Francisco J. Velasco
El pasado lunes 10 de junio de 2019 el ecologista José Luis Álvarez Flores fue hallado muerto a balazos en el municipio de Palenque, en el estado de Chiapas y límite con Emiliano Zapata, en Tabasco, México. En el lugar donde fue encontrado el cadáver de Álvarez fueron dejados unos mensajes escritos en las que se amenazaba a familiares, así como a otros activistas ambientales. Álvarez Flores, quien infructuosamente había pedido protección a las autoridades mexicanas por haber recibido varias amenazas de muerte, se había destacado en la lucha por la defensa y protección del mono aullador conocido localmente como saraguato, para lo cual había establecido en el estado de Tabasco un área protegida de 345 hectáreas en la que, entre otras numerosas especies, también conviven diversas variedades de aves y reptiles. Su lucha también incluyó más recientemente la oposición a la extracción ilegal de arena y piedras en el río Usumacinta. Cabe destacar que en los últimos decenios se han reportado los asesinatos de 125 ecologistas en territorio mexicano. Como lo demuestran numerosos reportes provenientes de distintas partes del mundo, la matanza de ecologistas no es exclusiva de México. En la medida en que la caza furtiva, la minería, el agronegocio, las grandes explotaciones madereras, pesqueras, petroleras y gasíferas avanzan por doquier con su secuela de deforestación, desertización, contaminación, cambio climático y destrucción de hábitats, diferentes grupos de activistas incrementan sus denuncias y presiones a gobiernos y corporaciones. En este marco las respuestas por las que optan los organismos estatales y las empresas suelen abarcar un espectro que va desde legislaciones y medidas que restringen o prohíben el activismo ambiental hasta penalizaciones, persecuciones, violaciones y muertes a manos de efectivos militares, organismos de seguridad, grupos paramilitares y organizaciones delincuenciales. Además de ecologistas y activistas por los derechos territoriales, las víctimas de esta mortífera escalada incluyen comunicadores sociales que reportan estos asuntos y quienes por lo tanto se convierten en objetivos militares.
El pasado lunes 10 de junio de 2019 el ecologista José Luis Álvarez Flores fue hallado muerto a balazos en el municipio de Palenque, en el estado de Chiapas y límite con Emiliano Zapata, en Tabasco, México. En el lugar donde fue encontrado el cadáver de Álvarez fueron dejados unos mensajes escritos en las que se amenazaba a familiares, así como a otros activistas ambientales. Álvarez Flores, quien infructuosamente había pedido protección a las autoridades mexicanas por haber recibido varias amenazas de muerte, se había destacado en la lucha por la defensa y protección del mono aullador conocido localmente como saraguato, para lo cual había establecido en el estado de Tabasco un área protegida de 345 hectáreas en la que, entre otras numerosas especies, también conviven diversas variedades de aves y reptiles. Su lucha también incluyó más recientemente la oposición a la extracción ilegal de arena y piedras en el río Usumacinta. Cabe destacar que en los últimos decenios se han reportado los asesinatos de 125 ecologistas en territorio mexicano. Como lo demuestran numerosos reportes provenientes de distintas partes del mundo, la matanza de ecologistas no es exclusiva de México. En la medida en que la caza furtiva, la minería, el agronegocio, las grandes explotaciones madereras, pesqueras, petroleras y gasíferas avanzan por doquier con su secuela de deforestación, desertización, contaminación, cambio climático y destrucción de hábitats, diferentes grupos de activistas incrementan sus denuncias y presiones a gobiernos y corporaciones. En este marco las respuestas por las que optan los organismos estatales y las empresas suelen abarcar un espectro que va desde legislaciones y medidas que restringen o prohíben el activismo ambiental hasta penalizaciones, persecuciones, violaciones y muertes a manos de efectivos militares, organismos de seguridad, grupos paramilitares y organizaciones delincuenciales. Además de ecologistas y activistas por los derechos territoriales, las víctimas de esta mortífera escalada incluyen comunicadores sociales que reportan estos asuntos y quienes por lo tanto se convierten en objetivos militares.
Grupos defensores de los derechos humanos como la inglesa “Global Witness” han denunciado que en la década iniciada en 2001 fueron liquidados más de 700 ecologistas a lo largo y ancho del mundo. Según la “Environmental Justice Foundation”, en el año de 2003 decenas de personas fueron pasto de la violencia anti-ecologista en al menos 11 países por oponerse a los impactos ambientales de empresas camaroneras. En 2012 se registraron 147 asesinatos de ecologistas. Entre 2002 y 2012 los enemigos del ambiente mataron al menos 908 personas. En solo seis de esos casos los asesinos fueron juzgados y condenados y ese nivel de impunidad se mantiene hasta nuestros días. En este período los años más letales fueron 2010 y 2011 con 96 y 106 crímenes. Ante el continuo incremento en el saldo de estas muertes, en marzo de 2014 el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas estableció que los defensores de los derechos ambientales merecían la misma protección que otros defensores de los derechos humanos. Muchas de las víctimas de la violencia motivada por asuntos ambientales son líderes de base que se activan cuando sus comunidades son amenazadas por calamidades ecológicas. Por lo general se trata de personas y grupos especialmente vulnerables con escaso o ningún apoyo logístico, institucional y mediático, que son sacrificadas en nombre del progreso, el desarrollo y la rentabilidad.
Entre 2016 y 2017 aumento el número de homicidios de activistas ambientales alcanzando un total de 207, lo que marcó un record a escala global. Cerca del 60% de esas muertes tuvieron lugar en América Latina. De acuerdo a Rosa Tristán, periodista española especializada en cuestiones ambientales, en 2018 la cifra de muertes llegó a 247. En lo que corresponde a 2019 nada presagia un cambio significativo en esta tendencia.
En países tan variados y distantes unos de otros como India, Irán, Pakistán, Gambia, Filipinas, República Democrática del Congo, Indonesia, Camboya, Rusia, Laos, y Kenya vienen ocurriendo desde hace años este tipo de atropellos y violaciones flagrantes a los derechos humanos. En América Latina, considerada la región más peligrosa para quienes defienden sus tierras, bosques, suelos y aguas, con Brasil a la cabeza (27 años después de la muerte del seringuiero Chico Mendes, defensor de la floresta amazónica, a manos del hijo de un terrateniente y transcurridos 11 años del crimen contra Dorothy Stang, asesinada en circunstancias similares) destacan en ese orden Colombia, México, Perú, Honduras y Nicaragua.
En medio de una realidad de creciente estancamiento económico y retroceso de indicadores sociales, con una profundización del modelo basado en la explotación y exportación intensiva de naturaleza, en América Latina la catástrofe social del neoliberalismo se complementa ahora con la catástrofe “progresista” que incluye y perpetua la ya existente represión y criminalización de movimientos sociales, políticos e intelectuales, con especial énfasis en los ambientalistas, por parte de gobiernos cada vez más autoritarios, verticalistas y centralistas de izquierda y de derecha. En Venezuela, país petrolero por excelencia, donde, a pesar de las consecuencias socioambientales negativas, el apoyo poblacional al extractivismo y su imaginario ha sido históricamente mayor que en otros países del área, los movimientos ambientalistas han tenido una incidencia relativamente modesta en la agenda de debates políticos, conflictos sociales y disputas territoriales. No obstante, las campañas de censura, descrédito y persecución no han faltado. Un ejemplo emblemático es el conflicto suscitado en torno al megaproyecto Arco Minero del Orinoco. Si bien es cierto que en esta situación aún no se llega al exterminio sistemático de ecologistas, es necesario decir que ha involucrado una violencia creciente en contra de comunidades y grupos de activistas indígenas. En todo caso, no luce descabellado pensar que en el campo de las agresiones de todo tipo en contra de quienes defienden sus derechos territoriales en consonancia con criterios ecológicos hayan ocurrido crímenes en Venezuela no registrados todavía. Baste recordar el prolongado hostigamiento al que fueron sometidos el activista yukpa Sabino Romero y otros miembros de su familia en la Sierra de Perijá, Estado Zulia, proceso que culminó en la matanza de Romero y otras personas, el cual probablemente marque un patrón de ocurrencia en otras regiones y localidades venezolanas.
En la expansión de la cancerosa economía global no hay lugar para la menor noción de un bienestar de conjunto. Ni las grandes explotaciones del agronegocio, la minería, los hidrocarburos, la madera y los recursos pesqueros, ni el deseo insaciable de acaparar cada vez más tierra, ni los promotores de conflictos militares internos e internacionales, consideran el bienestar de los pueblos y las demás especies vivas. Para lograr sus objetivos de acumulación y poder, igual depredan la naturaleza que desplazan los pueblos indígenas y asesinan a los líderes y defensores de sus bienes comunes. Los poderosos de la Santa Alianza establecida entre las corruptas e insensibles burocracias y las implacables deidades corporativas, mafias de por medio, personas y grupos de monólogo, testarudas, codiciosas, de chequeras, corbatas y charreteras, monovalentes en su dirección, pendientes de perpetuar miserias, durezas y controles herméticos, trabajan en función de un mundo sin valores, gris, seco y marchito, con graves tendencias destructivas y autodestructivas. Inmersos en la bancarrota civilizatoria del Dios Estado, codificación institucional de la perturbación, y del insaciable capital, persisten en su propósito de aniquilar la vida. Pero los ecologistas siguen luchando por un mundo mejor, aún a riesgo de sus existencias. Frente a una tierra cada vez más devastada y amenazada, ante la tragedia ecológica, sombra de sombras, que se cierne sobre todos los seres que habitan este planeta, por la concordia que seamos capaces de ofrecer a la discordia del mundo actual como espejo de una vasta, variada y renovada humana identidad, tenemos el derecho y el deber de reencontrar en una fresca corriente de optimismo una panoplia de certezas que nos permitan construir una armonía aún más grande que la que han soñado los ecologistas caídos. Así como la defensa de la vida humana no es un asunto exclusivo de los defensores de derechos humanos, la defensa de la naturaleza no incumbe sólo a los ecologistas. Ambas constituyen exigencias éticas, sociales y políticas para garantizar la sobrevivencia del género humano y de toda la constelación de la vida con la que éste se encuentra entrelazado.
[Tomado de http://www.ecopoliticavenezuela.org/2019/06/26/ecologistas-peligro-extincion-la-ofensiva-criminal-global-los-defensores-del-ambiente.]
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