Colin Ward (1924-2010)
«El movimiento anarquista debe compartir esa
dicotomía que azota a cualquier movimiento revolucionario social o político minoritario
que, al no tener poder político, ha de tener presente que cualquier solución
que formule para solucionar los males de la sociedad sólo puede ser puesta en
práctica por las mismas organizaciones políticas que pretende destruir. Al
rechazar, con razón, el poder político, siempre seremos ineficaces, puesto que,
por muy bien que afrontemos los problemas del momento, es a la administración
corrupta de nuestra sociedad particular a la que tenemos que forzar a aceptar nuestras
respuestas a sus problemas y a ponerlas en práctica. (...) Podemos hacerlas
públicas, dar ejemplos, (...) pero, en lo referente a las grandes reformas sociales,
sólo podemos ser los pioneros de ideas y acciones que los militantes políticos
harán suyas hasta que la burocracia política decida utilizarlas en su propio
interés.»
Arthur Moyse,
«Prophets without honour», Freedom, 27 de noviembre de 1971
¿El siglo
XXI nos permitirá escapar de la era del motor que ha sido el sigloXX? El
automóvil apareció como un juguete de los ricos, condenado por las gentes
ordinarias como un arma letal suelta por las calles. A medida que avanzó el
siglo, el coche pasó a ser visto como una necesidad de todas las familias, acabó
con la viabilidad económica de otras formas de transporte, transformó el medio
ambiente, y las víctimas que causaba entre los demás usuarios de las calles eran
consideradas responsabilidad de su propia vulnerabilidad. Surgieron enormes industrias
para cubrir sus necesidades.
Las ideas
de la gente pueden cambiar, pero de hecho resulta más difícil cambiar sus
costumbres. Por tanto, han sido millones de decisiones individuales las que nos
han llevado a la esclavitud respecto al coche. ¿Podrán millones de decisiones individuales
liberarnos de él? La gente no se ha desanimado por la pérdida de vidas que
comporta el automóvil, por tanto, ¿cabe esperar que cambien de costumbres por
las predicciones de los científicos sobre el calentamiento del planeta y el
efecto invernadero? Toda la información acerca de las diversas emisiones
tóxicas de los coches fue conocida y divulgada hace veinte años [1], y el único
efecto que ha tenido ha sido una reducción de impuestos sobre la gasolina ecológica
y la perspectiva de la obligatoriedad de usar catalizadores, aunque ninguna de estas
medidas afecta al problema del efecto invernadero.
Debemos
recuperar nuestra independencia frente al automóvil. Y eso, en una sociedad
dominada por el poder central, significa una política para volver a atraer a la
gente hacia unos mejores transportes públicos mediante un cambio en el sistema
de tarifas. La alternativa, aumentar los impuestos sobre los coches o la
gasolina, o sofisticados peajes en las carreteras, no haría más que penalizar a
los pobres, dejando las carreteras
para los
ricos, los fantasmones y los que viajan con los gastos pagados.
Algunos
de nosotros hemos defendido durante mucho tiempo el transporte público gratuito
en pueblos y ciudades, por razones ideológicas o como la solución más barata de
las posibles para que la gente abandone el coche privado. El péndulo de la opinión
pública se ha alejado, pero volverán hacia nosotros cuando los intolerables
dilemas de una sociedad en que cada uno tiene su vehículo obliguen a los
gobiernos a dar marcha atrás. Está muy claro que bastantes de nuestras
exigencias a los políticos y legisladores pueden ser compartidas por gente de
todas convicciones políticas. Veamos cuáles son estas exigencias:
Basta de
autopistas. Ya han demostrado su ineficacia. Como dice Charles Correa, «los
ingenieros de tráfico tienen que formular una '‘solución” para el tráfico. Por
eso, suelen ofrecer soluciones como costosos sistemas de autovías, túneles, puentes
elevados y cosas por el estilo. Aunque sabemos que estas soluciones sólo palían
el problema a corto plazo; la facilidad de movimiento fomenta más viajes, por
lo que las vías vuelven a quedar colapsadas. Los viajes siempre se multiplican
hasta que se producen atascos, ¡esta es una especie de ley de Parkinson en la
planificación del transporte! [2]. La evolución, por ejemplo, de la M25
alrededor de Londres es un claro ejemplo de esta teoría.
2. Invertir
en ferrocarriles. Nadie puede negar la irrefutable evidencia de que los
ferrocarriles pueden llevar pasajeros con una mayor seguridad, sin ocupar tanto
espacio y de forma menos contaminante y costosa que intentar trasladar el mismo
número de pasajeros por carretera [3].
3. Devolver
el transporte de mercancías de las carreteras a las vías férreas. Es un problema
fiscal. Si la hacienda pública evaluara el costo real para la economía de
transportar los bienes por carretera, en comparación con el ferrocarril, actuaría
en consecuencia.
4. Exigir
sistemas de transporte urbano rápidos, es decir tranvías o ferrocarriles
ligeros, como sistema normal de trasladarse por la ciudad. Son más seguros y
ahorran más energía. También es cierto que esto podría implicar simplemente transferir
las emisiones de dióxido de carbono a una central eléctrica en cualquier otra
parte, por lo que depende del sistema utilizado para generar la energía. Eso ya
es otro tema. Pero indudablemente el transporte público sobre raíles comporta
una menor demanda de fuentes de energía.
5. Encontrar
soluciones económicas para las zonas rurales. Aprender de la experiencia de la
mitad pobre del mundo con taxis colectivos, o de la institución suiza del Post-Bus.
6. Reducir
el tráfico de automóviles en las ciudades con simples medidas para prohibir su
paso y dando prioridad a peatones y ciclistas.
Estas
seis exigencias simples revolucionarían los transportes en nuestro país. Me
abstengo voluntariamente de entrar en el debate sobre la conveniencia de
cambiar nuestro estilo de vida para poder reducir la necesidad de transporte,
tanto de bienes como de personas. Soy consciente de las palabras de Arthur Moyse
acerca del dilema que para los anarquistas representa qué consejos dar a un
sistema social que condenan. Las personas conscientes de cualquier opción
política pueden estar de acuerdo con estas seis prioridades que acabo de
enunciar.
A lo
largo de este libro he mencionado la experiencia de Suiza u Holanda,
simplemente porque en estos países se ha llegado a un consenso de la opinión
pública que favorece una política de transportes en común, lo cual yo atribuyo
a diferentes tradiciones de carácter político y social. Gran Bretaña, en cambio,
ha tenido un Ministerio de Transportes, desde 1919, que se ha posicionado
invariablemente en favor de los coches y las carreteras y ha olvidado cualquier
otro medio de transporte de bienes o personas. Los opositores a la
descentralización siempre citan la necesidad de un plan de transportes nacional
y centralizado. Pero una de las conclusiones secundarias del debate sobre la
ubicación del tercer aeropuerto de Londres durante los años setenta fue que
Gran Bretaña no tenía, ni nunca ha tenido, un plan nacional de transportes [4].
Estos
países por los que he manifestado mi admiración, no son considerados como tan
admirables por sus propios ciudadanos. En Zúrich, a pesar de su magnífico sistema
de tranvías, que funciona como un reloj, los habitantes se reprochan su propia
incapacidad para ponerse de acuerdo sobre las limitaciones a los coches. En
Holanda, a pesar de sus programas para moderar el tráfico y reducir el uso de
los coches en las ciudades, de su política de transporte público gratuito y coordinado
a nivel nacional, sólo he oído quejas. Los automovilistas están indignados por
la imposibilidad de encontrar aparcamiento en las ciudades, los ecologistas
destacan que se siga asumiendo como algo aceptable la construcción de
autopistas y que el gobierno holandés, como el británico, prevea una economía
europea en expansión en la que sus industrias tengan un papel cada vez más
predominante. Incluso los estudiantes se mostraban hostiles respecto a la
política de transporte público gratuito para los jóvenes —que desde nuestro
punto de vista parece una innovación maravillosa—, y me comentaron que se trataba
de un siniestro programa para asegurar que los jóvenes sigan viviendo con sus
padres, lo que permite reducir la cantidad de becas para la enseñanza superior.
Pero más
allá de estos fallos, en Holanda existe un clima de opinión pública, tanto a
nivel local como regional y nacional, cuyo reflejo, que no la causa, son las
medidas tomadas por las administraciones para cambiar la dirección de las
políticas de transporte. En Holanda no volverá a haber un barullo general regulado
únicamente por las leyes del mercado. La mayoría de países de la CEE todavía no
han llegado a tal nivel de civilización.
Conseguir
que se aborde de forma racional el problema de los transportes será una tarea
larga y difícil. La era del motor ha sido un desastre del siglo XX, pero nos ha
proporcionado aspiraciones que el siglo XXI no podrá colmar. Pongámonos de acuerdo
en seis sencillas prioridades y una vez se hayan logrado, pensaremos en cómo
seguir adelante.
Notas
[1] Para
más información consultar, entre otros, el libro de Alisdair Aird The Auto motive
Nightmare (La pesadilla del automotor), Hutchinson, 1972; Arrow, 1974.
[2] Charles Correa, The New Landscape:Urbanisation
in the Third World (El nuevo paisaje: urbanización en el Tercer Mundo), Butterworth,
1989.
[3] ¿Wrong Side of the Tracks? Impacts of
Road and Rail Transport for the Environment (¿Nos hemos equivocado de camino? Impacto del transporte por carretera y por ferrocarril sobre el medio
ambiente), TEST, 1991.
[4] Informe
de la Comisión de Investigación para el Tercer Aeropuerto de Londres (Informe
Roskill), HMSO, 1971.
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