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sábado, 11 de mayo de 2019

La loca carrera de la domesticación



Biblioteca Social Contrabando (Valencia)



“El burgués representa el perfecto animal humano domesticado.”

                                                                           Aldous Huxley

Vivimos en tiempos grises. El debilitamiento de lasformas comunitarias de relación y el auge del individualismo nos abocan a la soledad en masa. La adhesión a las modas comerciales y las banderas nacionales son formas desesperadas de recoser nuestras identidades desgarradas. A menudo nos cuesta encontrarle sentido a una existencia fragmentada entre trabajos precarios, consumismo tedioso e intentos de evasión en garitos o viajes, que nos dejan sabor amargo al volver a la realidad. El modelo social en que vivimos solo ofrece sucedáneos mercantiles a nuestros deseos más profundos. Solemos aceptar esta situación miserable como la única posible, porque hemos sido domesticados, desde pequeños, para ello.
 


Las instituciones estatales y empresariales tienen como objetivo principal perpetuarse a sí mismas; para eso deben ser las únicas mediadoras en las relaciones entre las personas. Por esa razón, toda relación comunitaria que ponga obstáculos a sus planes supone una amenaza que debe ser eliminada, sea fagocitándola, negándola o criminalizándola. Las formas culturales que no encajan en la lógica mercantil o estatalista son acusadas de ser infantiles, inmaduras, arcaicas o de tener mal gusto, como pasa, por ejemplo, con la cultura de los migrantes, la del colectivo gitano o la tradición obrera. El modelo social capitalista se basa en la explotación de una parte de la población para beneficio de otra la desigualdad y la opresión son la base de las relaciones sociales en el Capitalismo. Esta dinámica daña nuestras vidas, provoca ansiedad, depresión y fragmentación de la personalidad.



El remedio mágico que ofrecen las instituciones para superar la frustración y las insatisfacciones es aspirar a ser clase media. Nos venden continuamente la idea de una especie de paraíso terrenal al que podemos acceder si nos adaptamos a la cultura de la clase media. Pero tratar e adaptarse a ella implica un proceso de aculturación y reprogramación que suele intensificar los efectos tóxicos causados por el propio modelo social.



Aspirar a ser clase media implica aceptar el proceso domesticador como algo beneficioso. Entendemos la domesticación como el proceso que nos moldea, de la cuna a la tumba, con el objetivo de convertirnos en piezas funcionales para el modelo social actual. La familia, la escuela, el puesto de trabajo, las redes y medios de comunicación, el sistema jurídico-penal, la institución sanitaria... son algunas de las principales entidades que nos domestican. Las técnicas varían pero el objetivo es el mismo y consiste en fomentar valores, hábitos y opiniones que refuercen el modelo actual de relaciones y reprimir los que lo cuestionen. Si la libertad es la vida, la existencia domesticada es solo supervivencia, una forma de muerte en vida. Lo que realmente hay detrás del ideal de la clase media es una huida enfermiza de la realidad, una huida que nos lleva a vivir de forma todavía más miserable. El ideal de la clase media es una ilusión producida por las élites para unificar a la población en torno al Estado y al Capitalismo. Es, también, un espejismo artificial que trata de ocultarlas fracturas y confl­ictos sociales bajo la suave apariencia de gradaciones en la escala social. Es, en definitiva, una versión falsa y corrupta de la sociedad sin clases.



El idealde la clase media no se corresponde con las condiciones socioeconómicas de la mayoría de la población (en relación a ingresos, propiedades, control relativo sobre el trabajo o redes de contactos) sino que es propio de sectores como el de las profesiones liberales, los funcionarios medios, los empresarios o los directivos. Está formado por un conjunto de ideas, valores, gustos y hábitos propios de estos sectores que se presentan como la llave para que cualquiera pueda ascender socialmente. En realidad el ascensor solo funcionó algún tiempo y para muy pocos; arriba no queda sitio.



Asumir la cultura de clase media suele implicar dinámicas de autonegación  y falta de autoestima para quienes no se ajustan a sus exigencias, sea por las condiciones económicas, el entorno social, los gustos, las formas de expresión, el aspecto físico, etc. El ideal se empezó a difundir a principios del siglo XX, en momentos de crisis y confl­ictividad social intensos. Para retomar el control de la situación, entre otras medidas, se fomentó el crecimiento de las organizaciones estatales y empresariales, y se impulsó el comercio. Al principio, el ideal de la clase media sirvió para colonizar las almas del emergente sector de los empleados precarios (secretarias, administrativos, dependientes de comercios, etc.). El ideal debía hacer que se identificasen con sus jefes (gerentes, directivos, etc.) y no con el resto de trabajadores, a los que se acusaba de ser torpes, vagos, irresponsables y de tener mal gusto. Tras la II Guerra Mundial comenzó el despliegue de las políticas sociales estatales (el llamado Estado del bienestar) y la promoción del consumismo de masas. En este contexto, el sindicalismo y la izquierda estatalista contribuyeron a arrastrar a muchos sectores de la clase trabajadora hacia el ideal de la clase media y, con ella, a la aceptación resignada del modelo social capitalista.



La carrera de la domesticación exige un esfuerzo con-tinuo para adaptarse al ideal de la clase media, y requiere el sacrificio de todo lo que desentone con él. Este proceso disuelve las formas comunitarias, y nos convierte en una masa de corredores aislados y aturdidos. El ideal de la clase media funciona como un chubasquero mental que debe insensibilizarnos respecto a lo que pasa a nuestro alrededor y al medio en que vivimos. Solo debemos preocuparnos por lo que nos suceda a nosotros y nuestro núcleo más cercano (familia y amigos) y a veces ni eso. Ponerse este chubasquero aporta cierta impermeabilidad, una forma de inmunidad que es lo opuesto a la comunidad.



Establecer relaciones comunitarias supone asumir compromisos y lealtades que rebasan nuestro ámbito personal y nos vinculan con lo social. Al debilitar las formas comunitarias de relación, la carrera degrada el compromiso y el apoyo mutuo convirtiéndolos en preferencias circunstanciales y opciones para el tiempo libre. La carrera de la domesticación nos empuja a aceptar la desigualdad social como un mal necesario, con la meritocracia como coartada. Si ayer se justificaban las desigualdades por cuestiones de sangre, hoy la moda es hacerlo con frases del tipo; “se lo merecen porque se lo han currado mucho”. Esto nos aboca a estar engrosan-do nuestro currículum durante toda la vida para poder vendernos bien en una sociedad basada en la competición.



Al fomentar la competitividad hasta el extremo, se promueve indirectamente el culto al cuerpo, la hinchazón del ego y los aspectos narcisistas de la personalidad. Se fomenta, en definitiva, una personalidad frágil, superficial y que se mantiene siempre alerta, desconfiada hacia potenciales competidores. La carrera contrarreloj, para ascender socialmente, se acaba convirtiendo en el sentido único de la vida. El territorio es percibido como espacio de competición y mercadeo. Las viviendas se convierten en módulos de aislamiento para recobrar fuerzas. En el exterior, la imagen del espacio público cívico y cordial deberá encubrir la confl­ictividad social y la miseria. El trabajo y el consumo se vuelven los medios principales para lograr acceder al ideal, al tiempo que nos aportan formas sucedáneas de identidad individual y colectiva. Todo ello a costa de la destrucción de un entorno natural que está al borde del colapso.



La carrera nos empuja a desechar la imaginación y los deseos profundos y, a cambio, nos anima a potenciar la razón instrumental como la única forma de pensar. Esta forma de razonamiento está guiada por la lógica de lo que le convenga a uno en cada momento sin tener en cuenta los efectos que nuestras decisiones tienen sobre nuestro entorno. La razón instrumental, entendida como guía principal de la propia vida, debilita las formas de relación menos mercantilizadas, las que menos contaminadas están por las jerarquización social, y por eso nos aísla. El pensamiento positivo, que es parte también de la filosofía de la carrera, es una fe que culpabiliza a las personas de su propia situación y sabotea la capacidad crítica. El pensamiento positivo es el complemento perfecto de la razón instrumental porque nos aísla de nosotros mismos, disuadiéndonos de buscar el origen de nuestros propios malestares y adoptando en cambio esa sonrisa boba tan propia de la cultura de la clase media.



El control, el orden y la asepsia obsesivos son, también, parte de la filosofía de la competición y tratan de mitigarla ansiedad de los corredores. El ideal de clase media lleva a percibir el entorno como una amenaza permanente, es un ideal miedoso que necesita sentir que está todo controlado y en orden. El ideal promete al aspirante inmunidad frente a las condiciones de vida de la mayoría explotada, de ahí la importancia de la asepsia. En los últimos años, los cambios en el modelo de producción y el auge de la meritocracia han transformado el ideal de la clase media. Hoy junto al ideal clásico, se ofrece una versión alternativa perfectamente integrada y complementaria a la clásica. Es la nueva cara del Capitalismo ilustrado, cívico y ecologista; el ideal de clase media vestido con los ropajes de la contracultura de los años 60.



Esta versión del ideal ofrece la posibilidad de ambicionar privilegios y logros profesionales, pero sin las restricciones del modelo clásico respecto a los gustos, valores, cultura o aficiones. La nueva versión percibe la vida entera como una carrera con su preparación técnica, sus pruebas y su éxito final en la autorrealización. El modelo alternativo es autocomplaciente y cordialmente superficial, porque trata de evitar el confl­icto a toda costa. Para compensar esta superficialidad el aspirante alternativo busca desesperadamente lo auténtico, lo natural, lo cultural o espiritualmente enriquecedor, aunque sea en versión franquicia y a un precio impagable. Los aspirantes a este ideal deben volcarse en su trabajo con pasión, pero cultivando alguna actividad para el tiempo libre que los distinga de la multitud, algún deporte, afición cultural, actividad creativa o política que les permita verse como espíritus libres. Este modelo es ciudadanista, cívico y domesticado, se muestra tibio ante los confl­ictos sociales pero se indigna con las injusticias llamativas. Ante un mundo que se percibe como demasiado problemático y antipático, el nuevo ideal se repliega hacia un hedonismo domesticado, un consumismo anti-consumista y una rebeldía de escaparate.



Hemos sido domesticados desde niños y la cultura de clase media se filtra a todos los ámbitos, porque es la cultura dominante. Los efectos de esta imposición nos enferman individual y colectivamente. Vivir con un sueldo habitual, el más común en torno a los mil euros, y estar expuestos a la cultura de las élites nos deja desamparados en una tierra de nadie. Para quienes además, asumen esa cultura como propia, las contradicciones entre lo que viven y sus aspiraciones suele conducirles a la frustración y la depresión.



La cultura de clase media es narcisista, fomenta la superficialidad y acaba provocando un vacío interior y el aislamiento respecto del entorno. Este ideal es como un espejismo al que uno no acaba de llegar por mucho que corra. En el proceso, el aspirante suele volcarse en los estudios, el trabajo, el consumo, el aspecto físico o la psicocosmética como recursos desesperados para calmar la ansiedad. La carrera exige que los aspirantes estén alerta permanentemente, que sean más competitivos y voraces. Todos contra todos y sálvese quien pueda podrían ser buenos lemas para este proceso. El aspirante teme a los competidores, al contexto económico, a la pérdida de sus capacidades y tiene sobre todo miedo de fracasar, de convertirse en un perdedor, de quedarse rezagado en la carrera.



Esta lógica enfermiza lleva a una forma de vida atenuada y miserable. El meollo del asunto es que la cultura de clase media es nihilista y menosprecia la vida. La domesticación nos convierte en seres parecidos a los muertos vivientes de las películas, depredadores siempre hambrientos, con el corazón y el cerebro descompuestos. Existen otras vías, otras formas de hacer y otras culturas más saludables y acordes con la vida. Estas otras opciones no son fáciles, y no garantizan que nos libremos de la domesticación así como así, pero desde el primer momento se alejan del gris plomizo de la sumisión. Son aperturas hacia horizontes más amplios, hay mejores aspiraciones que la de convertirse en clase media.



Creemos que el proceso de domesticación intoxica nuestras vidas, y que el ideal de clase media las vuelve más miserables. Sospechamos que las cosas podrían ser de otra manera, mejores, y que luchar por transformar la realidad y a aporta un sentido nuevo y profundo al día a día. Si queremos dignificar nuestras vidas la mejor manera es tejer relaciones de cooperación y compartencia, en las que tengamos y asumamos la capacidad autónoma de decidir, cada vez más, sobre nuestros propios asuntos. Entendemos lo comunitario como un compromiso común, un conjunto de obligaciones, dones y lealtades. Es una forma de relacionarnos en la que el apoyo mutuo, el hoy por ti y mañana por mí, supera los límites de la familia y los amigos para incluir a otros explotados y oprimidos. Son relaciones que se recrean a cada momento en confl­icto con lo estatal, con lo privado y sobre todo con la indiferencia. La autonomía en este contexto es la capacidad para poner en común, debatir y actuar desbordando continuamente la lógica, el lenguaje y las prácticas propias del Estado y del Mercado.


La autonomía es un proceso de maduración colectiva, de búsqueda continua y de lucha para no dejarse atrapar por las redes de la dominación. El Capitalismo es un modelo que desprecia la vida, la domesticación degrada nuestra existencia y el ideal de clase media solo ofrece sucedáneos tóxicos que provocan patologías sociales. Luchar por llevar vidas más dignas es la mejor manera de salir de esta dinámica enfermiza. Pero, para eso, deberemos primero abandonar el ideal de clase media, dejar de ser aspirantes y salirnos de la loca carrera de la domesticación.

[Publicado originalmente en Emancipación Libertaria # 13, Valencia (Esp.), 2019. Número completo disponible en https://la-dahlia.org/sites/default/files/adjuntos/mac13-bklt.pdf.]


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