Humberto Decarli
Recurrentemente
el oficialismo ha anunciado nacional e internacionalmente la caída de la
pobreza después del año 2000. Siempre lo aseveraron tajantemente soslayando la
metódica empleada, muy similar a los gobiernos puntofijistas para bajar esos
dígitos.
El
señalamiento de la mejoría de la herramienta para medir la desigualdad, el
coeficiente de Gini, se gritó de manera bien estridente y se sostuvo que fue un
logro del socialismo. Sin embargo, no quisieron mostrar que en época de
bonanzas financieras (Venezuela ha tenido cuatro: la de 1918, la de 1973, la de
1978 y la de 2004, la primera del café y el cacao y las restante por el
excremento del diablo), en forma reiterada se refleja una baja en las cifras de
la pobreza.
Ocurre
que la ingente entrada de petrodólares permitía a la élite dominante permear
algunos recursos a la población utilizando el dispositivo clientelar manejado
por los adecos y copeyanos en el pasado pero mejorado magistralmente por el
chavismo en el presente. Las misiones, sendas asistencialistas por excelencia,
fueron empleadas para crear en el imaginario popular el interés del Estado por
luchar contra este flagelo. Fueron vectores de redistribución de la manera más
tradicional ya usados en Venezuela.
No
obstante, como lo han precisado tanto el informe de Provea presentado en las
sesiones de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, como el
exhaustivo estudio del Proyecto
Condiciones de Vida de la Población Venezolana 2014 (ver http://www.rectorado.usb.ve/vida/presentaciones),
los últimos datos expresan una situación parecida a la del año 2000 cuando el
país se encontraba en una coyuntura de apremio por el precio del barril hacia
abajo.
Ahora
bien, cómo se puede explicar que esa inmensa masa monetaria ingresada a
Venezuela no ha permitido alcanzar progresos en la lucha contra la pobreza. La
respuesta es sencilla: los métodos clientelares solo funcionan
circunstancialmente pero no de manera permanente. Es un esfuerzo puntual pero
no estructural.
En
este orden de ideas, podernos ver el deterioro del sistema de salud y el grave
déficit de dos millones de vivienda como signos del fracaso por el logro de una
mejor distribución de los bienes y servicios de la nación. Resultados
irrisorios si tenemos en consideración la entrada de millones de dólares por
concepto de la renta petrolera.
El
populismo emplea a los pobres como estandarte para conseguir apoyo electoral.
Para ello utiliza las vías paternalistas para el agradecimiento por parte de la
gente hacia el Estado y hacerla más dependiente de él. No apunta a disminuir el
número de proletarios porque sería contraproducente. Ya experiencias históricas
como el peronismo demostraron la naturaleza superflua de esta postura al igual
que los regímenes estalinistas como el de Cuba y Corea del Norte.
Una
respuesta contundente y eficaz pasa por desarrollar prácticas sociales donde
las personas tengan plena confianza en sí misma sin esperar mesías o un aparato
estatal que les ayude caritativamente; determinar que solo una economía fundada
en el esfuerzo y el trabajo pueden permitir el incremento del nivel de vida;
apelar a la autogestión como instrumento de liberación, son entre otros,
caminos para el combate contra las carencias.
El
estigma del “efecto Venezuela” como lo denominó Pérez Alfonzo o la llamada
enfermedad holandesa (metáfora para referirse al rentismo), ha perseguido al
país y en especial para quienes han ejercido el poder. Este ha funcionado
conforme ese juego ilusorio de bienestar expresado en época de bonanzas pero
que se reduce cuando los precios del barril disminuyen.
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