Ricardo
García
* Para intelectuales de izquierda lo comprometido y correcto no es criticar
y deplorar el colonialismo interno
que imponen estos gobiernos latinoamericanos, y que es lo que directamente más
afecta a las comunidades indígenas, sino convertirse en cómodos críticos del
imperialismo y la descolonización.
En un pequeño texto titulado Impliquons nous (Arles: Acts Sud,
2015), en el que el sociólogo y filósofo francés Edgar Morin dialoga con el
artista italiano Michelangelo Pistoletto, uno de los fundadores del llamado arte
povera e impulsor de la Cittadellarte, Morin asegura:
<<Toda la
historia de la civilización occidental ha tenido una tendencia hacia la
conquista de un bienestar material y técnico, y el bienestar material no ha aportado
un bienestar moral y psicológico. Es por eso que me gusta la expresión venida
de América Latina —también de Evo Morales y de Rafael Correa― que se refiere al
buen vivir>> (p. 27).
Como a Morin, a no pocos pensadores europeos este
desaforado e ingenuo entusiasmo que evocan el bon–sauvage les ha
impedido percatarse de que en realidad las ideas del Buen vivir (Sumak
Kawsay en quechua) y del Vivir bien (Suma Qamaña en aymara) han sido
producto de la tergiversación de los saberes ancestrales de las poblaciones
andinas que para sus propios intereses hizo el gobierno de Rafael Correa, en
Ecuador, y que ha venido haciendo el gobierno de Evo Morales, en Bolivia.
Aunque el caso de Morales resulta más relevante, no sólo porque a diferencia de
Correa continúa en el poder —y quiere seguir— y ha tenido mucha más influencia
en el extranjero, sino sobre todo porque se trata de un indígena que no dudó en
banalizar e instrumentalizar los saberes ancestrales de su propia etnia: la
aymara.
Con una población que en su mayoría se halla
concentrada en Bolivia, pero que también se extiende hacia el sur de Perú y
norte de Chile y Argentina, los aymaras no comparten las mismas formas de
organización social, económica y política. Por ejemplo: 1) desde la
conformación de los distintos Estados–nación latinoamericanos, como todos los
grupos indígenas, los aymaras tuvieron que enfrentarse a diversas y desiguales
formas de homogeneización/dominación para “integrarse” a sus respectivas
sociedades: bolivianización,
chilenización, peruanización o argentinización,
según el caso; 2) a diferencia de los aymaras bolivianos, que se
encuentran muy cerca de la Paz —donde más de la mitad de la población es
hablante de la lengua―, sus homólogos peruanos se hallan muy lejos de Lima, la
capital peruana, lo cual marca una diferencia importante en sus respectivas
actividades económicas y posiciones políticas; 3) hoy muchos de los
aymaras mineros en Bolivia son cooperativistas, mientras que sus homólogos en
Chile son asalariados, lo cual coloca a los segundos en una evidente desventaja
laboral propiciando también que sus ideologías sean distintas; 3) aunque
los aymaras mineros y los cocales puedan compartir más o menos la misma
percepción sagrada sobre la hoja de la coca, los segundos tienen un interés más
económico que espiritual; etcétera.
Bajo la idealización de estas filosofías andinas
muchos latinoamericanistas,
de izquierda todos ellos, niegan reconocer que el modesto boom económico que ha tenido Bolivia
ha propiciado el surgimiento de un aymara capaz de insertarse en una economía
de mercado que no es ancestral ni “pachamámica”,
sino capitalista. Una nueva burguesía aymara que en las zonas urbanas vive y
consume ostentosamente y que comienza a ocupar barrios exclusivos de la capital
boliviana; una nueva burguesía aymara que derrocha construyendo fastuosas casas
de arquitectura con reminiscencias de su cultura, como las llamadas cholets;
una nueva burguesía aymara que para extender sus negocios viaja a China, India,
Tailandia, Egipto o Corea; una nueva burguesía aymara que en el campo es dueña
de grandes extensiones de tierra, y que para trabajarla no duda en utilizar
mano de obra barata indígena, incluyendo la aymara propia; una nueva burguesía
aymara que tiene una nueva forma de vida que en definitiva no es Sumak
kawsay, sino de un buen–vivir–capitalista
y que es al que aspiran la mayoría de los jóvenes bolivianos.
Pero estos absurdos de la retórica evista y MASista
que han tergiversado la cosmovisión indígena, y que algunos críticos indígenas
bolivianos han bautizado como pachamamismo,
comenzaron a hacerse evidentes desde el decreto, a principios de 2009, de la
propia Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia. El preámbulo
de ese texto, en un tono milenarista y fantástico, comienza aseverando lo
siguiente:
<<En tiempos
inmemoriales se erigieron montañas, se desplazaron ríos, se formaron lagos.
Nuestra Amazonia, nuestro chaco, nuestro altiplano y nuestros llanos y valles
se cubrieron de verdores y flores. Poblamos esta sagrada Madre Tierra con rostros
diferentes, y comprendimos desde entonces la pluralidad vigente de todas las
cosas y nuestra diversidad como seres y culturas. Así conformamos nuestros
pueblos, y jamás comprendimos el racismo hasta que lo sufrimos desde los
funestos tiempos de la colonia.>>
Política que, aunque con alarde dice ser
representativa de un “Estado Plurinacional”, ha promovido abiertamente una
aymarización al excluir las costumbres y percepciones de los indígenas no
aymaras, y que ha ido negando la presencia y participación mestiza apoyándose
en una proclama profundamente racista: ¡el futuro es indio!
Pachamamismo que se ha apoyado en discursos no menos
contradictorios como el de la despatriarcalización y la descolonización (del
que existe un Ministerio; del que se celebra un día: el de la Descolonización,
según el Decreto 1005 del 12 de octubre de 2011; del que se ha pretendido crear
un Centro Continental de Descolonización, después de haberse celebrado la
Primera Cumbre de Descolonización, Discriminación y Lucha contra el Racismo en
La Paz en Octubre de 2015; etc.), que también han sido promovidos por teóricos
e intelectuales de izquierda que, curiosamente, son los mismos que han venido
sosteniendo y justificando a los distintos regímenes autoritarios que en los
últimos años han prosperado en toda América Latina; desde los Castro en Cuba
hasta el chavismo venezolano, pasando por la descarada permanencia de Daniel
Ortega en el poder en Nicaragua.
En 2011 Evo Morales reprimió fuertemente una Marcha de
los Pueblos Indígenas que estaban en desacuerdo con la construcción de la
carretera que cruzaría el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure
(TIPNIS); en vida, Hugo Chávez arrebató grandes extensiones de tierras que
ancestralmente les pertenecían a los indios wayúu para otorgárselas a la
compañía Corpozulia/Carbozulia para la explotación de carbón; antes de su
salida, Rafael Correa permitió las exploraciones petroleras en el Parque
Nacional Yasuní, perjudicando a pueblos como los huaoranis, quienes de por sí
ya eran afectados por madereros tolerados por el gobierno ecuatoriano; con la
intención de favorecer el megaproyecto del Gran Canal Interoceánico de
Nicaragua el gobierno de Ortega permitió la exploración descontrolada en zonas
de bosques protegidos, entre los cuales se encontraban territorios indígenas
del pueblo rama y de las comunidades afrodescendiente kriol. Pero para intelectuales como Enrique Dussel,
Boaventura de Sousa Santos o Ramón Grosfoguel lo sensato, comprometido y
correcto no es criticar y deplorar el colonialismo
interno que imponen estos gobiernos latinoamericanos, y que es lo que
directamente más afecta a las comunidades indígenas, sino convertirse en
cómodos críticos del imperialismo y la descolonización,
mientras reciben halagos de estos regímenes y de casi toda la pútrida izquierda
latinoamericana y europea.
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