María Acaso
Durante la vida de la anarquista feminista Emma Goldman, nadie le puso fácil las cosas. Encarcelada una y otra vez por defender las ideas en las que creía, Goldman no solo hizo la revolución desde la práctica política, sino también desde una práctica política afirmativa que dejaba la tristeza para otras ocasiones, el pesimismo para otros proyectos y el desánimo para otros cuerpos, porque su cuerpo y el mío lo que desean es bailar.
De la misma manera que Goldman entiende la política como la sucesión gozosa de actos de insurrección, es mi deseo redactar este primer post del curso que ya ha empezado desde la defensa de una práctica afirmativa y al mismo tiempo crítica de la educación, una educación que se autocontempla como enunciadora de contradiscursos desde el placer y la alegría; una forma de hacer doblemente la revolución, no solo por enunciar el deseo de transformación sino por hacerlo desde una alternativa gozosa, «alejando las pasiones tristes y reemplazando cada afecto negativo por uno positivo» (Rosi Braidotti, Por una política afirmativa, p. 28).
Durante la vida de la anarquista feminista Emma Goldman, nadie le puso fácil las cosas. Encarcelada una y otra vez por defender las ideas en las que creía, Goldman no solo hizo la revolución desde la práctica política, sino también desde una práctica política afirmativa que dejaba la tristeza para otras ocasiones, el pesimismo para otros proyectos y el desánimo para otros cuerpos, porque su cuerpo y el mío lo que desean es bailar.
De la misma manera que Goldman entiende la política como la sucesión gozosa de actos de insurrección, es mi deseo redactar este primer post del curso que ya ha empezado desde la defensa de una práctica afirmativa y al mismo tiempo crítica de la educación, una educación que se autocontempla como enunciadora de contradiscursos desde el placer y la alegría; una forma de hacer doblemente la revolución, no solo por enunciar el deseo de transformación sino por hacerlo desde una alternativa gozosa, «alejando las pasiones tristes y reemplazando cada afecto negativo por uno positivo» (Rosi Braidotti, Por una política afirmativa, p. 28).
Hago mío el sentimiento de muchas feministas que se encuentran «enfadadas pero alegres» para trasladarlo al terreno de la educación y proponer lo que podría llamarse una educación artística afirmativa, basada en esta idea de que para ejercer los cambios es necesario hacerlo desde el optimismo real, con un poco de entusiasmo (de ese del que nos invita a sospechar Remedios Zafra en su último libro, El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital) y con nuestros cuerpos en movimiento, saltando de arriba abajo y llenándonos de sudor.
Bailar, tanto para Goldman como para mí, es un verbo que condensa la metáfora de aquello que está prohibido pero es necesario. Bailar está igual de mal considerado en la política clásica que en la educación tradicional; fluir a través de los sonidos no se relaciona con la generación de conocimiento, no se entiende como algo serio, por lo que, en la mayoría de los casos, se acaba asociando a una pérdida de control. Una educación artística afirmativa es aquella que reconoce como suya la capacidad de generar conocimiento desde el descontrol, desde la divergencia y desde el rizoma; una educación que se abandona a las ficciones, la retórica y el extrañamiento como base de sus prácticas y que obvia los procesos lógico- positivistas que nos han metido en la cabeza la idea de que el conocimiento se construye desde el silencio y la quietud.
Bailar, como metáfora, recupera otra de las cuestiones clave que hemos de recuperar para disfrutar de las subjetividades sexuadas de nuestros cuerpos: el placer. El conocimiento no llega si el deseo no lo convoca, y es precisamente el deseo de conocer lo que están matando las instituciones que, paradójicamente, se han construido para generar conocimiento, desde las escuelas hasta la universidad, pasando por los museos. Una educación artística afirmativa es aquella que reconoce como suya la capacidad de generar conocimiento desde el placer, en este caso desde el placer de los cuerpos que se abren y se cierran, que giran y se tocan y que definitivamente reflexionan, investigan, se preguntan y critican desde los poros, la musculatura y el peso; es decir, de los cuerpos que reivindican, como afirma Aimar Pérez Galí, sudar el discurso, sudar lo que piensas y sudar lo que dices.
Como escribe Braidotti, «El cuerpo hoy ya no es entero, se sitúa a caballo de una multiplicidad de estratos, de prácticas y de discursividades materiales. Estar encarnados significa ser sujetos situados, capaces de poner en escena una serie de (inter)acciones discontinuas en el espacio y en el tiempo» (p. 35). Estos cuerpos mutantes que somos nosotres y nuestres alumnes conformamos una coreografía de afectos, de tensiones, de relaciones que fluyen y se desbordan en los interiores de las aulas. Bailar no solo nos permite recuperar el descontrol y el placer, sino también la idea de comunidad afectiva, la necesidad de entender el proceso de aprendizaje desde lo común, desde lo carnal y desde la ironía, todos ellos caminos para hacer el conocimiento posible.
Cuando hablamos de bailar, hablamos de bailar juntas, de mantener la escucha sobre el cuerpo de los otros y de subvertir, desde los cuidados, los mandatos de la individualidad patriarcal, la idea de genio, el virtuosismo sagrado, la competitividad y el esfuerzo como reglas supremas del juego. Bailar juntas nos impulsa a desterrar las nociones universalistas y definitivamente coloniales de la modernidad para posibilitarnos crear otras formas de estar basadas en la escucha frente al enunciado, la diversidad frente a la blanquitud, el reconocimiento frente al ego y la alegría generativa frente a la crítica antiutópica. Recordemos la idea central de que el esfuerzo solo lleva al fracaso, porque solo desde una lógica afirmativa del placer seremos capaces de desestabilizar las nociones canónicas que nos abrasan.
Frente al inmovilismo, el movimiento; frente al aburrimiento, la excitación; frente al simulacro, la experimentación radical que nos conduce a la transformación social de nuestros cuerpos entendidos como un cuerpo social expandido. Y es que bailar va mucho más allá de la representación: bailar nos transforma. Más allá del festival, de la pieza, mucho más allá del mercado de las artes escénicas, bailar consiste en crear nuevos conceptos y en generar una cadena de acciones que invierten la asimetría social. Cuando bailamos en clase, cuando nos atrevemos a levantarnos de las sillas y saltar, estamos colocándonos en otro lugar, un lugar de goce que es transformador de lo social.
Aprendamos a llevar a cabo nuestros deseos desde el placer y el gozo, desde los cuerpos que bailan y se llenan de sudor. Empecemos el curso descontrolando, gozando, afectando y transformando nuestras vidas y las de las que bailan con nosotras. Bailemos juntas, bailemos despacio, bailemos sudadas, pero bailemos cuanto antes.
[Tomado de http://www.mariaacaso.es/no-puedo-bailar-esta-no-educacion.]
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