Tomás
Ibáñez
Es cierto que la racionalidad científica no es la
única forma de racionalidad que se revela útil para la producción de
conocimientos y para sustentar las distintas actividades desarrolladas por los
seres humanos, pero es, sin duda, una de las más valiosas y, como ya lo he
dicho, no pretendo menospreciarla en lo más mínimo. Sin embargo, resulta que
esa peculiar forma de racionalidad se fue insertando poco a poco en un complejo
entramado ideológico que acabó por convertirla en un potente dispositivo de
poder. Los conocimientos científicos adquirieron así unas características que
no forman parte de la racionalidad científica en tanto que tal, sino que
provienen de la ideología que la convierte en un eficaz dispositivo de poder
bajo la forma de una peculiar retórica de la verdad. Como suele ocurrir con las
ideologías, esa ideología queda invisibilizada en tanto que ideología y pasa a
ser considerada como formando parte de la propia definición de la racionalidad
científica.
De hecho, la retórica de la verdad que desarrolla
la ciencia ha logrado ocupar una posición hegemónica convirtiéndose en la más
potente de todas las retóricas de la verdad presentes en las sociedades
modernas y está claro que sus efectos de poder se sitúan a la altura de esa
potencia.
Pese a que gran parte del colectivo científico
considera que las formulaciones de la ciencia constituyen tan solo verdades
provisionales a la espera de ser superadas por la propia dinámica
investigadora, no deja de ser cierto que para amplios sectores de la población
la razón científica se ha constituido progresivamente en el fundamento moderno
de la verdad, y las prácticas científicas se han impuesto como las únicas
prácticas legítimamente capacitadas para producir verdad. La ciencia es vista
como la fuente de un discurso dotado de capacidad veridictiva, entendiendo por veridicción
el hecho de decir legítimamente verdad y de poder exigir, por lo tanto, el
debido acatamiento a los contenidos de su discurso.
La importancia que reviste la cuestión de la verdad
en nuestra representación de la racionalidad científica justifica que abramos
un pequeño paréntesis para formular algunas consideraciones al respecto. Cabe
recordar, por ejemplo, que más allá de la clásica e insostenible definición de
la verdad como adecuación con el objeto, lo que prevalece en la actualidad es
un enfoque deflacionista según el cual no hay ninguna esencia de la verdad, no
hay algo así como la verdad de aquello que es verdadero, de la misma forma que
no hay nada así como, pongamos por caso, la puntiagudez de aquello que es
puntiagudo. No hay nada en común que compartan todas las creencias que
calificamos de verdaderas, aparte del hecho que las califiquemos como tales.
Esto significa que la verdad no es una propiedad de ciertas creencias o
proposiciones, y tampoco es una propiedad de la relación entre ciertas proposiciones
y el mundo. La verdad no es nada más que una simple función lingüística, y lo
único que cabe hacer en relación con ella es establecer cual es el funcionamiento
semántico del predicado “verdadero” con el cual calificamos ciertos enunciados.
También cabe recordar, de paso, que las mayores
atrocidades se han cometido, con bastante frecuencia, en nombre de la verdad.
La religión verdadera lanzó las cruzadas, creó la Inquisición y masacró a los
calvinistas. El culto a la razón y a la verdad presidió al terror que sucedió a
la revolución francesa. La Pravda, que es como se llama a la verdad en ruso,
justificó el terror bolchevique, y fue con verdades supuestamente científicas como
los nazis aplastaron cráneos de judíos e izquierdistas. Ciertamente, los peores
peligros no provienen tanto de los ataques a la verdad, como de la creencia en
la verdad, sea su fuente la religión, la ciencia, o cualquier otra instancia,
pero cerremos este paréntesis y volvamos a la cuestión de la ciencia convertida
en retórica de la verdad.
La forma general que toman las retóricas de la
verdad consiste en situar la fuente de la enunciación legítima de la verdad en
un meta nivel que trasciende al ser humano y a sus prácticas. El ejemplo más
claro ha consistido tradicionalmente en situar la fuente de los discursos verdaderos
en la esfera de la divinidad o de lo sobrenatural y dotar a determinas personas
de un acceso privilegiado a esas fuentes.
El gran
trabajo de secularización llevado a cabo por la Ilustración permitió devolver
al mundo terrenal los asuntos humanos que dependían de Dios, ensanchando con ello
la capacidad de decisión y la libertad de las personas. Sin embargo, al abonar
el terreno para el desarrollo de la retórica de la verdad científica fue la
propia Ilustración la que volvió a instituir un meta nivel que arrebataba nuevamente
al ser humano las decisiones sobre la verdad, remitiéndolas a la razón
científica.
[Fragmento extraído del artículo “La razón
científica como dispositivo de dominación”, que en su versión completa es
accesible en la revista Libre Pensamiento
# 85, Madrid, invierno 2015-2016. Número completo de la revista accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2015/10/LP-85-_web.pdf.]
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