Octavio Alberola
Un
libro no es jamás el fruto del azar, sino de las circunstancias que han
llevado al autor a escribirlo. Este libro tampoco es el fruto del azar, sino de las
circunstancias que me llevaron a
reflexionar y a interrogarme sobre lo que el anarquismo y la revolución han sido para mí, como sobre lo
que también han sido para otros
y otras. No sólo porque, desde muy joven y a lo
largo de mi vida, he dudado de la magia de las palabras y de la acción reducida a retórica, sino también
por haber pensado siempre que –de
una manera o de otra– somos
los testigos, y también los
actores, de la historia en curso.
He
aquí pues, muy resumidas, esas circunstancias:
La
primera, por haber sido mis padres maestros “racionalistas”, en las
escuelas creadas por los trabajadores de la Confederación
Nacional del Trabajo (CNT) en diferentes ciudades de España, y después,
cuando tenía ocho años, por haber vivido
con ellos y mi hermana el comienzo de la Guerra Civil, de 1936, hasta la derrota del antifascismo
español y la dolo-rosa “retirada”
de febrero de 1939 para encontrar refugio en Francia.
La
segunda, por haber vivido en México –el país en el que se había producido, en 1910, una de las
primeras revoluciones del siglo XX– desde pocas semanas antes del comienzo de
la Segunda Guerra Mundial
hasta que, en 1962, me marché para incorporarme
a la lucha clandestina antifranquista –lucha
que se prolongó para mí hasta
mi última detención en Francia, poco antes
de la muerte de Franco en 1975.
La
tercera, porque, tras salir definitivamente de la clandestinidad y
volver a ser un “ciudadano normal” –al
mismo tiempo que España
reencontraba la “democracia”–,
he podido participar
públicamente en los combates políticos y sociales de esta nueva etapa y en los debates y
cuestionamientos intelectuales que
esos combates han suscitado desde entonces hasta ahora.
Un
periodo de más de medio siglo, que va desde mi primera detención y encarcelamiento en México hasta
hoy, y durante el cual se sucedieron muchos acontecimientos importantes en el mundo: tanto para la marcha de la
historia como en la manera de
interpretarla y de intentar cambiarla. Y, entre ellos, los más importantes para mí fueron, sin
ninguna duda, el haber vivido en
México un exilio impregnado del recuerdo mítico de la Revolución Española y el haber
participado al inicio de la Revolución
Cubana con el grupo de exilados cubanos que preparó –en México–
la expedición del Granma y organizó el apoyo a la lucha contra la dictadura de Batista
hasta el triunfo de “los barbudos”
de Sierra Maestra en 1959. Y luego, el haber asistido a la inexorable deriva de esta “Revolución”
hacia el capitalismo de
mercado, siguiendo los pasos de las “Revoluciones” rusa y china que le han precedido en tal
involución. Sin olvidar esos exaltantes
momentos de concienciación libertaria que fueron el movimiento de Mayo de 1968 en Francia y, en
1989, la caída del “Muro de la
Vergüenza” en Berlín, esa insurrección popular que
marcó simbólicamente el comienzo del desmoronamiento de la Unión Soviética y el final de la
bipolaridad ideológica en el
mundo de hoy.
A
esas circunstancias (muy resumidas) hay que añadir también el hecho de
poder disponer hoy de esos extraordinarios medios
de expresión y comunicación que son la informática e Internet pues, además de haber podido
localizar casi todos mis textos,
escritos en las circunstancias ya precisadas, he podido recuperarlos y resumir algunos de ellos para
integrarlos en este libro. Un
libro que, además de ser un síntesis biográfica de mi participación en la lucha contra el
franquismo y por un mundo más
justo, también es un testimonio de mi contribución al combate de ideas
que se desarrolló, durante ese periodo, para pensar un mundo de libertad, de igualdad y
fraternidad para todos, y los
medios para hacerlo posible. Un combate en el que he participado y en el
que sigo participando en tanto que anarquista heterodoxo.
No sólo porque, desde que comencé a identificarme con el ideal anarquista, ya era alérgico a
los símbolos y a las etiquetas,
a las ideas transformadas en ideologías, en sistemas o en dogmas, sino también porque lo sigo
siendo –inclusive más que antes– a las formas simbólicas o doctrinarias a
las que algunos pretenden
reducir el anarquismo para no implicarse en las
luchas sociales. También porque, pese a los esfuerzos de los anarquistas y de muchos otros, ese mundo de
libertad aún está por
realizarse, lo que nos obliga a desacralizar nuestro ideario y nos fuerza a ir más allá de las proclamas,
las celebraciones, las hazañas
individuales o las gestas colectivas del pasado.
Esta
es la razón por la que debemos proseguir ese combate, junto con todas las corrientes
revolucionarias que se pretendan emancipadoras,
sin a priori ni exclusivas, lejos de ortodoxias y
dogmatismos. También es la razón de haber precisado en el título que se trata de reflexiones
heterodoxas; pues, siendo alérgico al poder, a todas las formas de
poder, de autoridad y de dominación,
y considerando la libertad como el fundamento de las
relaciones humanas en una sociedad de igualdad, ya me oponía entonces, y
continúo oponiéndome aún hoy, a la transformación del anarquismo en
catecismo, en retórica más o menos revolucionaria.
Esto no sólo por seguir considerándolo necesario sino también porque hay
muchos crédulos que, pese al final
de la fe en las ideologías (lo que también vale para el anarquismo
cuando se le reduce a “ismo”), aún siguen buscando la “buena” ideología, una búsqueda que
contribuye –sea por nostalgia
de la vieja Fe o por necesidad militante de inventar una nueva–
a reforzar la pasividad de la espera y a hundirnos aún más en la actual impotencia revolucionaria
frente al capitalismo más
voraz, agresivo y peligroso de la historia.
Debemos
ser conscientes de ello y reconocer –por fin y pese a nuestros estados de ánimo– nuestras contradicciones ideológicas
y nuestra integración social; pues sólo así podremos adoptar actitudes más pertinentes: tanto en
relación con nuestras aspiraciones antiautoritarias como frente a la
realidad social actual. Esa
realidad en la que, tras el fiasco del “marxismo real” y del auge de la mundialización de la sociedad de
mercado, la aspiración emancipadora ha desaparecido casi totalmente,
inclusive entre los
anarquistas.
¿Cómo
negar que, pese a la estafa moral que ha sido el liberalismo,
que ha acrecentado por todas partes la miseria, la exclusión social, las guerras y los graves
peligros ecológicos, la inmensa
mayoría de los humanos es incapaz de concebir otro horizonte que el del capitalismo y el de la
democracia bur-guesa? Y eso a
pesar de habernos conducido a la situación en la
que estamos... De ahí la necesidad y urgencia de denunciar y desmontar los
artificios dialécticos y los métodos –insidiosa-mente inquisidores y sutilmente perniciosos– del capitalismo y de esta democracia, que han conducido la
humanidad a este callejón sin
salida; pero también la necesidad y la urgencia de reconocer las contradicciones entre nuestros
discursos revolu-cionarios y
nuestras praxis. Aunque continuar nuestra crítica al poder siga siendo absolutamente
necesario, lo es aún más no obviar
lo que le permite existir y consolidarse: nuestra servidumbre (más o menos)
voluntaria. Esto no sólo porque es esta servidumbre
la que permite al Poder existir y al capitalismo continuar la
expoliación del fruto de nuestro trabajo, sino también la que les permite continuar su obra
depredadora del planeta.
Ante
una realidad tal, que muestra la extrema peligrosidad del capitalismo y la complicidad del Poder,
de todos los poderes, en el
funcionamiento del sistema de convivencia autoritaria, es necesario designar al enemigo de la
humanidad por sus verdaderos nombres: Capital y Estado. Designarlos y
tratar de hacerlos desaparecer
antes que ellos nos hagan desaparecer a todos. Y no
es sólo por razones ideológicas que debemos hacerlo, que no debemos resignarnos a soportarlos
indefinidamente, sino también porque combatirlos es una cuestión de
dignidad y vital: tanto para
poder continuar existiendo como para no dejarnos reducir
al estado de vasallos, de objetos, de mercancías.
Si
no queremos ser eso, si queremos ser seres humanos dig-nos, en todo el sentido de la palabra,
debemos desarrollar un pensamiento
y una actitud de negación consecuente contra el
Poder de los opresores y de sus ideas. Es decir: “contra el Estado,
contra el Dinero, y por consiguiente, contra su actualidad, el Progreso
que nos lleva a la Muerte”,
como decía Agustín García
Calvo.
Debemos
hacer, pues, este trabajo intelectual y comenzar por
anular, tanto en el plano teórico como en el práctico, y de la manera más radical y más profunda a nuestro
alcance, la antítesis entre el
pensamiento y la acción. En los tiempos de la mundialización
capitalista no podemos contentarnos con teo-rizar/soñar
los actos son más necesarios que nunca. Frente a un
porvenir tan sombrío es imperiosamente necesario y urgente reaccionar, saber por qué y en qué contexto
debemos hacerlo. Ahora sabemos
que, en los tiempos del Capital mundializado, la
única organización del Poder a combatir es la “democra-cia”, el gobierno de la tecnocracia. No
sólo por ser ese Poder el único
que existe hoy, sino también porque toda otra forma de organización del Poder está destinada,
de una manera o de otra, a
concebirse como aproximación a la actual “democracia” capitalista.
Todo
esto se aborda en este libro, lo que el pensamiento y la acción anarquista pueden aportar hoy al
combate de ideas y praxis,
para hacer emerger una sociedad sin explotación ni dominación, y al mismo tiempo respetuosa de
la naturaleza. Una reflexión y
un cuestionamiento hechos a partir de mis viejos y recientes enfoques,
que yo creo han sido y serán siempre heterodoxos;
pues, aunque parta de ellos y continúe utilizando la palabra revolución para designar el cambio social, no los concibo válidos para siempre ni concibo ese
“cambio” como la culminación de
un proyecto emancipador fijado de avance. Al contrario, pienso que tanto el anarquismo
como la revolución deben estar
abiertos a la innovación ética y a todas las potencialidades
emancipadoras de la libertad.
Por
eso me parece pertinente recordar que desde el naci-miento del capitalismo moderno en el siglo xix,
que engendró –a través del
salario– el mundo actual del
trabajo explotado y dominado,
el deseo de emancipación se encarnó en el movimiento obrero, que luchaba
por la revolución social para poner fin
a toda forma de explotación y dominación. Desde entonces, para alcanzar
esta utopía, los explotados y dominados han tomado
diversos caminos, y uno de ellos ha sido el propiciado por los anarquistas. De ahí la pertinencia de
no olvidar lo que es ese
camino y de reconocer que, para enunciar hoy lo que es el anarquismo, se debe comenzar por buscar,
en la galaxia de los
pensamientos que le han precedido, lo que le ha ayudado a constituirse como el pensamiento más
radical y más consecuente del
rechazo de la autoridad y del deseo de libertad, del hombre sin Dios ni Amo, pero solidario e igual del
Otro. Hay que buscar esos
soportes ideológicos o éticos, por lo menos, en los pensamientos de los
que, desde el siglo XVI, se
pueden considerar como sus
precursores: los Étienne de la Boétie, Jean Meslier, Sylvain Maréchal, William Godwin, Charles
Fourier, Henry David Thoreau,
Anselme Bellegarrigue y Joseph Déjacque. Y también en el pensamiento de otros
más contemporáneos: los
Stirner, Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta, Reclus, Faure, Armand, Makhno, Murray Bookchin, como
igualmente en el pensamiento de
los postestructuralistas Michel Foucault, Gilles
Deleuze, Félix Guattari, Pierre Bourdieu, Jean-François Lyotard y Jacques Derrida, que han
producido aportes de gran valor,
sobre los cuales se han apoyado los postanarquistas de hoy: los Todd May, Saul Newman, Lewis Call,
Daniel Colson, Michel Onfray,
David Graeber, etc. Una genealogía que podría comenzar
–además– con las enseñanzas humanistas y
libertarias que se pueden
encontrar en los escritos de los epicúreos, los cínicos
y los estoicos de la Grecia antigua, como también en el taoísmo y el budismo, y en el
funcionamiento de las sociedades primitivas
que existían sin estructuras jerárquicas, sin relaciones de
mando/obediencia que discriminan y someten. Pues, de hecho, sin esos aportes filosóficos e
históricos, el corpus conceptual del anarquismo no existiría o, por lo
menos, no tal como existe hoy.
De
ahí mi insistencia en precisar que el anarquismo, por no haber surgido únicamente de la cabeza de
un hombre y por incitarnos a
rechazar toda forma de autoridad, no puede ser considerado
un sistema, una teoría. ¿Cómo encerrar lo abierto? ¿Acaso no es el anarquismo la expresión más
radical y consecuente del deseo de libertad, de ese deseo/aspiración que
ha empujado a los hombres a
luchar contra todos los poderes que han
querido transformarlos en esclavos a lo largo de la historia? Y siempre en concordancia con las
condiciones del social/histórico en el que se decidía y se decide la
posibilidad de libertad.
El
hecho mismo de haber dado lugar a diversas corrientes (el individualismo, el ilegalismo, el
espontaneísmo, el colectivismo, el
insurreccionalismo, el anarcosindicalismo, etc.) testimonia esta imposibilidad de poder convertirlo en
doctrina; pues esas corrientes,
además de expresar frecuentemente visiones contradictorias de la
realidad del mundo, sólo han sido –a
fin de cuentas– hipótesis de trabajo para vivir sin
autoridad, para la anarquía.
Es
pues por todo esto que los conceptos y las herramientas, que han
contribuido a la formación de un corpus y de una práctica
anarquistas sin Dioses ni Amos para la mayoría de los humanos, no pueden ser considerados
inmutables y que es necesario adaptarlos a los contextos de cada época, de
cada cultura, de cada
sociedad. Una adaptación que, en lo fundamental, es una adecuación subjetiva a las condiciones
objetivas de la lucha: tanto
para que la dominación sea percibida como lo que ella es, como también para volver más eficaz la
resistencia a sus dispositivos económicos, políticos y culturales. De
ahí la importancia de seguir
la evolución de este corpus a través del desarrollo del social/histórico desde –por lo menos–
la Primera Internacional. No
sólo porque el anarquismo ha “evolucionado” desde esos tiempos sino también porque ha evolucionado
la idea del cambio social, de la Revolución. La Revolución: esa idea,
esa palabra que ha incitado siempre a los anarquistas a actuar, a no disociar el verbo y la acción, a no reducir
su quehacer a retórica, por
revolucionaria que ésta se pretenda.
Ahora
bien, ante tantas tentativas fallidas en concretizar la Revolución, ¿cómo ser insensibles a tales
fracasos y no platearnos la cuestión de abandonarla o reinventarla? No sólo en lo concerniente a la formulación de lo que
fueron y son aún los discursos
y las praxis revolucionarias sino también en el propio sentido del objetivo emancipador.
He
aquí por qué es tan importante seguir esa “evolución” a través de los discursos y las prácticas de
los anarquistas, y por qué
esta obra, que recoge algunos de mis textos escritos sobre este tema desde los años cincuenta del
pasado siglo hasta hoy, puede
ser de alguna utilidad. No sólo porque desde entonces no he cesado de considerar el anarquismo y
la revolución sin catecismos,
sino también porque siempre lo he hecho en relación con el contexto
social/histórico en el que se desarrollaba mi
militancia. Un contexto cada vez más complejo y difícil de desentrañar en sus mecanismos de
funcionamiento. Pero un contexto
frente al que un anarquista no podía quedar pasivo, pues, aunque no se piense la historia de
manera teleológica, los anarquistas
somos conscientes de que el determinismo histórico cuenta en ella y que, en consecuencia,
nuestras acciones también cuentan;
por lo que, de una o de otra manera, contribuimos a que la historia sea lo que finalmente es.
Por
ello, y por ser el objetivo del libro dejar una traza de esta reflexión y de este cuestionamiento,
me ha parecido lógico precisar las circunstancias en las cuales esta reflexión
y este cuestionamiento se han producido. Porque, para mí, la política no
es lo que se hace a partir de
una verdad ideal sino la relación que los
hombres establecen todos los días entre ellos: una práctica, más que un discurso. De ahí que, para lo
que quiero desarrollar aquí,
considere tan importante situar la lucha de los libertarios españoles contra el franquismo en el
contexto político de esa época.
Época que he dividido en dos periodos porque, al pasar los años, su fe en el ideal fue cambiando.
En el primer periodo, que va de
los años treinta a los años setenta del siglo XX,
los libertarios continuaron
creyendo en la Revolución, pese a lo aciagos
que fueron para ellos el apogeo del nacionalfascismo, los cinco años de la Segunda Guerra Mundial
y los años de la Guerra Fría.
En el segundo periodo, que se extiende desde el final
de los años setenta del siglo XX
hasta hoy, los libertarios tuvieron
que resignarse a la consolidación de la transición a la “democracia”
burguesa en España y a ver su lucha reducida a
un protagonismo cada vez más testimonial. Y ello a pesar de que la desaparición de la Unión
Soviética y la mundialización de la economía les dan argumentos sólidos
para defender sus propuestas
emancipadoras frente a los destrozos sociales y medioambientales
producidos por las políticas neoliberales y socialdemócratas
actuales.
He
aquí por qué he dividido la obra en dos partes: la primera, “En los
tiempos de la Dictadura”, que abarca mi exilio en México y mi participación en la lucha
clandestina contra la dictadura franquista, y, la segunda, en el tiempo
de la “Democracia reencontrada”,
durante mi arresto domiciliario en París, después de la muerte de
Franco, y, a partir de 1981, en “libertad”, como
los demás, para seguir enfrentando la mundialización y las
crisis capitalistas.
[Tomado
de la edición digital completa del libro, accesible en https://anarkobiblioteka2.files.wordpress.com/2016/08/LA_REVOLUCI%C3%93N_-_Octavio_Alberola-1.pdf.]
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