e
independientes, ahora negado de plano por las condiciones políticas, económicas
y culturales impuestas por la dictadura. No sólo es improbable, sino que es
desmovilizador promover una hipotética propuesta de “salida por la izquierda”,
como hace buena parte del trotskismo local e internacional, o un maximalismo
sin ningún tipo de incidencia ni capacidad para pomoverlo, “Ni Maduro Ni
Guaidó”, como repiten algunos anarquistas. Por ahora, todos los esfuerzos deben
ser para salir de la dictadura y generar un escenario sociopolítico diferente,
donde podamos de nuevo aspirar a generar una propuesta, pero especialmente una
práctica, alternativa, social y libertaria para el país.
[Publicado en la revista Libre Pensamiento # 99, Madrid, verano
2019.]
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