Carlos Fos
He
dedicado los últimos treinta años de mi vida al rescate de discursos deformados o simplemente ignorados por las
historiografías clásicas teatrales. Las
escasas menciones al teatro producido por y para obreros, desde su propio
circuito, se refieren a la tosquedad
del mismo hasta cuestionarse su real existencia como práctica escénica. Los miles de textos
recogidos, los cientos de testimonios de
creadores recuperados del silencio oficial y la relevancia de este tipo de
propuesta en la continuidad de
nuestro propio devenir teatral responden a ese
cuestionamiento, al menos, desde mi punto de vista. Siempre he evitado la tentación de convertirme en un
coleccionista de piezas exóticas, poco visitadas,
cuyo potencial valga y descanse sobre sí mismas. Por el contrario, me enfoqué en la contextualización de los documentos
duros y orales que hallaba o generaba,
haciendo que los mismos dialogaran y se articularan en un devenir capaz de explicarse lógicamente desde múltiples
perspectivas científicas. Debí entonces,
como historiador, aunar el material considerando las características de las comunidades e individuos que los crearon.
Esta es una necesidad imprescindible
para cualquier análisis. De lo contrario, quedamos extasiados frente a un
conjunto borroso y sin
organización coherente que puede producir un halo de empatía en quien lo lee pero que no aporta nada a los
estudios del teatro nacional.
Estos
trabajos sirvieron para poner en debate la posible relación entre el teatro de obreros hasta la década de 1930
en Argentina, aunque sostengo algunos
desplazamientos temporales basados en la continuidad protagónica de los mismos militantes o en reescrituras de sus obras,
dentro del teatro independiente, el teatro
militante –en categoría desarrollada por mi colega Lorena Verzero– y aun en el teatro comunitario de postdictadura.
Para
adentrarme en este otero de la cartografía teatral, me apoyé en los documentos que me entregaron la
etnohistoria y la historia oral, a través de cientos de entrevistas a los protagonistas o
testigos, limitando el campo examinado al
período que se extiende entre 1890 (época que se modifica la base poblacional y con ella, la estructura social, política y
económica en Argentina por las masivas
oleadas de inmigrantes europeos) y 1930. Mi pretensión ha sido rescatar a luchadores que no ocuparon espacios
legitimados en el anarquismo local. Muchos
de ellos carecen de descendencia y su aporte al teatro político aficionado
hubiera muerto con su
desaparición física. Y es por este motivo que no deseo generar textos fuente,
sino colaborar en la reflexión sobre el valor del teatro como elemento de encuentro festivo a pesar del carácter
didáctico de la propuesta.
Cada
fragmento, cada ladrillo de memoria, merecía sentar las bases desde construcción de originales para futuras
producciones culturales. Elegir
reproducir parte de los textos facilitados por los obreros fue una decisión que tomé a pedido de la mayoría de ellos, que
los habían concebido para permanecer
en un circuito propio, aunque este ya no existiera más. En mis últimos libros me he enfocado en los grupos más periféricos
del movimiento, en los individuos que
preferían la tarea silenciosa pero libre, sin relación directa con los grandes sindicatos, centros, federaciones obreras
o periódicos anarquistas. Algunos,
antiorganizadores por convicción, y otros, respetuosos de su independencia a ultranza, eligieron caminos signados por
la continua acción, la reflexión sobre esa
acción y el diálogo con miembros de las bases de otras expresiones políticas; intercambios que, en algunos casos,
finalizaron en realizaciones conjuntas. No
eran dogmáticos, sino fieles a sus ideales y procuraron no repetir ese reduccionismo de sus enemigos que los
pintaban como violentos o románticos.
Sabían, como el resto de los ácratas, del valor del teatro como herramienta didáctica, pero muchos saltaron este corsé
y se atrevieron a escribir piezas de
aceptable calidad en relación con los recursos con los que contaban.
El
teatro es un acontecimiento que fusiona la imaginación con el trabajo.Nunca buscaron involucrarse con líneas que
defendían la concepción del arte porel
arte mismo desde un costado rupturista estético, porque para ellos este no puedeser separado de la acción que promueve; una
acción que parta de un público críticoque
es incitado a transformar la comunidad en la que vive. Por lo tanto, van atransferir esa repulsión hacia la fama o al
desmedido deseo de reconocimientocorrespondiente
a la concepción burguesa dominante del campo.
Mi
trabajo tiene también como objetivo demostrar cómo el teatro se convirtió en una de las manifestaciones
artísticas más destacables del movimiento,
promoviendo formatos didácticos para la circulación de su ideario. Su presencia
en los talleres-escuela,
círculos, centros, gremios, bibliotecas fijas y móviles, y en el cuerpo y la voz de los acólitos es un
ejemplo que prueba lo afirmado. Anarquistas
puristas, integradores, en definitiva, todos formaron cuadros filodramáticos y ofrecieron obras de elaboración propia o
de autores cercanos a la causa. Con un
sistema de recepción, crítica y producción que les pertenecía, fomentaron un reducto autónomo para su dramaturgia de
urgencia.
No
importan los nombres propios, solo la tarea por elaborar una oferta escénica, muchas veces en orfandad de
medios económicos y de brazos al servicio
de los trabajadores. Si un monólogo o un breve drama disparaba ideas o simplemente generaba una duda en el
público –enajenado por la prédica patronal– tenía sentido. Cualquier
sacrificio, incluidas la cárcel o la deportación inmediata, se podía tolerar si se colaboraba, desde
la modestia del teatro, a liberar mentes.
La
propuesta radical del anarquismo se diferencia de otras manifestaciones opositoras –como el comunismo o el
socialismo reformista parlamentario – en la
lucha directa con las corporaciones burguesas, incluyendo cualquier organización de Estado, aun uno surgido de la
revolución popular. Desconfiaban de las
vanguardias esclarecidas como líderes de los procesos de cambio y de los
populistas demagogos que
manipulaban al individuo diluyéndolo en la masa. La autoridad y el despotismo, como ejemplo de mal uso del
poder, eran enemigos irreconciliables
de los libertarios y sus textos teatrales lo desarrollan. Solo importaba la
praxis comunitaria, la
implementación de valores de corte humanístico en un colectivo agredido por la mercantilización y la
explotación del hombre por el hombre.
Los
ácratas pelearon por una sociedad sin restricciones, sin ataduras de leyes impuestas, inclusive desde la buena
voluntad. Esta particularidad se refleja en el
mundo estético de la producción teatral de los anarquistas, especialmente en las temáticas que abordaban. Ese esquematismo
que suele criticarse de sus obras se
debe a una visión polarizada de la realidad, a una lente maniquea, donde el
obrero esclarecido encarnaba
todos los atributos positivos, y los organismos burgueses o sus habituales ayudantes eran la
representación del mal en la Tierra. Algunos
consideraban esta perspectiva esquemática, pero sus convicciones eran tan
fuertes que siempre sentían
que la razón los guiaba en la acción.
Se
trataba de una acción de resistencia, pero sin el objetivo de quedarse en esa posición. Por el contrario, la clase
trabajadora se emanciparía y despojaría a la
oligarquía de sus puestos mal habidos. Para ello, fueron capaces de bocetar y
poner en marcha determinados
medios de producción y comunicación: imprentas,
diarios, librerías, talleres gráficos, agrupaciones comunitarias, que
funcionarán como antecedente
de la praxis y reflexión cultural. Pero no solo utilizaron estas estrategias. Se valieron de las armas del
adversario para que su mensaje obtuviera
dimensiones nacionales. Para ello recurrieron al solitario militante o a las
parejas, que recorrían los
inmensos y despoblados territorios siguiendo las vías férreas que los ingleses diseñaron para la extracción
de los bienes primarios. Los acólitos –tema
de diferentes trabajos que he encarado– tuvieron un papel fundamental, ya que llevaron el ideal a parajes en los que la
sindicalización era escasa. Mi intención de
reproducir fragmentos extensos de los diálogos con los militantes artistas, especialmente con varios acólitos fue que
ellos mismos describieran su llegada al
teatro y su opinión sobre lo que el teatro debía ser.
Cada
documento oral se transforma, entonces, en una microhistoria que ilumina al teatro obrero y batalla contra
la oscuridad a la que fue condenado.
Reivindicar al teatro de obreros resulta imperativo, no solo por la cantidad de
textos que escribieron o representaron, sino porque volveríamos a responder a las crónicas de los que, por error o por
omisión intencionada, fueron funcionales
a los modelos oligárquicos de Estado que monopolizaron buena parte de nuestra vida. Fueron simples en
sus construcciones, pero no acudían a
reduccionismos baratos y efectistas ni a palabras soeces sin otro sentido que divertir, es decir, no se transformaron en
cómplices de la confusión que se
pretendía sembrar en la clase obrera.
Esa
simpleza, vista en la multiplicidad de tópicos tratados y de estéticas apropiadas, se evidenciaba en su
dramaturgia. Para evitar malas interpretaciones
que pudieran surgir en un público no entrenado, las piezas recurrían a
situaciones cotidianas de
lucha, con un criterio próximo-distal. Utilizaban fórmulas sencillas y la repetición como resorte de estructura
dramática para asegurar el objetivo
didáctico y proselitista. La reiteración, en ocasiones exasperante en los dramas anarquistas, aparecía en los temas, la
fraseología y la elección de personajes
identificables estereotipados, entre los que destacaban el esclarecido, emisor
del mensaje, y el oponente,
vinculado a los sectores burgueses. Este maniqueísmo era resuelto en el final de la pieza con el
triunfo real o moral del héroe ácrata, y la
aparición de un joven o niño que tomaba la posta en la lucha.
Considero
que para realizar lecturas críticas del presente es imprescindible rastrear las huellas visibles de la
historia que conformaron los universos culturales
de las sociedades. La visión conservadora utiliza sus recursos para inventariar, amontonar aspectos sensibles a la empatía
de una comunidad. A esta postura
ideológicamente perversa se contrapone la que vuelve sobre el material y lo problematiza desde el presente,
estableciendo relaciones y grados de
representatividad en el colectivo. He puesto mi esfuerzo, entonces, en rescatar
paletas de identidades del mundo obrero en creación artística, una y otra vez sepultadas por la intencionalidad de los
discursos oficiales o la falta de interés de
otros. En esta línea de pensamiento debe comprenderse el concepto mismo de patrimonio que utilizo al sistematizar el
material encontrado, alejándome de esa
atracción fetichista que es potenciada por los sectores dominantes de una
sociedad, interesados por
cosificar elementos básicos de su universo mítico. Cuando el cansancio, las largas travesías en
regiones remotas patagónicas se convertían en
escollo difícil de sortear, aparecía el ejemplo de estos luchadores que
seguían, desde el discurso y
ejemplo de su avanzada edad, amasando proyectos. Bastaba una charla de algunos minutos con ellos para darme
cuenta de que la coherencia no se
declama, se ejerce.
[Versión
resumida del Prefacio de Un teatro de obreros para obreros, Buenos
Aires, Inteatro, 2015. El texto original completo es accesible en http://inteatro.gob.ar/Files/Publicaciones/71/2016%20Un%20teatro%20de%20obreros%20Fos.pdf.]
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