Bertrand Russell (1872-1970)
*
Texto publicado en 1923 por el insigne matemático y filósofo inglés.
Como casi
toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán "La ociosidad es
la madre de todos los vicios". Niño profundamente virtuoso, creí todo
cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar
intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya
controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que
se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una
virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países
industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha
predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce
mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una
lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para
reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto.
Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más
difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que,
después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación
Cristiana de jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer
nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos
en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que
alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en
alguna clase de trabajo diario,como la enseñanza o la mecanografía, se le dice,
a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras
personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría
con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo
que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que
gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto
pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado,
desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus
ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no
genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se
plantean diferentes casos.
Una de
las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún
gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor
parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras
pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero
a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que
alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es
el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías.
Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara
en bebida o en juego.
Pero -se
me dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas
industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede
admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las
empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que
hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se
consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen
paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros
en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si
gasta su dinero - digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán -cabe
esperarlo-, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su
dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si
lo gasta -digamos- en tender rieles para tranvías en un lugar donde los
tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo
por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca
por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida,
en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se
le despreciará como persona alocada y frívola.
Nada de
esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las
virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el
camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de
aquél.
Ante
todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición
de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra
materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de
trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien
pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no
solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca
de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres
dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política.
Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca
de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y
escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda
.
En
Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más
respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced
a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por
el privilegio de que les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son
gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente,
su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en
efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el
evangelio del trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el
comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía,
por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible
para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara
al menos tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto
como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente
necesario no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo
apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había
excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose
tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores
morían de hambre.
Este
sistema perduró en Rusia hasta 1917 (desde entonces, los miembros del partido
comunista han heredado este privilegio de los guerreros y sacerdotes) y todavía
perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se
mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años,
cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el
sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la
guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha
dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y las
opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la
conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no
está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el
ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas
poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad.
La moral del trabajo es la moral de los 'esclavos, y el mundo moderno no tiene
necesidad de esclavitud.
Es
evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido
decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los
guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más.
Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el
excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos
a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque
parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este
medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno
disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los
asalariados británicos, se sentirían realmente impresionados si se les dijera
que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El deber,
en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder,
para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su
propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo
propio aún ante si mismos, y sé las arreglan para creer que sus intereses son
idénticos a los más grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto;
los atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su
tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que
hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial
para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía
posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el
trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica
moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la
civilización.
La
técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo
requerida para asegurar lo imprescindible para lavida de todos. Esto se hizo
evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas
armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de
municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer
propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra,
fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general
de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones
aliadas fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho
fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como
si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese
sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no
existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica
de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable
bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero.
Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que
lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra,
y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En
lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se
necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó
morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y
un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino
proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.
Ésta es
la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente
distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado
haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento
determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres.
Trabajando –digamos- ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo
necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede
hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no
necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos,
que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo
sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a
trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes.
Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan
ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los
hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y
quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero
la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad
sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable
tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de
felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea
de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para
los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de
trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada
algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los
entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les
dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal.Cuando
yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el
voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran
indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa
decir: "¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar".
Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente
de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos
por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano,
necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo
humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable,
resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede
prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el
caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su
manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser
admitido; pero solamente en esta medida.
No
insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la
URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos
aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo
que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan
perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en
exceso o que mueran de hambre.
Si el
asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no
habría paro -dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización
sensata- . Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el
pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres
suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres,
naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados,
excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les
disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras
desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse,
no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en
absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática
abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres;
ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.
El sabio
empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto de la civilización y
de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida
se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero, sin una cantidad considerable de
tiempo libre, un hombre se verá privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no
hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación;
solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir
insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el
nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente
de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado
en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas
que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del
trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el
mundo han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad,
sobriedad, buena voluntad para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas,
inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad
todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo,
recibe ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.
La
victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la
victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres
han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres
de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al
final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de
entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo
apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la
inutilidad del poder político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que
se refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han
escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han
profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo
los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los
trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación
de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a
las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En
Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han
sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más
honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la
resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para
asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El
trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda
enseñanza ética.
En la
actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de
recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso
muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario,
y cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se
alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar
largas horas?
En
Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a
Injusticia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a
parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos
componentes no trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado
de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos
ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos
sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos
métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número
de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado
a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los
fuegos artificiales. Con una combinación de todos estos dispositivos nos las
arreglamos, aunque con dificultad, para mantener viva la noción de que el
hombre medio debe realizar una gran cantidad de duro
trabajo
manual.
En Rusia,
debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la
producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución
racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y
las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo
gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la
preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema
virtud del trabajo intenso, es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades
a un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más
probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales
la ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura.
Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros
rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten,
construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz
de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el
cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las
tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de
considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como
un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera
necesario.
El hecho
es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario
para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la
vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero
superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta
cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres,
que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad
del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este
respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en
los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie
de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de
verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su
vida, no es probable que os responda: "Me agrada el trabajo físico porque
me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del
hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su
planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que
pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo
volver a la labor de la que procede mi contento". Nunca he oído decir
estas cosas a los trabajadores.
Consideran
el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento,
y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas
de ocio.
Podrá
decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían
cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro.
En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de
nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes
había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha
sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo
debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las
personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y
nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario
para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce
beneficios económicos. La noción de que las actividades deseables son aquellas
que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que
os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de
elogio, ganando dinero; pero cuando vosotros digerís el alimento que ellos os
han suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo
para obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene
que, ganar dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta
que son dos aspectos de la misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo
que podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras
son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes,
debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo,
en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su
trabajo radica en el consumo de lo que él produce.
Este
divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la
producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con
claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la
industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo.
Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la
felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
Cuando
propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que
todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades.
Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un
hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en
la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como
creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal
especie el que la educación va a más allá del punto que generalmente alcanza en
la actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al
hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en
la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han
muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar
a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los
placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser pasivos: ver
películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente.
Esto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el
trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los
que hubieran de tomar parte activa.
En el
pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora.
La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia
social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la
obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos
disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes,
contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió
las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones
sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada
desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la
barbarie.
El
sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente
ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser
laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta
clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares
de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del
zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las
universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa
proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran
adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en
definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en
un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas
de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión
suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran
tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades
los estudios están organizados, y es probable que el hombre que se le ocurre
alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas,
por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de
la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están
demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.
En un
mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda
persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá
pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus
cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por
medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia
económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales,
cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad.
Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la
economía o de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el
distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las
obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender
acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán
desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en
su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre
todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados,
cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo
delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán
cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e
insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no
le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto
que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se
verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas
por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se
manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al
tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos
inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición
a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque
supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las
cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la
consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha.
Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la
seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para
unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo
éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no
hay razón para seguir siendo necios para siempre.
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