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viernes, 15 de septiembre de 2017

Opinión - Postales de Venezuela exprimida: Un forastero viaja a Caracas a mediados de 2017



Loris Zanatta

No está lleno, el vuelo a Caracas, pero casi. Cuesta creerlo: ¿quién viaja allí en estos tiempos? Un montón de chinos. Todos varones. Qué estúpido no haberlo pensado: Beijing está comprando Venezuela. Sin su crédito, Nicolás Maduro ya habría declarado bancarrota. Pero nada es gratis: ¡chau, soberanía!

En Maiquetía se respira el Caribe. Al menos eso: de aire acondicionado ni hablar. Es sofocante, pero la fiesta comienza: primero en distribución de la riqueza, anuncia un panel gigante. ¡Qué raro!: casi no hay aviones en el aeropuerto. Era un centro neurálgico. ¿Qué pasó? Pero hay muchos militares, aburridos y torvos. Dan miedo.

Soy invitado y quiero tener algo en el bolsillo. La chica del cambio me mira incrédula. Así es que mi billete de cincuenta euros ingresa a la historia: lo fotocopia y me pide certificar la tontería con huellas dactilares. A cambio, consigo treinta y dos billetes, una libra de papel: afuera me habrían dado seis veces más. La mayoría son de 100 bolívares. Valen cinco centavos de euro cada uno. No sirven para nada, pero son los más difundidos.

Salgo en busca de la igualdad de la que el gobierno se jacta. Voy acompañado porque Caracas es peligrosa. Mucho. No confío del todo en las estadísticas: un día leí que Argentina tenía menos pobres que Alemania. A primera vista, nada nuevo: al Oeste, los ranchos de siempre, luego Catia, donde nadie se detiene en el semáforo en rojo y la gente deshace las bolsas de basura en busca de comida. Más que de veinte años de socialismo y petróleo a las estrellas, esta ciudad parece salir de un bombardeo. Al Este estaba la Caracas “bien” y allí permanece, con sus hermosos jardines y sus tiendas. Pero hay algo que no me convence. Lo entiendo hablando con los clientes de un panadero del Chacao, de una frutería de Altamira, paseando entre estantes casi vacíos: hay bronca, humillación, desamparo.

La vieja oligarquía hace las maletas, la clase media ha perdido todo. Pero entonces es cierto: ¡aquí está la igualdad! Los pobres siguen siéndolo, pero al menos ahora lo son todos. Hugo Chávez revirtió el aforismo de Olof Palme: ha odiado a los ricos más que amado a los pobres, y ahora la pobreza reina soberana. Soberana pero no pacífica: el volcán murmura, la tensión es palpable. Ver para creer: salgo al Petare. He visto muchas villas o favelas pero esta las supera a todas. Respecto al pasado, le añadieron un teleférico. Une la base a la cumbre, sin paradas intermedias. Casi todo el mundo vive en el medio. ¿Una idea genial? Su vida es conocida: narcos y suciedad, violencia y corrupción, robos y violaciones. ¿Y el Estado? No llegó.

Vuelvo a la ciudad y, mirando bien, descubro autos nuevos, restaurantes elegantes, centros comerciales de moda. Menos mal. ¿Pero la igualdad? Alguien es más igual que los otros. Y el secreto es siempre el mismo: tienes que poseer dólares, recibirlos al cambio oficial y revenderlos al paralelo. En ese caso, serás rico. Sin producir nada.

¿Pero cómo puedes tenerlos si los tiene todos el Estado? En la pregunta está la respuesta: tienes que hacerte con un pedacito de Estado. ¿Cómo? Conviértete en bolivariano. El Estado es su botín. Los nuevos ricos son especuladores codiciosos, cínicos parvenues, jóvenes desenfrenados: están en todas partes y se notan. Los llaman boliburgueses, bolichicos: en el plano etimológico, son nombres impecables.

El chavismo odia el mercado. Corrompe al pueblo, instiga el egoísmo. Es cosa de imperialistas, veneno de capitalistas. Y lo combate: controla las divisas, nacionaliza y expropia, levanta aranceles, administra precios, raciona bienes, retiene ganancias. ¿Y cuál es el resultado? En Caracas no se habla sino de dinero: el estiércol del demonio está en la boca de todos. Todo se vende y todo se compra. No es un trastorno compulsivo: es una cuestión de supervivencia. ¿Dónde encuentro harina? ¿Quién me cambia los bolívares a la mejor tarifa? ¿Me compras la leche en polvo mexicana que el gobierno metió en la canasta de racionamiento? ¡Así podré comprar un poco de papel higiénico! En el mercado negro, obviamente. Vuelan sms, llueven whatsapp: todos comerciantes, especuladores, corredores de bolsa. ¿Es legal? No. ¿Está prohibido? Depende. Pero ten cuidado con lo que haces: una espada cuelga sobre tu cabeza.

Cuando Hugo Chávez llegó al poder, el barril de petróleo se vendía a 8 dólares: nada. No es de extrañar que el viejo sistema democrático, ya socavado por la corrupción, se derrumbara. Unos años más tarde el barril subió a 25 dólares y Chávez lo celebró: así está bien, dijo. Desde entonces, el precio se situó durante años por encima de los 100 dólares: increíble. Los cofres del Estado se rellenaron y el gobierno actuó como un cajero automático que alimentaba la orgía de consumo. ¿La gasolina? Gratis. Y así el agua, el gas, la luz. No para los pobres: para todos. ¿Créditos? A tasa negativa. ¿Transporte? Paga el Estado. ¿Armas? Compren, compren. ¿Petróleo a Cuba? Claro. Chávez inspeccionaba su reino en DirectTV.

Me gusta este terreno; quiero levantar un pueblo aquí: se expropiaba y se hacía. ¿De quién es esta casa? Hay que hacer tal cosa con ella: se tomaba y se hacía. ¿Estoy exagerando? Para nada: así fue. Obviamente, entonces se votaba y siempre ganaba el régimen: el pastel era enorme y había algo para todo el mundo. Hasta que el petróleo cayó. Era predecible, pero no lo previeron. Chávez había sido cabeza de la familia que gana la lotería y derrocha todo: de tanta riqueza, no quedaba nada.

Así fue como sus herederos comenzaron a vender las joyas de la familia; y a cerrar las urnas para no perder el poder. Incluso los pobres de Catia y Petare votaron contra el chavismo en 2015. ¿Cómo puede ser? La economía no es una ciencia exacta pero tiene algunas leyes y se sabe cómo los gobiernos pueden matar el crecimiento económico: inflación excesiva, alto diferencial entre el tipo de cambio oficial y el paralelo, elevados déficit presupuestarios, tipos de interés insostenibles para las actividades crediticias, restricciones al libre comercio, servicios públicos de mala calidad. Todo esto fomenta la corrupción e inhibe la producción. En todas estas voces, el chavismo es campeón olímpico: primero con ventaja. ¿Los efectos? Nadie produce, nadie invierte, nadie ahorra. Los que tienen dinero lo gastan o compran dólares para guardarlos en un banco extranjero: los funcionarios del régimen, los primeros. Venezuela es así: un limón exprimido, un botín saqueado, un país devorado por su nueva clase dirigente.

De un régimen socialista, cabría esperar la creación de un Estado fuerte, respetado y eficiente. ¡Ojalá! No hay rastro de él en Venezuela. Aparte los servicios secretos manejados por los cubanos, que saben. Por lo demás, el Estado es un desastre, como los servicios que debe proporcionar: seguridad, educación, salud, transporte, prisiones. Uno peor que el otro. Baste decir que en Caracas hay un barrio llamado “Sin ley”...

Y si el número de asesinatos asusta, la tasa de impunidad asola: matar en Caracas es una de las acciones menos arriesgadas del mundo. Se entiende que la ciudad se vacíe con las primeras sombras. La legalidad no importa mucho al régimen, acostumbrado a pactar con las pandillas: mantengan el orden y tendrán campo libre. Pero si rompen las reglas, rendirán cuentas. No a la ley, sino al terrorismo de Estado: llegará al amanecer con las máscaras de los cuerpos especiales para matar, secuestrar, violar, desaparecer. Lo mismo ocurre en las cárceles: en épocas normales son espacios que el Estado cede a los criminales, que los convierten en base de sus tráficos. Salvo las cárceles de mujeres, burdeles privados de la policía. Si, sin embargo, una afrenta perturba esa paz mafiosa, ocurrirá lo que acaba de suceder en el interior del país: decenas de presidiarios asesinados con un golpe en el cogote y las manos atadas a la espalda. Así habla el Estado chavista.

Agotados los petrodólares, las escuelas y los hospitales están colapsando. El gobierno les regaló a los niños unas computadoras portátiles llenas de programas de propaganda chavista: Papá Noel tiene nombre y apellido. Muchas familias les han puesto programas normales y las han vendido. Como todo. La Universidad está para llorar; quien aplaude al gobierno recibe fondos; quien no lo hace sufre. El gobierno se jacta del boom de la matrícula pero engaña. Las Universidades serias se negaron a reconocer sus títulos por insuficientes, por lo que el gobierno creó sus propias universidades: son tremendas pero las estadísticas no lo consideran. Lástima que detrás de los números se esconda a menudo el infierno. Es lo que ocurre en los hospitales: hay quien perdió familiares debido a la falta de medicamentos. Sé de varios a quienes les tocó alcanzarles los guantes y las máscaras a los cirujanos. No hay vacunas: supe de familias desesperadas que los recibieron de países remotos. Es de esperar que no viajen con transporte venezolano: sucios, rotos, contaminantes y especialmente peligrosos; incluso el metro, que fue una vez un oasis de paz y buena educación.

Luego están las casas populares, una deuda social que grita al cielo. De ellas se ocupó la “Misión vivienda”; y para que quedara claro a quién los pobres tenían que besarle la mano, cada edificio lleva la firma o la cara de Chávez. Paciencia: ¡siempre que los pobres tengan un hogar! ¿O no? Nada es lo que parece en Venezuela. A Chávez no le gustaba que los constructores privados ganaran dinero construyendo casas para “su” pueblo; pero tampoco podía excluirlos así no más. Así que les envió los planes de construcción que el gobierno había adquirido en China. Y en chino estaban. Las empresas olfatearon la trampa pero igual los tradujeron. Descubrieron así que eran inadecuados para el clima y el suelo de Caracas. Chávez les respondió desde la TV. Los escuálidos, los burgueses, no quieren cooperar con mi gobierno. Y cedió toda la obra a sus amigos. ¡Y se nota! Esos edificios reflejan el gusto estético de los arquitectos bielorrusos que los levantaron y su precoz desgaste evoca los tristes suburbios de Europa del Este. A Chávez no le importaba que los pobres tuvieran hogares decentes y de propiedad, tanto que esas casas no tienen servicios, son tórridas y concedidas apenas en usufructo. Lo que le importaba al Jefe eran las estadísticas, para jactarse de haber construido tanto; y la conquista de territorio en los barrios de la burguesía: era un militar y su capricho fue Ley.

Sacando las sumas, el Estado que el chavismo ha creado no tiene ni un pelo del Estado de la tradición reformista socialdemócrata. Está plenamente inscrito en aquella del antiguo patrimonialismo ibérico: absolutista y confesional. No permite ningún pluralismo de poderes ni de ideas. No es un Estado de derecho ni reconoce las libertades individuales: el ciudadano es un microbio a merced de cualquier tipo con el gorro rojo que se le cruce en la calle. Ese tipo tendrá un poder absoluto y el ciudadano no tendrá instancias a las que recurrir si aquel decide hacerle daño. El Estado chavista pertenece a quienes lo ocupan: no distingue entre riqueza pública y riqueza privada. Todo esto en nombre de un pueblo inefable del cual el chavismo enarbola el monopolio, como si fuera suyo.

El chavista es un régimen militar y lo es cada vez más, a medida que pierde el consenso. Los recientes ladridos del presidente Trump son música para sus oídos. Las fuentes de las cuales los militares tiran el poder son dos; ambas son complementarias y poderosas. La primera es el control que ejercen sobre la producción y distribución de bienes. En ese sentido, son el esqueleto del régimen que, si se derrumbara, lo haría sobre la cabeza de ellos. Al defender el chavismo, los militares se protegen a sí mismos. Esto los convierte en una casta privilegiada. Son los militares quienes manejan los dólares. De ahí su arrogancia y corrupción.

La segunda fuente de poder militar es simbólica: los militares administran el culto del Jefe, lucran sobre el mito del Dios Chávez. El culto de la personalidad al que se asiste en Venezuela es tan kitsch y anacrónico que nos deja incrédulos. Sería cómico, si no fuera para llorar. Los ojos de Chávez pintados en todos lados, sus imágenes en cada rincón, sus pomposas frases reproducidas infinitamente. Por otra parte, fue él mismo el primero en pretender que los venezolanos no tuvieran más Dios que él: cambió los símbolos de la Nación como se cambia una camisa, hizo reescribir los libros de Historia, alcanzó la cima del grotesco haciendo exhumar los restos de Bolívar. Quien tenga hígado o sentido del humor puede seguirlo en youtube: el himno nacional al fondo, los forenses vestidos de astronautas entran en la cripta y, entre frases severas, extraen los restos de los cuales se inferirá la verdadera imagen del Libertador. Ahora lo llaman “el Bolívar de Chávez”.

Todo esto parecería hacer de la Venezuela chavista una Macondo exuberante. Pero si la Macondo de García Márquez era mágica y tierna, la venezolana es fanática y feroz, implacable en sus abusos y chantajes. He tenido en mis manos las balas de acero disparadas por la policía contra los manifestantes, causa de muchas muertes; oí a los testigos de la brutalidad militar y sus torturas despiadadas, del violín partido en la cabeza del joven músico, de la muchacha violada sobre él, en el ritual machista más típico de los ejércitos de cualquier lugar. ¿No fue Chávez mismo, por otra parte, quien inauguró el género, cuando mandó violar a la jueza Afiuni? La jueza se había atrevido a liberar a un enemigo político del gobierno porque los términos de la custodia habían expirado: Chávez la hizo sentenciar a 30 años y luego violar. Incluso su amigo, el intelectual Noam Chomsky, se avergonzó: “La jueza Afiuni ya sufrió bastante”, dijo.

Negligencia, corrupción, violencia, autoritarismo: la lista del oprobio chavista es infinita. Pero me quedaron esculpidas en la mente las palabras de una amiga. Sus ojos eran láminas, su tono, de ira fría: son unos ineptos; no saben hacer nada y todo lo que hacen, lo hacen mal. Esto es lo que pensaba y no encontraba cómo decir. La ineptitud, la ideología barata, unidos en una mezcla explosiva de arrogancia, violencia y riqueza fugaz, cavaron un hoyo que se tragó el país. La ineptitud lo impregna todo. Está en el esqueleto del rascacielo inacabado que domina el centro de la ciudad, en el ferrocarril que muere en la nada en las afueras, en los contratos a los amigos y a los amigos de los amigos, como la brasileña Odebrecht.

En la periferia de Caracas hay un jardín verde como sólo el verde de los trópicos puede ser. Está salpicado de cruces; bajo cada cruz un nombre: casi todos chicos, estudiantes. Y entre las cruces una sábana que lleva pintada una frase: tu indiferencia te hace cómplice. En el mundo hay muchos cómplices de semejante plaga. Vi a estudiantes romper vidrieras por cuestiones nimias, no vi a nadie gastar una palabra sobre los jóvenes asesinados en Caracas; leí periódicos que ensalzaban a Chávez olvidar el tema como si nada; oí a docentes conducir la carga contra el neoliberalismo y cabalgar el tigre de la revolución venezolana, sin tener idea que de liberalismo Venezuela ha tenido poco o nada, pero al menos tuvo una democracia que dio refugio a quien escapaba de otras dictaduras. Así es: el mundo está lleno de aficionados que aman subirse a cada tren latinoamericano que repite el antiguo solfeo populista.

En el aeropuerto se está poniendo peor: por el calor y por los militares que rodean la cola del embarque. Escalofríos. Están buscando drogas, pero es absurdo: ya nos han registrado tres veces. Búsquenla donde está, murmura una anciana: en el palacio presidencial. Dos días más tarde arrestaron a un activista de derechos humanos a punto de salir del país. El último militar lo encuentro justo en la puerta del avión en el fondo del tubo: parece Chile en 1973. Al despegar, suspiré aliviado.

[Tomado de https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/postales-venezuela-exprimida_0_Syj9Kdl9b.amp.html.]


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