Enric Tarrida
“Todos
los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como
están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los
otros.”
Hay días que cuando uno se levanta, por mucho que
quieras es imposible ver el vaso medio lleno, quizás hoy es uno de esos días.
Uno echa una mirada hacia atrás y le asaltan serias dudas de que hayamos avanzado
(la humanidad), e incluso siente que andamos como los cangrejos.
La frase de arriba corresponde al texto del
Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), proclamada
por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. Para quien tenga interés,
hay veintinueve artículos más que recogen cosas como: el derecho a no sufrir discriminación
de ningún tipo, a poder vivir con seguridad, a la libertad de moverse por su país,
salir del mismo y regresar, a ser tratado con igualdad ante la ley, a no poder
ser detenido arbitrariamente, ni torturado, al derecho de asilo, a tener una seguridad
social, a tener un trabajo digno, una vida digna, al descanso y las vacaciones,
a una jubilación merecida, etc.
Desde que se aprobó esta declaración, han pasado
casi setenta años. Cuando uno era joven, muchos pensábamos que la DUDH era
insuficiente, hoy resulta una utopía. Ningún país se opuso a su firma, solo
ocho se abstuvieron. Ahora podríamos preguntar: ¿cuántas naciones cumplen hoy
día con los principios que emanan de su articulado?
Sin duda este importante documento, que muestra una
cierta lucidez del género humano, no fue producto de la espontaneidad ni de un
acto de locura, nace de la dolorosa y cercana evidencia de los horrores vividos
a raíz de las dos guerras mundiales, y especialmente de la Segunda, que superó
lo que parecía insuperable respecto a la Primera: 70 millones de muertos,
exterminios masivos, genocidios, atrocidades sin límite que se cebaron especialmente
sobre la población civil, sobre seres humanos desarmados e indefensos. Para aquellas
personas que representaban a sus países, era imperioso sentar las bases para no
repetir la historia, para impedir que lo peor del ser humano volviera a
cabalgar, amenazando la propia existencia de la humanidad, porque había la
certeza de que un nuevo episodio de esas características pudiera ser insuperable
para nuestra raza y para el planeta.
Como efecto contrario y positivo a la barbarie
vivida, había muchas personas, mujeres y hombres valientes, que se habían
enfrentado, sacrificado y vencido al fascismo. Allí donde las “élites de
nuestras democracias” habían fallado, estuvieron ellas y ellos, como
partisanos, en los ejércitos libres y en los regulares, heroínas anónimas, que
sin importar naciones o fronteras, se entregaron a parar al monstruo, y que
otra vez salvaron la cara al mundo entero.
Pero hoy, casi 70 años después, la humanidad parece
sufrir amnesia. Nos hemos puesto las orejeras, y estamos cultivando con afán
las desigualdades, incrementando el sufrimiento de millones de personas, alimentando
el monstruo que, una vez derrotado, vuelve a crecer, a engordarse, a
empoderarse de muchos seres humanos. Unos por ambición desmedida, otros por las
migajas, los más por miedo a ser del pelotón de las víctimas, todos por
absoluta estupidez.
Nuestros antepasados, que sufrieron el horror de la
II Guerra Mundial, se echarían las manos a la cabeza ante el mundo que estamos
construyendo. De nada sirvieron, o eso parece, los padecimientos pasados. Las
políticas que construyeron un cierto estado del bienestar, la época que propició
la mayor disminución de las desigualdades en la historia reciente del ser
humano, la que generó expectativas de que fuera posible un planeta en
donde todas las personas tuvieran derecho a una
vida digna, sin guerras, sin persecuciones… Estos ligeros avances se comenzaron
a derruir apenas iniciada su construcción, y hoy el martillo neumático del
capitalismo no está dejando piedra sobre piedra.
Y mientras tanto, ¿qué hace la mayoría?, mirarlo
desde la barrera, como si no fuera con ellos, como si no fueran ellos, sus
hijos, sus parientes, sus amigos, los próximos candidatos al sacrificio en el
altar de la estupidez humana.
Y cada día crece y crece la ignominiosa actuación
contra las personas; más guerras, más muertes, más horror, nos acercan a
nuestro propio apocalipsis, mientras los amos del universo siguen calculando cuánto
ganarán en el próximo genocidio.
Dice el preámbulo de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos:
“Considerando
que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento
de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los
miembros de la familia humana.
Considerando
que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado
actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado,
como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que
los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la
libertad de palabra y de la libertad de creencias”.
¿Parece de otro planeta, no? Lo cierto es que Marx
tenía razón (no Karl, sino Groucho) cuando decía: “De la nada, la humanidad ha
alcanzado las más altas cotas de la miseria”.
Da miedo ¿no? Pues pongámonos manos a la obra. Hay que
construir un mundo nuevo si queremos que haya un futuro posible para nuestros
hijos. Hay que derrotar a nuestra bestia de una vez, si no queremos que nos
devore.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.