Félix García M.
Uno de
los núcleos del pensamiento libertario es la crítica radical a los mecanismo de
opresión, al ejercicio del poder que corrompe a los que lo aceptan. De hecho,
la palabra que en su origen definió con mayor fuerza al movimiento libertario
fue la de anarquismo, que se puede utilizar tanto o más que la de movimiento
libertario; y cualquiera sabe que anarquismo significa ausencia de poder. La lucha
constante por conseguir ser libres y solidarios dirige gran parte de sus más
acertadas críticas a todos los mecanismos de opresión que fomentan la sumisión
entre los seres humanos. En este mundo hay esclavos porque hay amos, pero también
hay amos porque hay esclavos y es contra esa situación de sumisión y opresión
contra la que tenemos que combatir sin tregua. Conseguir que nuestros alumnos
lleguen a ser personas capaces de pensar por sí mismos, de forma crítica y creativa,
en colaboración y diálogo con sus propios compañeros, es un objetivo
prioritario de la relación pedagógica. Dado que los medios deben ser siempre
coherentes con los fines, la libertad sólo puede desarrollarse a través de la
libertad.
Es cierto que la relación maestro-alumno tiene unas características
específicas que hacen especialmente difícil ejercerla en condiciones de
libertad. Bakunin afirma en una ocasión que la educación consiste en un proceso
en el que se empieza por la máxima autoridad y se termina en la más completa
libertad. Mientras los niños son pequeños, hay que imponerles determinadas
normas que quedan fueran del alcance de su comprensión; pero según van
creciendo hay que reconocerles una mayor capacidad de ejercer libremente su propia
actividad, hasta terminar en una situación de completa libertad. Aunque haya gozado
de gran prestigio en la tradición educativa occidental, y no sólo occidental,
creo que esta descripción es sólo parcialmente válida, si bien señala con
claridad cuál es el objetivo final: que piensen y actúen por sí mismos. Es
también algo cierto que la relación pedagógica es intrínsecamente una relación
de desigualdad; es más, sólo es posible en la medida en que se da esa
desigualdad. El maestro posee una edad mayor, y con ello una mayor experiencia,
y ha alcanzado un desarrollo más completo de todas sus capacidades, aunque
nunca debe considerarse a sí mismo como una persona completamente madura. Este
es un primer aspecto que debemos tener muy claro: por muy adultos que seamos,
siempre debemos estar abiertos a seguir aprendiendo, a madurar un poco más, a descubrir
nuevas perspectivas y nuevos enfoques. Es un error de nefastas consecuencias
pensar que en un aula sólo los alumnos aprenden y sólo el profesor enseña; más
bienla educación es un proceso dialógico abierto, característica que volveré a
mencionar en el apartado siguiente.
Ahora
bien, insisto en esa desigualdad intrínseca. Si yo entro en un aula para
enseñar a mis alumnos, es imprescindible que tome
desde el
primer momento algunas decisiones y que ejerza una autoridad que pueda servir
de punto de referencia al alumnado para que sean capaces de construir su propia
personalidad. El maestro nunca es el compañero, ni debe diluir su función en la
de la simple compañía o la de mero facilitador que pone a disposición de unos
alumnos los instrumentos que estos van demandando para desarrollarse. De lo que
ya he dicho antes sobre los profesionales críticos y creativos se desprende con
facilidad este necesario ejercicio de la autoridad. Como profesor tengo la obligación
de "tirar" de mis alumnos, de "provocarlos", de plantearles
desafíos que les obliguen a sacar lo mejor que llevan dentro y a ir
construyendo una vida plena de sentido. La autoridad, por tanto, no tiene nada
ver en principio con el poder.
Sin
embargo, la situación de superioridad que posee todo profesor en el aula por
sus conocimientos y su edad, le hace proclive a considerarse investido de un
poder especial que le permite tomar todas las decisiones que estima necesarias
sin tener en cuenta a sus propios alumnos. Es por eso por lo que la frontera
entre el ejercicio de la autoridad y el autoritarismo es siempre una frontera
de límites imprecisos y contornos movibles. Es más, casi me atrevo a decir que,
en la práctica, y más en concreto en la práctica escolar, si empre que oigo
hablar del debido respeto a la autoridad, tengo la sensación de que en el fondo
se está apelando a la preservación de los privilegios no justificados del
poder, es decir, se está apelando al autoritarismo. Resulta por eso muy
prudente mantener una permanente actitud de sospecha respecto a nuestra propia
actividad, reconsiderar siempre la posibilidad de que en lugar de ejercer una
autoridad que nos merecemos en la medida en que nos la ganamos a pulso, estemos
practicando un despotismo más o menos ilustrado. Porque no existe una fórmula
mágica que nos pueda decir de antemano cuándo vamos a incurrir en autoritarismo
y cuándo vamos a caer en la permisividad, extremos ambos igualmente nocivos.
No puedo,
por tanto, ofrecer ninguna receta, ninguna técnica, que garantice de una vez por
todas la ausencia de autoritarismo en el aula, pero sí se pueden avanzar
algunas ideas que deben ser tenidas en cuenta para mantener esa propuesta de
educación liberadora que defiendo. Tres cuestiones me parecen decisivas en este
ámbito. La primera es tener siempre en cuenta que el protagonista del proceso educativo
es el niño, no el profesor. La segunda consiste en desarrollar algo que podemos
llamar una pedagogía del contrato, en la que profesores y alumnos participan
conjuntamente en la elaboración de los contenidos y procesos educativos. Por
último, se impone una regulación de la convivencia que incluya la participación
del alumnado y que garantice rigurosamente sus derechos, habida cuenta de su específica
situación de debilidad en el ámbito escolar.
Sin negar
que todo proceso educativo es también un proceso de socialización y que en esa
medida es necesario transmitir al niño la cultura de la sociedad a la que
pertenece, empezando por la propia lengua, el objetivo que considero prioritario
es por encima de todo lograr que cada niño pueda desarrollar su propio esbozo
de vida personal, dotarlo de los instrumentos que hagan posible que él mismo
elija y lleve adelante un proyecto de vida único e irrepetible. Tenemos que
partir, por tanto, de los intereses del niño, algo que, por otra parte, sabe
cualquier persona que se dedica a la enseñanza y que procura que su trabajo
sirva para algo. Partir de esos intereses no significa en ningún caso quedarse
en ellos, pues eso limitaría las posibilidades de desarrollo personal de los
niños; más bien hace falta, en especial en nuestra sociedad, abrir
perspectivas, ensanchar sus horizontes, descubrirles nuevas posibilidades que
están a su alcance si se esfuerzan por romper con las rutinas establecidas. Al
mismo tiempo, respetar esos intereses es dejarles que construyan su propio
proyecto que quizás no tenga nada que ver con el nuestro; no pretendo nunca que
los niños piensen como yo, adopten una concepción libertaria de la vida o
rechacen ciertas pautas de comportamiento que considero negativas. Nada, pues,
de adoctrinamiento, algo que siempre puede colarse por la puerta falsa, y mucho
menos de ese adoctrinamiento que consiste en convertir nuestras clases en una
permanente moralina dirigida a los alumnos, o que incurren en la contradicción de
obligar a la gente a ser libres. Ayudémosles a algo tan simple y tan difícil
como que sean ellos mismos y sean capaces de construir un mundo en el que
quieran vivir.
Para ser
coherente con lo anterior, hace falta romper completamente una dinámica unilateral
en la que es la persona que da clase la que toma todas las decisiones sobre qué
y cómo enseñar. Normalmente, además, y como ya he señalado antes, en realidad
ese tipo de persona se limita a imponer un programa o curriculum que le ha
venido definido desde arriba por los técnicos expertos que pueblan los
despachos del Ministerio de Educación. El programa es utilizado como lecho de
Procusto en el que deben caber todos los niños, independientemente de sus
necesidades específicas o sus diferentes procesos de aprendizaje. Frente a este
modelo descendente de la relación pedagógica, hace falta desarrollar un cierto contrato
en el que el alumnado es invitado a participar activamente en la organización
de su propio proceso de aprendizaje. Al comienzo de cada curso escolar se
discute con los alumnos cuáles son los objetivos propuestos en el nivel y área
en el que se está trabajando, cómo se pueden concretar o modificar esos
objetivos de tal manera que se adecuen más directamente a algo que pueda ser
significativo para ellos, cómo se va a organizar el proceso de aprendizaje, teniendo
en cuenta los recursos de que se dispone y los criterios que se van a emplear
para evaluar el trabajo que se vaya realizando y para introducir las modificaciones
que la práctica vaya exigiendo. El contrato no parte del vacío, sino que se
articula a partir de unos datos que tanto los alumnos como nosotros tenemos que
tener en cuenta; pero eso es sólo el punto de partida y los límites que señalan
el terreno en el que nos vamos a mover. Admitido eso, queda un amplio margen
para la discusión y la toma de decisiones, margen que habitualmente no queremos
reconocer para no iniciar ese proceso de real participación del alumnado. Es
más, incluso los límites nunca están definidos de manera tan rígida como para
que no exista un margen de creatividad que nos permita ampliarlos o
modificarlos.
Un punto
crucial en esta propuesta de llegar a acuerdos con el alumnado es el que recoge
el arduo problema de la evaluación del proceso de aprendizaje. Cuando nos
situamos en el sistema educativo, en la enseñanza formal, todos sabemos que una
de las funciones básicas es la de calificar para poder clasificar a las
personas y asignarles un puesto en una sociedad jerarquizada. La calificación,
con todas sus implicaciones sociales y económicas, sigue siendo el mecanismo
básico de poder del profesorado, el último recurso que está siempre presente en
nuestras aulas introduciendo importantes distorsiones en la enseñanza. Hay que
reconocer esa dimensión intrínsecamente perversa de todo proceso de
calificación, pero también hay que reconocer que su superación sólo se podrá
producir cuando se hayan superado las causas sociales que la justifiquen. Por
otra parte, también es necesario reconocer que, con todas sus limitaciones, el
rendimiento académico parece un sistema de selección y asignación de puestos
sociales más justo que los empleados en otras épocas. Lo importante en todo
caso es introducir en nuestra práctica pedagógica unos modelos de calificación
que ayuden a hacer frente a este problema, y eso es lo que se puede hacer en el
marco de la pedagogía del contrato: incluir también en ese contrato la
calificación y hacer posible que los alumnos participen en su evaluación.
No se
trata de que los alumnos interioricen procesos de autocontrol que puedan ser tremendamente
represivos. Para llevar adelante en buenas condiciones el contrato de calificación,
hace falta, en primer lugar, situar la calificación en el marco más amplio de
la evaluación. Todos debemos estar siempre interesados en evaluar lo que
estamos haciendo, pues sólo así sabremos qué estamos haciendo bien y mal,
cuáles son nuestros aciertos y errores, y partiendo de eso podremos hacerlo
mejor; calificar es un subproducto distorsionado de ese proceso más amplio que
sí es imprescindible en la enseñanza. Se puede y se debe enseñar sin calificar,
pero no se puede enseñar sin evaluar.
El tercer
ámbito en el que el contrato es imprescindible es el que se centra en las normas
de convivencia que deben regular el funcionamiento del aula, un lugar en el que
obviamente deben surgir desacuerdos y conflictos. También en este caso resulta
nocivo reducir esa convivencia a un problema disciplinario que puede ser
resuelto con un reglamento de régimen interior decidido por el profesorado,
siendo éste el único capacitado para llevarlo adelante en el aula. En primer
lugar, los estudiantes tienen que participar en la elaboración de las normas
que rigen su comportamiento y regulan los conflictos que pueden surgir en el aula;
el proceso de elaboración les permitirá tomar clara conciencia de ese tipo de
problemas, potenciando así su reflexión sobre los procesos de aprendizaje y
sobre las dificultades de la vida social. En segundo lugar, el alumnado tiene derecho
a participar en la solución de los conflictos que surgen en el aula. Cuando se
plantea un problema, y pueden ser cualquiera el que detecte la existencia de
ese problema, hay que discutir en el grupo cuál es el problema, sus causas y el
posible modo de resolverlo; los conflictos se dan en el grupo, afectan a la
vida del grupo y deben ser resueltos por el mismo grupo. Sólo en casos muy
excepcionales tendría sentido que el grupo apelara a una instancia exterior
para que pudiera actuar como mediadora. Por último, al igual que en los otros
aspectos de esta pedagogía del contrato, se deben cuidar al máximo las
garantías de que todos los afectados serán debidamente escuchados, que se
tendrán en cuenta los diferentes puntos de vista y que se seguirán adecuadamente
las normas propuestas para la resolución de los conflictos. Llegar a un consenso
es algo siempre deseable, pero no tanto como para que no quepan en una comunidad
las diferencias; son muchas las ocasiones en las que puede resultar preferible
no llegar a una única conclusión que pueda suponer la anulación de perspectivas
que pueden ser mantenidas con cierto rigor.
El
contrato pedagógico abarca, por tanto, los contenidos, los procesos, los
sistemas de evaluación y calificación y las normas de convivencia. Es una
propuesta específica para hacer frente al problema del autoritarismo en el aula
y para desarrollar relaciones pedagógicas liberadoras. El contrato se convierte
tanto en punto de partida como en punto de llegada de un proceso de
aprendizaje. Es punto de partida en la medida en que supone una concepción de
la educación y de las personas que participan en las relaciones pedagógicas
(profesores y estudiantes) que debe estar presente desde el principio. Ya en
los niveles propios de la educación infantil es posible establecer contratos
pedagógicos con los niños. Pero es también un punto de llegada; las actitudes y
habilidades que son necesarias en una comunidad regida por el contrato no
surgen espontáneamente, hay que desarrollarlas y potenciarlas, tarea algo ardua
en una sociedad que parece regida por normas diferentes, por más que los
sistemas de democracia representativa digan basarse en el contrato social. El
profesor no puede, por tanto, ser uno más en este proceso. De él se espera que genere
las condiciones que hagan posible que los alumnos se embarquen en esa dinámica
del contrato de tal manera que éste vaya enriqueciéndose en la forma y el
fondo, en los procedimientos y en los contenidos. Ese es el difícil papel de
una persona dedicada a la enseñanza del que vengo hablando en este apartado:
debe ser uno más, pero al mismo tiempo no es uno más y para eso deberá siempre ejercer
su autoridad sin que esta tenga nunca nada que ver con el poder.
Solidario y autogestionario
En lógica
continuidad con lo que acabo de mencionar, la fórmula más adecuada para evitar
cualquier tipo de autoritarismo en la enseñanza pasa por organizar una práctica
cooperativa y autogestionaria. Poco más puedo añadir aquí a lo que ya he comentado
en el apartado anterior. La solidaridad y la autogestión no se predican, se
muestran en la práctica cotidiana, pues sólo pueden adquirirse a través de su
ejercicio, siempre y cuando ese ejercicio incluya la reflexión permanente sobre
lo que se está ha ciendo. Se puede entender, por tanto, que la pedagogía del
contrato que acabo de esbozar se convierta en eje sobre el que pivota una propuesta
de trabajo solidaria y autogestionaria. El contrato pedagógico nos lleva inmediatamente
a convertir nuestras aulas en una comunidad de investigación y el centro en una
comunidad justa.
Transformar
el aula en una comunidad de investigación significa romper completamente con el
modelo de educación bancaria que denunciaba Freire. Se rompe con un esquema en
el cual el profesor es el depositario de un saber que transmite para que sea recibido
por el alumnado. Más bien estamos buscando una relación multipolar en la que, como
ya he dicho, el profesor desempeña un papel básico, pero no exclusivo ni
tampoco central. Los niños deben darse cuenta de que las relaciones de
aprendizaje se desarrollan en diversas direcciones. Por descontado van del
profesor al alumno, pero también van del alumno al profesor y lo que es más
importante, van de unos alumnos a otros. Y no tenemos que pararnos en las
paredes del aula; es necesario transformar igualmente todo el centro en una comunidad
justa en la que los alumnos participan directamente en todos los aspectos relacionados
con la gestión del centro: discuten sobre la organización pedagógica,
participan en la elaboración de las normas de convivencia y en la resolución de
los conflictos, intervienen en el diseño del proyecto educativo y en la adecuación
de los objetivos generales de la educación al centro específico en el que están
aprendiendo.
No puedo
dedicar más tiempo a desarrollar estas ideas que tratamos con más detalle al capítulo
dedicado exclusivamente a la autogestión en el centro. Lo importante en el
marco de este capítulo dedicado al modelo de profesor libertario es insistir en
que un modelo de vida personal y social basado en al apoyo mutuo no surge
espontáneamente. Hay que facilitar su crecimiento y ayudar a que arraiguen las
condiciones que hacen posible esas prácticas solidarias. Eso es algo que se
puede y se debe hacer directamente en el aula, pero para ello debemos romper
con muchas inercias adquiridas que se basan precisamente en una concepción
jerarquizada de la relación pedagógica y del papel del profesor, al que se le atribuye
toda la capacidad mientras que se priva de la misma a los niños. El profesor libertario
debe, por tanto, fomentar prácticas colaborativas de aprendizaje, generar situaciones
en las que los niños se vean animados a trabajar en equipo, aportando cada uno según
su capacidad y recibiendo cada uno según sus necesidades. Y esas prácticas y situaciones
no es algo que proponemos que hagan los alumnos, sino algo que hacemos nosotros
mismos todos y cada uno de los días que estamos en el aula, del mismo modo que mostramos
el valor de la solidaridad cuando dedicamos mayor tiempo y energía a aquellos alumnos
que tienen mayores dificultades en su proceso de aprendizaje.
La
apuesta por una pedagogía solidaria y autogestionaria significa también romper con
una cierta dinámica que convierte los centros en pequeños reinos de taifas en
los que cada uno campa a sus aires sin intentar un trabajo en equipo medianamente
creíble. Hay que formar grupos de trabajo con las otras personas que trabajan en
el centro con nosotros, realizar proyectos conjuntos de investigación-acción e
incidir colegiadamente en la gestión y orientación del funcionamiento del
centro, desarrollando hasta el máximo posible formas asamblearias de discusión
de problemas y propuestas y de toma de decisiones. El modelo no es algo que
sólo sirva en un ámbito, sino que forma parte de nuestra visión del mundo y
debe hacerse presente en todas las instancias en las que está implicada nuestra
actividad profesional. Primero, por descontado, en el aula con los alumnos.
Pero a continuación también en el centro con el resto de los compañeros de
trabajo. Y por último, como no podía ser menos, implicándonos en organizaciones
de renovación pedagógica o sindicales en las que podemos unir nuestros
esfuerzos a los de otras personas que están también esforzándose por mejorar la
educación, y contrastar nuestras ideas con las de aquellos que pretenden vincular
la transformación del sistema educativo con una transformación más amplia de la
sociedad.
[Párrafos
finales de la ponencia “El profesor libertario”, que en versión original
completa está disponible en https://educaciotransformadora.files.wordpress.com/2018/11/el_profesor_libertario.pdf.]
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