Francisco J. Mérchán
Desde
sus orígenes, la educación y la escuela se han considerado medios para
configurar las conciencias y construir la identidad de los sujetos. Los valores
y pautas de comportamiento que se ha tratado, y trata, de inculcar, han variado
a lo largo del tiempo, en función de las circunstancias históricas, económicas
y sociales. Incluso desde una perspectiva crítica se ha adoptado este papel de
la escuela, procurando en este caso formar personas comprometidas con la
transformación social. No obstante cabe discutir si realmente los sistemas
educativos tienen esa capacidad, o, al menos, con la potencia que se les
atribuye.
El papel ideológico de la escolarización
Antes
incluso de que a lo largo del los siglo XIX y primera mitad del XX se fuera
extendiendo en muchos países un sis-tema estatal de escolarización, la acción
educativa se justificaba por la conveniencia de construir en las personas unas
determinadas formas de ser, pensar y actuar. Por ejemplo, ya en 1685, Comenius,
en su Orbis Pictum, había definido a la escuela como Taller en el que se
forma en los jóvenes nuevos espíritus para la virtud. Pero hasta la
contemporaneidad, la formación de las conciencias e identidades de los sujetos
era asunto reservado a la iglesia y, entre la nobleza, al ámbito familiar y de
la comunidad más inmediata. Aunque en España ese objetivo nunca se ha llegado a
conseguir plenamente, la revolución liberal burguesa trató de sustraer a la
religión el monopolio de la educación, trasladando al estado esa función. El
plan se sustentaba en la convicción de que la educación constituía un
instrumento eficaz para la formación de convicciones y valores, de manera que
se trataba de configurar un sistema organizado -el sistema educativo- bajo el
control del estado emergente.
La
por entonces clase revolucionaria, la burguesía, aspiraba de esta forma a
fortalecer su proyecto político y social, disponiendo para ello de sujetos
críticos con el Antiguo Régimen, así como de una población que se comprometiera
o, al menos, aceptara la construcción del nuevo orden liberal, y una nueva
entidad, la patria, como referente que permitiría asumir lo que era un proyecto
de clase como un proyecto común a todos los ciudadanos. La convergencia de las
ideas ilustradas no es desdeñable en este proceso; gracias a ellas se extendía
la creencia de que el conocimiento permitiría ver la luz y hacer felices a los
individuos, de manera que la construcción de un sistema escolar de masas no se
presen-taba o justificaba meramente como la sustitución de una doctrina –la de
la iglesia- por otra -la del nuevo estado-, sino también como un avance hacia
el progreso y la felicidad (Cuesta, 2005). Más adelante, a medida que se
implantaba el capitalismo y crecía la conflictividad social protagonizada por
las clases populares, el papel adoctrinador de la escuela adoptaba nuevos
matices, pues ahora, no se trataba tanto de contribuir a la revolución de la
burguesía, sino de sujetar el nuevo ímpetu proletario: más escuelas y menos
cárceles. Precisamente por esto, al menos inicialmente, tanto Marx como el
pensamiento anarquista recelaron del papel de las escuelas del estado, por lo
que, especialmente los segundos, pusieron en marcha formas de educación propias
en el ámbito de los sindicatos.
Será
Durkheim, uno de los padres fundadores de la sociología moderna, quien teorice
de manera sistemática la idea de que la escolarización constituye básicamente
un instrumento de inculcación de valores y de configuración de identidades. A
su juicio, el cometido central de la educación no estriba en la transmisión de
conocimientos sino en la formación de las conciencias; su función principal es
la edificación de un sujeto disciplinado que encauce su conducta individual hacia
la preservación del orden social, manteniéndolo protegido de convulsiones y
conflictos. Ello es posible, en primer lugar por la fase psicológica de los
individuos en que la escuela desarrolla su acción, y, en segundo lugar, por sus
mecanismos internos de funcionamiento, que permiten una acción envolvente,
total y duradera sobre la conciencia individual (Ortega, 1999).
La
que conocemos como sociología crítica de la educación, que se desarrolló a
mediados del pasado siglo, particularmente en el ámbito anglosajón y en
Francia, mantiene en última instancia cierta continuidad con el pensamiento de
Durkheim. Desde su punto de vista, efectivamente, la escuela es un medio
privilegiado para educar políticamente a los jóvenes y para inculcarles valores
que sirvan de sostén al orden social, es decir, la escuela tiene una función
ideológica, o de reproducción cultural, que se desarrolla de diversas formas.
Mediante esa función, se trataría de sustituir los mecanismos de control
externo por otros de control interno, que operarían a través de la conciencia
de lo que es bueno y malo, de lo que se debe hacer y de lo que no se debe hacer
(Fernández Enguita, 1993).
El adoctrinamiento a través de los
contenidos escolares
En
este marco conceptual, durante los años sesenta y setenta se prodigaron los
estudios sobre el currículum escolar, pues se venía a considerar que uno de los
resortes de los que se sirve la escuela para desarrollar su adoctrinamiento es
precisamente la orientación de los contenidos escolares o la determinación de
las materias que configuran el plan de estudios. Esta tesis fue adoptada por la
sociología crítica de la educación en sus estudios sobre el currículum.
Especialmente Michael Young abordó el análisis del papel del conocimiento
escolar en los mecanismos de control social, sentando las bases para
posteriores investigaciones. Apple (1996) destacó la importancia que tiene el
corpus formal del saber esco-lar en la reproducción cultural o inculcación
ideológica, señalando que el conocimiento escolar no deja de ser una selección
de entre muchas posibles, pero una selección que está guiada por valores
ideológicos que es necesa-rio descubrir, ya que se presenta como un
conocimiento objetivo, neutral y con validez universal si bien no podría
afirmarse que todo el conocimiento escolar es reductible a conocimiento
ideológico.
La
forma en que el conocimiento escolar se impregna de una determinada ideología,
es una cuestión fundamental a la hora analizar cuáles son los valores que se
transmiten en la escuela y a la hora de intervenir en la práctica escolar desde
una perspectiva crítica. Pero, como dice Fernández Enguita, (1993) el mismo
acto de elegir o seleccionar implica una omisión, puesto que excluye a todo lo
demás, que es considerado, por ello, como irrelevante, no digno de ser
aprendido ni enseñado. De este modo diría-mos que el hecho de que el
conocimiento escolar “legítimo” descarte ciertos asuntos viene a ser otra
manera en que se impregna de valores ideológicos. En esa misma línea Baudelot y
Establet (1999, p.97), afirmaban, que la escuela <<asegura una función
política e ideológica de inculcación de la ideología burguesa>>. Esta
inculcación se realiza de diversas formas; la más aparente, aunque no la más
eficaz e importante, es a través de la selección de temas o de valores que se
ofrecen como la “verdad”, la “cultura”, el “saber”, el “gusto”, etc.; es la
forma que, por su carácter explícito, ha atraído -según los citados autores- en
mayor medida la actuación de la crítica.
Pero,
no es sólo mediante la selección, o no, de los asuntos que deben ser objeto de
estudio en el aula cómo la escuela adoctrina, sino que también lo hace cuando
al tratar de esos asuntos emite juicios positivos o negativos sobre la
realidad. Apple analizó la forma en que se trata el tema del conflicto en los
contenidos escolares, observando que en lugar de considerar el conflicto y la
contradicción como las fuerzas impulsoras de la sociedad, se suele valorar como
intrínsecamente malo, trasmitiéndose el mensaje de que deberíamos esforzarnos
por eliminarlo de nuestro marco institucional establecido, de manera que el
conflicto y la disensión se consideran antitéticos al buen funcionamiento de la
sociedad. Lo cual interpreta como una tesis orientada fundamentalmente a
legitimar el orden social existente.
En
el mismo sentido, Popkewitz (1985) analizó el papel que en los contenidos
escolares se atribuye a los individuos en los procesos sociales, llegando a la
conclusión de que se potencia la figura de los líderes y grandes personajes,
mientras que el papel de los ciudadanos y de las clases populares se limita a
participar en las elecciones o a asistir como espectadores de los hechos
histórico-sociales. A este respecto, es sintomático el modo en que aparecen las
clases populares en las ilustraciones de los libros de texto (Merchán, 2005).
Esta
función ideológica de la escuela, operada a través de la selección de los
contenidos y de la valoración de las conductas y las ideas, si bien se
manifiesta de mane-ra más evidente en las disciplinas de Ciencias Sociales, y,
especialmente en la Geografía, puede advertirse también en otras aparentemente
más neutrales. En esos casos, como el de las disciplinas científicas, el tipo
de ejemplos con los que se trabaja en el aula o la conceptuación de los problemas
que merecen ser estudiados, constituyen el vehículo mediante el cual se
transmite la ideología.
La formación de la conciencia e
identidad a través de las prácticas escolares
Si
bien no puede afirmarse que todo el conocimiento escolar esté impregnado de
ideología, los contenidos de la enseñanza constituyen uno de los instrumentos
de adoctrinamiento en la escuela, pero no el único. Para Baudelot y Establet la
principal forma en que la escuela inculca la ideología burguesa es a través de
las propias prácticas escolares, es decir, mediante la sumisión de los
estudiantes a un conjunto de prácticas que constituyen, en su opinión, el
ritual material de la ideología burguesa. Más concretamente, ejemplificando
esta tesis con situaciones habituales en el contexto escolar, afirman que
<< Los ejercicios escolares se dan de manera simplemente análoga, como un
trabajo, el “trabajo escolar”, que es al mismo tiempo presentado (...) como un
deber. En el ritual familiar, el cuaderno de notas [las calificaciones] funciona
como un equivalente (en sentido figurativo) del salario: la buena calificación,
como el salario, es “precio”, la recompensa del trabajo cumplido (...) Las
prácticas escolares y su ritual son entonces un aspecto esencial del proceso de
inculcación ideológica; deberes, disciplina, castigos y recompensas; tras su
aparente función educativa técnica, aseguran la función esencial pero oculta de
realizar en la escuela la ideología burguesa...>> (Baudelot y Establet,
1999, pp.100-101).
En
una línea similar hay que citar los trabajos de Bowles y Gintis (1985 y 1999),
si bien para estos autores la reproducción cultural necesaria para el
mantenimiento del orden social capitalista se realiza en la escuela gracias a
la correspondencia que se da entre las relaciones socia-les escolares y las
relaciones de producción, de mane-ra que, según este punto de vista, los
estudiantes irían adiestrándose a lo largo de su vida escolar en las prácticas
que van a vivir en el campo económico y social, asumiendo en sus conciencias el
lugar que les corresponde; de esta forma los elementos primordiales de la
organización educativa son réplica de las relaciones de dominio y subordinación
de la esfera económica.
Consideraban
estos autores que la perpetuación de las relaciones económicas y sociales, de
poder y privilegio, no se produce de manera automática sino que es el
resulta-do de la actuación de mecanismos explícitos constituidos al efecto, es
decir, del proceso de reproducción. En prime-ra instancia la ley y el poder
coercitivo constituyen ya un medio de reproducción, pero parece absurdo
atribuir la reproducción exclusivamente a la fuerza. Las leyes que se
consideran ilegítimas tienen menos poder coercitivo, el uso desmedido y
frecuente de la fuerza pierde efectividad y, en fin, en los casos en que la
oposición actúa unida y de forma activa se tiende al cambio estructural o al
compromiso. Por lo tanto, << está bien claro que la conciencia de los
trabajadores -creencias, valores, concepto de sí mismos, tipos de solidaridad
(...)- es fundamental para la perpetuación, validación y buen funcionamiento de
las instituciones económicas. La reproducción de las relaciones sociales de la
producción depende de la reproducción de la conciencia>> (Bowles y
Gintis, 1999, p. 146).
Desde
su punto de vista, a la institución escolar le corresponde un papel fundamental
en esa reproducción de la conciencia y es ésta su principal función, que
realiza según el principio de correspondencia. Así, por ejemplo, las relaciones
jerárquicas de las empresas se corresponden con las que se desarrollan en el
ámbito escolar, sien-do más rígidas en los niveles inferiores de la enseñanza
-correspondiéndose con los puestos de inferior categoría- que en los superiores
-que se corresponden con los puestos directivos. Esta correspondencia se
verifica también entre distintos tipos de enseñanza según el entorno social, de
manera que en las escuelas a las que acude la población de los estratos
inferiores se desarrollan prác-ticas pedagógicas similares a las que son
características de los puestos de trabajo inferiores, mientras que en las
escuelas de zonas acomodadas se desarrollarían prácticas pedagógicas más
abiertas, en correspondencia también con las características de las relaciones
sociales de los puestos de trabajo de superior categoría [1].
A
juicio de Bowles y Gintis las diferentes prácticas pedagógicas que se llevan a
cabo en las escuelas según la clase social del alumnado, es reflejo de los
diferentes objetivos y expectativas que tienen los diversos agentes que intervienen
en la educación -padres, alumnos, profe-sores y administradores-, lo cual se
explica por la cultura del entorno en el que se socializan padres y
estudiantes, así como por la experiencia que se adquiere en el ámbito laboral.
Desde esta perspectiva de la correspondencia, puede decirse que la institución
escolar reproduce diferenciadamente una serie de valores y pautas de
comportamiento a través de las prácticas pedagógicas dominantes según el
contexto sociocultural; de esta forma el sistema educativo se convierte, junto
a otros, en un mecanismo de reproducción que sirve a la estabilidad del orden
socio-económico.
¿Tiene poder la escuela para la
formación crítica?
Al
considerar que la escuela capitalista persigue en últi-ma instancia la
formación de conciencias e identidades, es decir, persigue el adoctrinamiento
de los alumnos en determinados valores, actitudes y pautas de conducta, y que
tiene capacidad para ello, en la perspectiva de la sociología crítica se
adoptaba una suerte de funcionalismo que bien podía invertirse. Es decir, si la
escuela tiene como función primordial configurar la mente de los alumnos en un
determinado sentido –diríamos conservador, obediente y sumiso al orden
establecido-, y esto lo hace a través de los contenidos del currículum y las
prácticas escolares, sería viable formar otro tipo de conciencia –crítica y
compro-metida con la transformación social- adoptando otros contenidos
escolares y desarrollando otras prácticas y otros métodos de enseñanza. Está
tesis constituyó el núcleo de pensamiento de las pedagogías críticas y de las
experiencias de renovación pedagógica que se desarrollaron, por ejemplo en
España, en los últimos años de la década de los setenta y primeros de los
ochenta del pasado siglo.
Efectivamente,
en el contexto del tardofranquismo y, anteriormente, del auge del movimiento
progresista en todo el mundo, proliferaron los grupos y colectivos de docentes
que pusieron en práctica en las aulas el principio de que la escuela debería y
podría servir para otro tipo de educación, una educación que contribuyera al
cambio y, consecuentemente, estuviera más comprome-tida política y socialmente.
Esa contribución consistiría, por una parte, en contrarrestar la capacidad de
influen-cia del pensamiento antidemocrático y pro-capitalista y, por otra, en
formar a los alumnos una conciencia revo-lucionaria. Para ello se seleccionaban
contenidos esco-lares alternativos y se utilizan materiales curriculares
distintos de los libros de texto convencionales, así como prácticas pedagógicas
inspiradas en la tradición de la pedagogía progresista.
La formación de un nuevo sujeto:
ciudadano votante, consumidor y empresario de sí mismo
Todavía
está por hacer un estudio amplio sobre la suer-te que corrieron este tipo de
iniciativas y qué capacidad tuvieron realmente de lograr sus propósitos; lo
cierto es que ya en la década de los noventa el impulso renovador fue
menguando, de manera que, frente al sujeto crítico, ha ido ganando terreno la
idea de configurar un sujeto que se caracterizaría por su condición de
ciudadano-votante. De la mano de la socialdemocracia -paladín de lo que se dio
en llamar el pensamiento débil-, a lo largo de los años noventa y primeros del
siglo XXI, el discurso sobre la función de la educación en el ámbito de la con-ciencia
se fue escorando hacia esa nueva identidad que, en definitiva, acepte el orden
constitucional y social establecido como el mejor de los mundos posibles y
encauce toda su posible energía crítica en votar a las supuestas alternativas
que se le presentan cada cuatro años.
Ya
en nuestros días, el giro cada vez más derechista que vive la política
educativa, y la política en general, encarga a la escuela la formación de un
nuevo sujeto: el empresario de sí mismo. (Vázquez, 2005; Rizvil y Lingard,
2013). La LOMCE refleja claramente el culto a lo que se ha llamado la
empresomanía, el culto a los valores del emprendimiento y la iniciativa
individual como motores de la vida económica y social. No se trata tanto de una
apuesta por una especie de república de pequeños propietarios, cuanto la de
configurar una nueva identidad y una nueva conciencia. Esta identidad se
sustenta en el consumo y la productividad como dogmas religiosos en los que se
basa la salvación personal y colectiva, mientras que la conciencia se configura
con la idea de que todo lo que somos y conseguimos, o, especialmente, lo que no
somos y no conseguimos, es obra de tu esfuerzo y dedicación. A nadie hay que
pedir cuenta de los fracasos, del estatus, de la riqueza o de la pobreza, pues,
especialmente esto último, es responsabilidad de uno mismo. En definitiva, se
trataría de inculcar la creencia de que los individuos somos seres ahistóricos
y socialmente descontextualiza-dos, cada uno responsable de su suerte.
¿Realmente tiene la escuela la capacidad
que se le atribuye para formar las conciencias?
En
su trabajo sobre la transformación de la educación en el tiempo, David Hamilton
(2008) planteó la tesis de que los cambios en las formas y contenidos de la
enseñan-za tienen relación con los contextos históricos y sociales en los que
se inserta la institución escolar, de manera que en las sucesivas etapas de la
historia de la escolarización uno de los factores de cambio es precisamente el
tipo de sujeto que se pretende construir. En cierto sentido, a lo largo de los
párrafos anteriores se ha tratado de plantear las distintas alternativas que a
este respecto se han producido desde los orígenes de la escolarización hasta
nuestros días. En todos los casos, aunque con distinta orientación, se parte
del supuesto de que una de las más importantes funciones de la escuela es la de
transmitir valores, ideología y, en definitiva, la de configurar identidades y
conciencias.
Sin
embargo algunos autores cuestionan, por una parte, que el análisis
funcionalista, crítico o conservador, pueda dar cuenta de la dinámica y el
papel de la institución escolar; por otra, se muestran escépticos acerca de la
capacidad de la educación escolarizada para llevar adelante propósitos de
adoctrinamiento o formación de identidades y conciencias, al menos en la medida
en que se le atribuye. Martín Criado (2010), sirviéndose de la teoría de
campos, sostiene a este respecto que en el campo escolar intervienen muchas y
divergentes fuerzas, de manera que no sería razonable pensar que la institución
obedece cabalmente a los designios de las fuerzas dominantes o de las políticas
educativas. De hecho es fácil constatar que las reformas educativas
generalmente fracasan en buena parte de sus objetivos, o que incluso los
esfuerzos innova-dores de la pedagogía crítica no corren mejor suerte. La
complejidad de los sistemas escolares los convierte en un ámbito de conflictos,
presiones y oportunidades en el que, según este autor, la resultante nunca
obedece a una sola fuerza y, en todo caso, siempre es inestable.
Además,
se tiende a sobrevalorar las posibilidades de la educación para el
adoctrinamiento y la formación de conciencias. En este sentido, algunos
acontecimientos son bastante expresivos. Es el caso, por ejemplo, del colapso
de la Unión Soviética, de la revolución de los claveles en Portugal o del fin
de la dictadura franquista: en estos países funcionaron sistemas escolares con
fuerte carga doctrinal que, sin embargo, no sirvieron de mucho a la hora de
evitar la liquidación de sus sistemas políticos. Por el contario, se tiende a
minusvalorar el papel de otras instancias en la configuración del pensamiento,
actitudes y sistemas de valores de las personas, dando por supuesto que la
formación que se recibe durante el tránsito por la escuela es ajena a otros
contextos de socialización y, además, permanece durante toda la vida. Es decir,
no sería tanto que los colegios religiosos inculcan la fe sino que los que
tienen fe acuden a los colegios religiosos, en los que, ciertamente, se
refuerzan los valores del entorno familiar y social, pero, como es conocido en
muchos casos, nada garantiza que esas creencias se mantengan a lo largo de la
vida.
En
conclusión, puede decirse que, efectivamente, los discursos sobre educación,
las políticas educativas y las prácticas escolares proyectan sobre los alumnos
intencionalidades ideológicas y doctrinarias con vistas a la configuración de
las identidades y conciencias que consideran deseables en un marco más amplio
de intereses. Sin embargo, esos planes entran en acción en un amplio campo de
fuerzas en el que existen otros planes y otros intereses, de manera que el
éxito no está garantizado. Naturalmente, desde cualquier posición de compromiso
social esto no implica justificar la inacción sino, por el contrario, subrayar
la importancia de la intervención en orden a la democratización de la cultura,
pues las ideas tienen más posibilidades de convertirse en dominantes cuando no
existen otras con las que tengan que confrontarse. La complejidad y dinámica de
intereses de la institución escolar la convierte en un instrumento quizás menos
permeable y potente de lo que parece para el adoctrinamiento o, también hay que
decirlo, para la formación crítica.
Nota
[1]
A este respecto puede verse un interesante estudio empírico en Anyon, 1999 y
Merchán, 2005.
Bibliografía
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Criado, E.: La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación
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En Gimeno Sacristán, J. y Pérez Gómez, A.I.: La enseñanza: su teoría y su
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Fazal y Lingard, Bob: Políticas educativas en un mundo globalizado. Madrid:
Morata, 2013.
Vázquez
García, Francisco: Tras la autoestima: variaciones sobre el yo expresivo en la
modernidad tardía. Donostia: Tercera Prensa, 2005.
[Artículo
publicado originalmente en la revista Libre
Pensamiento # 74, Madrid, invierno 2012. Número completo accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2013/09/LP-741.pdf#new_tab.]
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