Algunas personas de La Libre
* Texto basado en la actividad «Debate sobre los debates» 19 abril 2017 Santander [Navarra, Península Ibérica]
«Lo que en nuestros días se llama ‘debate’ no es más que el asesinato civilizado de la palabra»
A medida que pasa el tiempo solemos dejar de lado preguntarnos si lo que hacemos tiene sentido. Muchas veces organizamos actividades sin pararnos a pensar para qué, independientemente del valor que podamos darle a su contenido. No pensamos en las consecuencias de ese ritmo frenético que crea islas de información aisladas entre sí, con una amnesia generalizada como punto en común que las caracteriza. Y tampoco consideramos qué tipo de relaciones, de vínculos y de tratos se generan en esa praxis.
* Texto basado en la actividad «Debate sobre los debates» 19 abril 2017 Santander [Navarra, Península Ibérica]
«Lo que en nuestros días se llama ‘debate’ no es más que el asesinato civilizado de la palabra»
A medida que pasa el tiempo solemos dejar de lado preguntarnos si lo que hacemos tiene sentido. Muchas veces organizamos actividades sin pararnos a pensar para qué, independientemente del valor que podamos darle a su contenido. No pensamos en las consecuencias de ese ritmo frenético que crea islas de información aisladas entre sí, con una amnesia generalizada como punto en común que las caracteriza. Y tampoco consideramos qué tipo de relaciones, de vínculos y de tratos se generan en esa praxis.
Este texto surge a raíz de una actividad organizada en la librería/centro social autogestionado La Libre de Santander. Su título era «Debate sobre los debates». En la convocatoria del acto se daban una serie de puntos que pudieran servir para orientar el acto de cara a la reflexión colectiva. Al final el mismo debate fue un vivo ejemplo de estos puntos, con las siguientes dinámicas puestas en activo:
- La dispersión de la temática elegida.
- La defensa de una identidad propia por encima de la intención de comunicar con los demás presentes.
- El choque entre distintos lenguajes.
- La ausencia de un pasado común que conecte anteriores reflexiones o experiencias con el momento presente.
- La elección de un rol de espectador que, como tal, tiene expectativas y acude para consumir y ser deleitado; en contraposición a alguien que quiere «ser parte de» o «mojarse» en el caos comunicativo o en la decepción del momento.
- Otros roles que desequilibran la balanza, como el de abusar del espacio y el tiempo con el pretexto de dar salida a ciertos temas, que por muy interesantes o necesarios que sean, no son los elegidos para la propuesta.
Sin embargo, el debate no fue sólo un vivo reflejo de lo criticado, sino que recordamos haber hecho una constatación importante, algo edulcorada ahora por la parcialidad de quienes escribimos.
La cantidad de programación «alternativa» o de actividad «crítica» que puede haber en nuestro contexto local no es necesariamente un síntoma de mayor respuesta social, ni de agitación política en la calle, sino precisamente un riesgo consumista, una inercia activista acotada en distintos locales que contribuyen al «desarrollo cultural» de la ciudad (1), que muchas veces se convierte en una sobreposición de actividades.
¿Para qué debatimos? ¿Para encerrarnos en la teoría?, ¿Para valorar la práctica? ¿Debatimos por debatir? ¿Aplicamos lo escuchado y lo aprendido en nuestra práctica cotidiana? Mediante la exposición de los mismos puntos del debate intentaremos reflexionar sobre esto en adelante y esperamos que pueda aportar algo a alguien.
1. A menudo los debates se perciben como un «bla, bla…» constante de personas encerradas en la teoría y no como una valoración permanente o una puesta en común de nuestras inquietudes nacidas en la práctica. Esta falsa separación entre teoría y práctica hace que los debates sólo interesen a cierto perfil de personas dentro de los movimientos sociales y no logren integrar mayor diversidad de maneras de hablar; menos «lúcidas», menos intelectuales, con vocabulario menos políticamente correcto, con dificultades para exponerse frente a los demás, con menos libros leídos por delante, más formas de habitar y de estar, con las mismas inquietudes canalizadas por otros medios: artísticos, musicales, culturales, de supervivencia… Se produce un eterno repetir de caras y de consignas que se van especializando y se acomodan en estos roles.
Pero la responsabilidad única de romper esta dinámica no es únicamente de las personas que nos encontramos en este papel. Sino más bien de todas aquellas que, como decíamos antes, venimos en posición de expectación, cedemos nuestra voz y nuestro espacio y luego si acaso nos quejamos de ello fuera del terreno de exposición, en los corrillos entre gente cercana, o en los balances informales del final. Hasta que no rompamos con esos diagnósticos sociales que nos hacen encasillarnos entre lo intelectual y la acción -con sus diversas gamas de adjetivos según la jerga del gueto político que tenga más peso en el ambiente- no podremos abrir los debates como una herramienta más de lucha y no como un pasatiempo para pocos, o como una película en la que ya sabes lo que va a pasar.
2. Otra cuestión relacionada es la falta de aterrizar los debates sobre la situación social más cercana, sobre la experiencia local que tenemos. Así, el traer experiencias de otros lugares y con otras realidades con la idea de aprender de ellas, a menudo deriva en debates, que aunque muy interesantes, no dejan de ser abstractos: no se conectan con nuestras dinámicas compartidas. Es posible que a veces sea inevitable pero, ¿acaso intentamos establecer una relación con nuestra realidad?
Este punto está bastante adscrito a nuestro territorio y quizás sólo las personas que luchan en ciudades pequeñas o en lugares con poco movimiento político y con poca actividad libertaria, se vean más reflejadas. ¿Cómo impedir que ciertas actividades no se conviertan en mera curiosidad ni en exposiciones de museo?- por usar la exageración. Cuando no hay un trabajo previo de que conecte la problemática concreta de una actividad con los problemas que suceden aquí, se pierde el potencial de aprendizaje y de entendimiento. Porque siempre somos más capaces de comprender aquello que pisamos y palpamos en lo cotidiano. Cuando no hacemos el esfuerzo de reconocer lo común de una experiencia concreta, va surgiendo una sensación de impotencia colectiva que genera una distancia entre lo escuchado y lo vivido. Para ilustrarlo pondremos el ejemplo de una charla que organizamos el pasado verano sobre el trabajo asalariado cuyas experiencias se basaban en Estados Unidos. Podemos indagar sobre la realidad de allí, pero además podemos traducir lo que está pasando al otro lado del charco a través de las diferencias y semejanzas respecto a nuestro territorio; para eso no hace falta ningún tipo de especialización ni de curriculum. Es más, esto puede contribuir a que la persona que lleva a cabo el acto reciba también una información que le pueda interesar. Es decir, que se produzca una reciprocidad entre ponentes y oyentes y los papeles de cada uno pasen a un nivel secundario. Esto no siempre es posible, pero ¿acaso lo intentamos? Con un ritmo vertiginoso de actividad es casi imposible que se pueda llegar a intentar, ni individual ni colectivamente.
3. Asistimos a las actividades como consumidores de cultura, como espectadores que delegan en un entretenimiento ofertado por otros. Esto a veces lo marca la actitud de las ponentes o el formato de su actividad (no es lo mismo una presentación de un libro que una charla debate; o un ponente que abre el diálogo, que otro que pretende darse la mayor parte del tiempo para sí mismo), además de quienes organizan el acto (no es igual organizar algo para nuestros compañeros, que hacerlo con el pretexto, ilusorio o no, de que más personas puedan entender lo que decimos). Dividir de manera extrema una manera militante de hacer las cosas de otra que se limita a ofertar actividades, es una falsa dicotomía. Siempre existe un grado de espectáculo en las actividades que organizamos de cara al público. Dependiendo de los objetivos marcados esta cuestión podrá orientarse más hacia el desarrollo de una práctica política que hacia un ocio alternativo que consumir. Es aquí donde un centro social autogestionado puede marcar la diferencia frente a un centro cívico, un centro social público o una librería comercial, no sólo en el contenido de las actividades, en el método de gestionarlo, o en los carteles que lo decoren. La pregunta es si poner por delante lo político es compatible con la no imposición de una lógica estrictamente militante y con la apertura a otras personas que tengan inquietud por enfoques que desconocen y puntos de partida diversos; personas que no tengan una postura cerrada en cuanto a que el objetivo de acudir a un acto sea organizarse para transformar el orden social establecido. En esta escala de grises donde la pureza deja de ser prioridad, creemos muy importante no tejer soluciones generales que vengan de libros que nos dicen cómo hay que actuar, sino trazar límites y aperturas en función del contexto local más cercano.
4. En lo anteriormente dicho estamos hablando de las relaciones y el trato que se teje. En nuestra experiencia, en los espacios que compartimos y las actividades que organizamos se dan fácilmente debates en los que existen maneras tan diversas de ver el mundo que hasta pueden chocar entre sí. Puede que no pase tanto en grandes ciudades, donde el agruparte en función de tu afinidad ideológica puede ser una elección.
En ese ir y venir de personas, algunas no habituadas a los espacios políticos, se puede producir un intercambio de roles: un militante o activista percibe en muchos otros ámbitos de la sociedad que no encaja en las dinámicas, en el lenguaje, en los gestos, en el pensamiento, en la estética. Es posible que haga un ejercicio de valentía al exponerse, aunque su discurso no esté en sintonía, incluso aunque no sea aceptado por la mayoría. En estos casos identificamos dos maneras de comportarnos. Una la mueve el miedo al conflicto. Este temor hace más grande lo que no debería ser muy problemático si estuviésemos más abiertos a confrontar ideas. De aquí surgen actitudes buenistas de dejar pasar las cosas, de tal modo que no damos ni siquiera la oportunidad al otro de comprender que no se está de acuerdo con dicha actitud o afirmación.
Pero hay otra manera de comportarnos más invisibilizada y aceptada, que también resulta dañina. Decimos que no somos demócratas y nos anclamos en la superioridad moral que nos brinda nuestra postura política, pero en cuanto se presenta la mínima discrepancia que, nos guste o no, refleja la realidad ahí fuera, aprovechamos el peso de la mayoría y de la comodidad que nos brinda estar en terreno seguro, para reírnos, para ser bordes, para hacer vacíos e incluso para atacar con consignas aprendidas de memoria a quienes no encajan. Los que representan «el mundo de ahí afuera», a pesar de que su actitud no sea ni hostil, ni arrogante, ni represente ninguna amenaza real para el debate, ni para el espacio.
Ponemos carteles convocando a la gente, a veces incluso nos quejamos de que nadie aparece, pero cuando se nos presenta en la cara lo inoportuno, no sabemos tener tacto sin evitar el conflicto. Siguen dándose muchos patrones en donde la radicalidad se reduce a una cuestión de carácter y actitud. Moderar el discurso no es lo mismo que adquirir la capacidad de comunicarse de distintas maneras, incluso si lo que se quiere decir es lo mismo.
5. Otro asunto es el hecho de que pocas veces conectamos actividades pasadas con presentes. La amnesia generalizada caracteriza el mundo en un presente inmediato y permanente. A menudo se repiten temas o discusiones exactamente idénticos que en otros debates previos. Como si no hubiese servido de nada, volvemos a hablar de lo mismo. Parece que hay poco aprendizaje colectivo después de cada encuentro y una de las causas puede ser que no encuadramos el debate como parte de un proceso compartido, sino como islas de información y reflexión aisladas, sin conexión alguna entre sí. Es probable que muchos colectivos hayan pensado en esto anteriormente y tengan sus estrategias para conectar. Nosotras no conocemos muchos. Pero se nos ocurren algunas formas: presentaciones de libros a modo de seminarios donde las personas ya se hayan leído el libro que va a presentar su autor, grupos continuados de formación, clubs de lectura, ciclos permanentes, trabajo entre actividad y actividad donde existan responsables de recordar ideas o de proponer vínculos entre unas y otras… pero en todo caso, no sabemos si queremos tomarnos las cosas tan en serio, o si, en ocasiones, realmente podemos. Es cierto que con este afán de profundizar en las cosas y de no dar espacio alguno a la divagación y a la espontaneidad, también se corre el riesgo de cerrar posibilidades, de querer controlarlo todo demasiado y de llevar a cabo esa misma especialización que antes criticábamos.
6. De la misma manera, lo anteriormente comentado a veces sucede en un mismo acto. Que no haya conexión entre debates a veces se puede entender por mil factores: distintas personas en distintos actos, actos completamente diversos, timidez, paso del tiempo, prisas… pero el tema es que también aparece la desconexión en un mismo debate. El debate se convierte en un cúmulo de desahogos que no hilan un recorrido entre lo que unos dicen y otros escuchan, de manera que la capacidad de atención colectiva se distrae y a veces «no hay por dónde coger un camino entre el inicio y el final». Esto explicaría por qué en los debates suele acompañarnos un cierto grado de insatisfacción o frustración, cuando podríamos hacer que fueran emocionantes y estimulantes para salir a la calle y motivarnos. En ese desahogo constante, que es tan necesario y tan vital, se dan muchas de las relaciones de poder en función de la edad, el género, lo aceptado del mensaje, la labia comunicativa, el poder adquisitivo cultural, el carácter, el apego con el espacio, el reconocimiento, la reputación ganada… porque depende de muchos de estos factores, a unos nos da más tiempo a echar nuestra mierda que a otros.
Precisamente porque nuestra mierda no es sólo nuestra, necesitamos más apertura al desahogo informal. Esto se podría conseguir con mayor diversidad de actividades, pues entre la charla política al uso y la fiesta «destroy» hay un montón de posibilidades. Encontrando estos otros formatos quizás los egos no necesiten tanta presencia cuando queramos debatir sobre una cuestión en profundidad.
7. La mediatización, la tecnología como supervisora de lo que acontece a cada momento, es el último punto a nombrar. Parece ser una lógica habitual grabar los debates que se dan al final de las actividades en los espacios «políticos», «críticos», «culturales», «sociales»… El tema es hasta qué punto perdemos nuestra capacidad de generar espacios íntimos y colectivos cuando todo lo que hablamos queda registrado puertas a la red , sin ningún tipo de límite.
Pero ya no sólo por el resultado, sino por cómo eso condiciona el acto en sí, sea porque hay personas que se cohíben de hablar y que su voz sea grabada, o sea porque sencillamente no quieren y punto. Al proceso de exponerse e intervenir en el debate, que cuesta muchísimo a casi todos, se añade otra barrera más: no sólo te está escuchando el grupo con el que compartes momento y espacio, sino potencialmente toda persona del mundo con acceso a internet, algo completamente distinto. Así la difusión de un acto por la «red» se prioriza sobre el presente real que intentamos crear en ese momento. Es el futuro aislado en la pantalla de ordenador el que a veces interrumpe y siempre condiciona el presente físico y colectivo que se construye en el centro social. Aunque parezca obvio, en los tiempos que corren nos parece necesario nombrarlo, para que no se dé por normalizado y exista la posibilidad de negarse a las fotos, a las grabaciones, a los videos y que cada colectivo marque sus límites. Aunque en determinados momentos alguien pueda considerar útil difundir el contenido más allá de las cuatro paredes del espacio, que no sea porque sí, sino que sea una decisión consciente, como la utilización de otras tantas herramientas que utilizamos y que dejan mucho que desear frente al mundo que decimos que queremos parar.
Todas estas reflexiones, pueden variar en función de si las experiencias se basan en asambleas que únicamente gestionan espacios autogestionados, o de colectivos con unos objetivos muy concretos y propuestas políticas determinadas, de contextos poblacionales más grandes o más pequeños, del grado de politización que exista dentro del entorno libertario del territorio, del grado de relación que se tenga con otros movimientos, etc. Sin embargo, creemos que a pesar de ello hay aspectos que pueden ser vividos de forma similar y, en consecuencia, puntos en común sobre los que hacerse más preguntas al respecto. No hay soluciones que proponer ni esperanza en el cambio, sino una intención de poner algunas cosas sobre la mesa para resistir a la tendencia productivista y a la maquinización/insensibilización de nuestras propias dinámicas individuales y colectivas, tan susceptibles a caer en esta lógica contraria a nuestra pelea contra la dominación.
NOTA
(1) Independientemente de que los proyectos políticos rechacen participar del cultureo progresista de la ciudad, sus actividades muchas veces son incluidas en las agendas culturales, de tal manera que fundaciones ligadas a empresas o a la institucionalidad oficial rellenan su programación con las actividades de espacios opuestos a esta lógica mercantilista/domesticadora del conocimiento.
[Tomado de https://www.nodo50.org/ekintza/2018/resistir-a-la-inercia.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.